Capítulo 23

A medio camino por Desford Avenue, Nick se percató de que la luz del dormitorio de su madre seguía encendida. Pensó que brillaba como un faro procedente de un tiempo anterior, pues en su adolescencia había tenido que pasar por la misma situación en demasiadas ocasiones. A medida que el taxi se acercaba al pulcro chalet rodeado de jardín, también divisó a Mónica, resplandeciente con su camisón de flores, asomada a la ventana y escudriñando la oscuridad.

Era una hora intempestiva y a sus padres no les iban las horas intempestivas. De hecho, estuvieron a punto de sufrir un ataque cuando la BBC pasó las noticias de las nueve a las diez, pues el cambio iba a afectar al sueño reparador del matrimonio. Dios sabrá qué les provocaba tanto cansancio.

Nick se inclinó hacia delante para hablar al taxista.

- ¿Le importa dar otra vuelta?

El hombre miró a Nick como si éste estuviera loco, pero, tal como se le había solicitado, se alejó conduciendo. Dio la vuelta a la manzana y pasados unos minutos volvió a aproximarse a la casa. Esta vez no se veía ninguna luz en la ventana.

Nick sonrió de oreja a oreja.

- ¡Sí!

El taxista soltó un suspiro de alivio.

- Gracias, amigo -dijo Nick.

El taxi se detuvo a la puerta de la casa. La luz del dormitorio de Mónica se encendió de golpe otra vez.

- ¡Mierda!

El conductor colocó el brazo en la parte de atrás de su asiento.

- ¿Por casualidad se ha divorciado y ha vuelto a vivir con su madre?

- Temporalmente, sí.

- También he pasado por eso.

- En ese caso, entenderá que en este momento usted está evitando que se cometa un asesinato.

- ¿Otra vuelta a la manzana?

- Sí.

El taxista se alejó del bordillo mientras la madre de Nick asomaba la cabeza entre las cortinas.

Nick se percató de que se había quedado dormido. Se despertó al tiempo que el taxi aminoraba la marcha por décima vez.

- Ganaremos esta batalla sangrienta -declaró el conductor del taxi, a quien también se le notaba somnoliento.

Con un chirrido de llantas, frenó delante de la casa de los Diamond, donde reinaba la oscuridad. La luz se encendió de repente una vez más.

- ¡Se acabó! -exclamó a gritos el taxista conforme se bajaba del vehículo de un salto.

Nick se incorporó de golpe mientras el hombre subía echando pestes por el sendero que conducía a la entrada principal y gritaba a través del buzón de la puerta:

- ¡¿Por qué no se va a la cama de una puta vez?' A ver si podemos dormir un poco todos. Su hijo no piensa entrar bajo ningún concepto en esta casa hasta que esté completamente a oscuras. Ahora, voy a dar otra vuelta a la manzana.

El taxista regresó por el sendero dando pisotones y se colocó al volante. Nick se preguntó si tendría que pasar por lo mismo cada vez que saliera de noche. ¿Y si alguna vez -horror de los horrores- quisiera llevar a una mujer a su casa? Enterró la cabeza entre las manos. Las cosas no podían seguir así de ninguna manera. Se acabaría produciendo derramamiento de sangre. Cuanto antes acudiera a la agencia inmobiliaria y empezara a buscar casa propia, mejor.

- Gracias, colega -le dijo al taxista.

- De nada -respondió el hombre, por cuyas fosas nasales salía un humo que no podía atribuirse enteramente al frío aire de la noche-. Mi madre era exactamente igual. Me sacaba de quicio -volvió a arrancar el vehículo-. Daremos una última vuelta.

La luz del dormitorio de Mónica se apagó.

El sol ya empezaba a alumbrar la siguiente vez que, tras rodear la manzana, regresaron lentamente al número cuarenta y tres de la calle. Acercándose a ellos, el lechero efectuaba su ruta de reparto entre el tintineo de cristal. El taxista se detuvo a las puertas de la casa. Por increíble que pareciera, la luz de Mónica seguía apagada.

- Lo conseguimos -declaró el hombre con aire triunfal-. ¡Lo conseguimos, joder!

Nick se sintió desfallecer de puro alivio. Deseaba dormir unas horas antes de ir a la oficina y volver a encontrarse con Anna. A pesar de que estaba medio congelado y tieso como una tabla por haber permanecido tanto rato encogido en el asiento posterior del taxi, un sentimiento de calidez le inundó por dentro ante la idea de pasar el día con su nueva secretaria.

El taxista y Nick chocaron las palmas de sus manos.

- Vete a echar un sueñecito, colega -dijo el hombre-. Te lo mereces.

En ese instante, la luz de Mónica se encendió.

Los dos hombres suspiraron al unísono.

- Esto es ridículo -se lamentó Nick-. ¿Te apetece acompañarme a mi tienda de coches? Queda cerca de aquí. Prepararé un par de tazas de té.

- ¿Por qué no?

- Un momento -Nick bajó la ventanilla y se asomó por ella-. ¡Eh, amigo! -hizo una seña al lechero para que se detuviera-. Deme un par de botellas, por favor.

Con suma amabilidad, el lechero le entregó dos botellas de medio litro. Nick le pagó.

- Bueno, ya estamos listos -dijo-. En la oficina tengo cereales para desayunar y hay un sitio justo al lado donde preparan unos sándwiches de beicon exquisitos. Ya deben de haber abierto.

- Por mí, perfecto -respondió el taxista-. Por cierto, me llamo Bill.

- Yo soy Nick -se estrecharon la mano-. Lamento lo que ha ocurrido.

- Tranquilo -respondió Bill-, es una cuestión de principios.

El taxi arrancó una vez más. Mientras bajaban por la calle, Nick miró hacia atrás y vio que la puerta principal se abría y su madre asomaba la cabeza.

- ¡Nicholas! ¡Nicholas! -la oyó gritar.

Pero Bill tenía razón, era una cuestión de principios. Eso sí, confiaba en que hubiera una camisa limpia en la oficina que pudiera ponerse antes de que llegara Anna.

Me vuelves loca
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