Capítulo 36
El móvil de Nick sonó a las seis en punto de la mañana. Nadie le llamaba a esas horas. Nunca.
Una vez que hubo salido de la cama y se las hubo ingeniado para encontrar el teléfono -que estaba agazapado en el regazo de Georgie Best-, se sorprendió aún más al descubrir que era Janine quien se encontraba al otro lado de la línea.
- Hola -dijo ella-. ¿No te habré despertado?
- No -repuso Nick, ahogando un bostezo que le humedeció los ojos-. ¿Por qué iba a estar durmiendo a estas horas?
En el exterior apenas había amanecido. Franjas de luz mortecina jugueteaban con las cortinas.
- Lo siento -se disculpó ella-. Estoy en la calle, corriendo. Quería despejarme la cabeza.
- Ah, qué bien.
Su propia cabeza estaba un tanto confusa, pero nada en la faz de la Tierra le haría salir de la cama a las seis de la mañana para borrar sus preocupaciones por medio del deporte. Nick era de la opinión de que una agradable taza de té y un desayuno sustancioso surtirían el mismo efecto, aunque era verdad que Janine siempre había recurrido al footing en sus momentos de estrés.
- Me alegré de verte anoche.
- Sí -respondió Nick.
A continuación se produjo un prolongado silencio tan sólo interrumpido por los jadeos de Janine. Nick se puso a dar brincos, alternando el peso del cuerpo sobre cada pie. Sus padres siempre habían sido austeros con respecto a la calefacción y, a pesar de que se estaban haciendo mayores, no parecía detectarse ningún cambio discernible en sus costumbres. La antiquísima moqueta se notaba áspera bajo las plantas de los pies descalzos.
- Nick -dijo Janine-, ¿quieres reunirte conmigo en Willen Lake, junto al lago?
- Claro.
- Me refiero a ahora mismo.
- Ah -dijo Nick-. ¿Por qué?
- Hay cosas que quiero explicarte -respondió Janine con una nota de intimidad- y no puedo decirlas por teléfono.
Cosas que, al parecer, no pudo decir en el ambiente acogedor y caldeado del pub, la noche anterior.
- Apenas he pegado ojo -prosiguió Janine-. Tengo que verte.
- De acuerdo.
- Ven lo antes que puedas -apremió ella-. Te estaré esperando en el aparcamiento.
- Muy bien -Nick se preguntó si debería ducharse y afeitarse, o si era preferible ahorrar tiempo y optar por la imagen neandertal-. No irás a decirme que estás embarazada, ¿verdad?
Con tono horrorizado, Janine preguntó:
- ¿Qué te hace pensar eso?
- Nada -repuso él-. Estaré ahí en cinco minutos.
Tardó más de veinticinco minutos en llegar, pero es que invirtió más tiempo del que había previsto en ausentarse a hurtadillas. Nick nunca se había fijado en lo mucho que crujían los peldaños de la escalera, y no se sentía inclinado a explicar a Mónica por qué se escabullía de la casa de madrugada, con aquel frío glacial. Además, antes de emprender la marcha tuvo que aplicar al coche una generosa ración de anticongelante para derretir la recalcitrante escarcha.
Por fortuna, a una hora tan temprana transitaban pocos coches y, además, todas las calles eran largas y rectas, de modo que no había que dilucidar demasiado a la hora de desplazarse de un extremo a otro de la ciudad. Mientras abandonaba la carretera principal y descendía hacia la orilla del lago, se percató de que el BMW de Janine era el único vehículo aparcado en la zona de estacionamiento cercana al club de vela y el polideportivo. Estaba acurrucada en el interior del automóvil. Mientras Nick cerraba el coche, escuchó el sonido de su radio a todo volumen. Le sorprendió darse cuenta de que él mismo empezaba a preferir la emisora favorita de sus padres, Radio Cuatro, en lugar del estridente balbuceo de Radio Uno. Señal inequívoca de que se estaba haciendo mayor.
Mientras, aterido de frío, caminaba en dirección a Janine, ella abandonó el cálido ambiente del interior del vehículo y se encaminó hacia él.
- ¿Sigues corriendo todas las mañanas? -preguntó Nick al tiempo que tiritaba.
- Sí -respondió Janine con una sonrisa-. Casi todas. Aún me gusta.
Tal vez él y su mujer no habían sido tan compatibles como en un primer momento hubiera podido parecer. Antes que ponerse a correr, Nick prefería practicar el baile country, como había demostrado recientemente. Sin embargo pensó que era mejor no desvelar a Janine semejante información.
- ¿Damos un paseo? -propuso ella.
Nick opinaba que sería preferible entrar en uno de los coches y encender la calefacción, pero se escuchó a sí mismo decir:
- Sí.
Partieron en dirección al lago. El cielo se veía pálido, apenas con una traza de azul, y estaba salpicado de gruesas nubes grises que reflejaban la ondulante extensión del agua. Un grupo de robustos gansos del Canadá deambulaba sin rumbo cruzándose por el camino de los paseantes, con la esperanza de encontrar alguna migaja de pan que los sacara de los apuros propios de los crudos meses invernales. Nick lamentó que no se le hubiera ocurrido robar un poco de pan en la cocina de su madre para paliar tan lamentable situación.
Mientras paseaban, ambos mantenían una prudente distancia; caminaban codo con codo, pero sin rozarse. Pasaron junto a la zona de juegos infantiles y el quiosco de helados, cerrado durante el invierno. Nick reparó en que ellos dos eran las únicas personas lo bastante dementes como para estar dando una vuelta a semejantes horas. Poco tiempo atrás habría tomado entre sus manos calientes los dedos congelados de su mujer y los habría frotado para sacarlos del entumecimiento, o bien los habría metido en su propio bolsillo. Para ser alguien en tan buena forma física, Janine tenía una circulación sanguínea espantosa. En la cama siempre le había gustado plantar sus pies helados encima de Nick. A pesar de la intempestiva hora, Janine mostraba un aspecto inmaculado; iba perfectamente arreglada, incluso con maquillaje. Al contrario que su todavía marido, no daba la impresión de que acabara de bajarse de la cama. Nick ni siquiera se había peinado y la barba sin afeitar le producía un incómodo picor. Se sentía a morir, y lo más probable es que su aspecto fuera peor que el de un cadáver. Caminaron en silencio por el sendero de grava que bordeaba el lago.
- Anoche no pegué ojo -comentó Janine por fin.
- Eso me has dicho.
- Tenía mucho en qué pensar.
Nick había dormido como un tronco. Y la verdad es que siempre lo hacía. «El sueño de los justos», solía decir Janine; nada le perturbaba la conciencia. El solía entenderlo como algo positivo, pero ahora se preguntaba si sencillamente era incapaz de tener respuestas emocionales adecuadas. ¿Acaso el encuentro con su mujer la noche anterior debería haberle mantenido despierto, dando vueltas en la cama hasta el amanecer? No había sido así, y tal vez aquello tenía un significado.
Janine se detuvo en seco.
- Nick -espetó con voz enérgica-, no se me ocurre ninguna otra manera de decirlo…
Nick notó que el corazón se le aceleraba e ignoraba si era a causa de la esperanza o del terror. No sabía a ciencia cierta si deseaba escuchar lo que Janine tenía tanto empeño en decirle.
- ¿Qué te parecería intentarlo otra vez? -las palabras le salieron a trompicones, chocándose unas con otras-. Me refiero a nosotros.
A Nick se le quedó la mente en blanco.
- Quiero detener el proceso de divorcio -se apresuró a continuar Janine-. Puede que hayamos cometido un error.
- ¿«Hayamos», dices?
- Nick, quiero que vuelvas -los ojos de su mujer estaban cuajados de lágrimas, y no era por culpa del cortante viento que soplaba desde el lago-. Quiero que volvamos a empezar.
Janine le miró con ojos suplicantes. Si por lo menos él consiguiera articular palabra…, pero se había quedado mudo. ¿No era justo lo que había estado esperando? Todos aquellos meses apretujado en su antiguo dormitorio había soñado con escuchar aquellas mismas palabras de labios de su mujer -aquellas palabras además de: «Phil es una mierda en la cama»-. Ahora, sin embargo, se sentía más confuso que nunca.