Capítulo 10

Éste es el momento que más trabajo me cuesta. Ha llegado la hora de dormir y, como siempre, estoy completamente despabilada. Durante el día estoy tan ocupada tratando de hacer carrera de mi vida que no me queda tiempo para pensar en nuestros aprietos. Pero una vez en la cama, me paso la madrugada dando vueltas mientras hago balance mental de nuestro exiguo presupuesto y me pregunto qué será de nosotros si esta semana tampoco me toca la lotería.

Poppy y Connor están hechos un ovillo a mi lado, con sus respectivos pulgares en la boca. Mi hija ejecuta una especie de baile en sueños y mueve sus diminutos pies de forma irregular al son de una música inexistente. Esta niña no deja de bailar en ningún momento del día o de la noche, y confío en que no decida invertir sus aptitudes en una profesión lucrativa de la única manera que por el momento se me ocurre: ligera de ropa y colgada boca abajo de una barra. No es eso lo que deseo para ella. Puede que algún día me esfuerce por pagarle unas clases de ballet para animarla a que se aparte de los peores excesos del bamboleo de caderas y el movimiento de pelvis. La memoria me dice que el único tipo de baile que se veía en televisión cuando yo tenía su edad era el del programa Bailemos juntos, mucho más sosegado, si bien, en ocasiones, el equipo latinoamericano de Leicester South resultaba manifiestamente lascivo.

Mi hijo, con el indestructible Doggy pegado a la cara, ronca entre baboseos. A pesar de mis aseveraciones nocturnas con respecto a que tienen que dormir en su propia habitación, indefectiblemente se las ingenian para convencerme de lo contrario y los tres nos acurrucamos en mi cama doble, lo que, a pesar de mis airadas protestas, me ofrece una pizca de consuelo. En lo más recóndito de mi alma sé que no existe nada más deprimente que dormir sola en una cama doble. Y ha pasado bastante tiempo desde que esta misma cama fue testigo de cualquier forma de atletismo sexual. En realidad, desde la última y brevísima visita de Bruno. Estos días, como ya me he lamentado con anterioridad, mis relaciones más apasionadas se producen con el chardonnay barato y el chocolate.

Conservo una foto de mi ex marido en la mesilla de noche, aunque no entiendo por qué, la verdad. Es como no quitarte una espina del dedo o seguir llevando unos zapatos que te hacen ampolla en los talones. Por una parte, es para recordar a mis hijos que, en efecto, tienen un padre, por muy ausente que esté. Y, supongo yo, la otra razón es recordarme a mí misma lo mal nacido que es Bruno y las muchas veces que nos ha engañado.

Alargo la mano y acaricio el cristal que protege del polvo su sonriente semblante. El muy canalla está como un tren, y me figuro que ése ha sido siempre uno de los problemas: otras muchas mujeres ingenuas como yo le encontraban también guapo a rabiar. Además, por desgracia, los ojos errantes de mi ex pareja sólo encontraban competencia en sus piernas, en igual medida errantes. Me ha abandonado más veces de las que quiero acordarme y, tonta como soy, siempre le dejo que vuelva.

Poppy empieza a cantar en sueños: «Vamos, Britney, pierde el control…».

- Chiss. Chiss.

Aliso los mechones rebeldes de su hermoso cabello rubio y recibo una patada en la espinilla como agradecimiento.

Me preocupa que, al hacerse mayores, mis hijos se conviertan en delincuentes juveniles, de lo que según las estadísticas existen muchas más probabilidades por el simple hecho de que su padre es incapaz de mantener sus partes pudendas dentro de los pantalones. Francamente, me parece injusto. Si Bruno hubiera dejado de perseguir a toda tía buena que se le ponía por delante y se hubiera quedado en casa leyendo cuentos a Poppy y jugando al fútbol con Connor, con el paso del tiempo los niños podrían convertirse en ingenieros aeronáuticos o en economistas. Por otro lado, es más factible que Poppy acabe siendo bailarina en un club de alterne o limpiadora de oficinas, y Connor seguramente terminará fabricando absurdas piezas de plástico en una ruinosa industria de por ahí. Éstos son los asuntos que me mantienen despierta por las noches, aunque es cierto que no se debe prestar atención a las estadísticas. ¿Acaso no existe un estudio que asegura que antes del año 2023 todos los habitantes del planeta serán imitadores de Elvis Presley? ¿Cómo es posible? Ni siquiera tengo un mono blanco con lentejuelas, y no me veo comprándome uno sólo para convertirme en una cifra más.

No es que carezca de aspiraciones con respecto a mis hijos, lo que pasa es que motivarles sin ayuda de nadie resulta mucho más agotador. A veces, cuando voy al colegio a entrevistarme con los profesores de Poppy, me da la impresión de que ya la han dado por perdida debido a sus circunstancias familiares. Y eso que no debe de ser la única en la misma situación, digo yo. En mi opinión, no es que los niños procedentes de familias desestructuradas no puedan completar sus estudios con tanto éxito como los que proceden de familias «normales», si es que existe tal cosa; lo que ocurre es que los profesores ya no saben enseñar como es debido. En mis tiempos, las clases no consistían en sentarse en grupos y ponerse a parlotear hasta hartarse. Y apuesto que si Poppy tiene la oportunidad de elegir entre aprender algo constructivo y charlar con Stephanie Fisher sobre el último tono de sombra de ojos de Pearly Girly, la sombra de Pearly Girly ganará por goleada.

Tal vez debería hacer un esfuerzo y regresar al amplio mundo a buscar un padre de repuesto para mis hijos. Una persona amable y generosa. Una persona con los ojos azules como el cielo de verano. Una buena persona. De hecho, una persona como el hombre que he conocido hoy en el bufete de abogados.

Con este pensamiento, destinado a mantenerme despierta otras cuantas horas, coloco la foto de Bruno boca abajo. Con la esperanza de que mis palabras se desplacen a través del éter hasta mi irresponsable marido, pregunto en voz alta:

- ¿Dónde te has metido, cabrón?

Me vuelves loca
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