Capítulo 22
El taxi se detiene frente a mi puerta y, al igual que la escena de los bailes lentos, se trata de una situación potencialmente embarazosa. ¿Acaso no soy ya mayorcita para seguir preocupándome por estas cosas? Espero que Nick recuerde que sólo nos une un vínculo profesional -no importa lo mucho que él me atraiga- y no intente nada que tenga que ver con labios, lengua o contacto íntimo de cualquier tipo. También espero que mis hijos estén profundamente dormidos -¡qué más quisiera yo!- o al menos que no estén mirando por la ventana.
Mi casa es preciosa. No es que sea una vivienda de lujo, sólo se trata de un chalet adosado de tamaño reducido y construcción reciente; pero es bonito y está en una buena zona. Mis padres lo compraron como inversión para mi futuro cuando empezaba a hacerme mayor, en los días borrosos y distantes en que la propiedad inmobiliaria tenía un precio relativamente asequible. Ésa es la única razón por la que la casa ha sobrevivido a los caprichos de mi vida amorosa y a las garras de dos maridos. Pago a mis padres una renta por el alquiler -a través del Ministerio de Salud y Seguridad Social, claro está.
El ambiente en el taxi es cálido y la compañía agradable. No me quiero marchar, pero antes de que la situación pueda estropearse me deslizo sobre el asiento para apartarme de Nick.
- Bueno, pues nos vemos mañana.
- Rebosante de alegría y entusiasmo, acuérdate.
- Haré todo lo posible.
- Ha sido estupendo -dice Nick-. Gracias.
- ¿Crees que mi nuevo jefe se dará cuenta de que me he pasado media noche bebiendo y bailando y me pondrá de patitas en la calle?
- Lo primero, quizá; lo segundo, de ninguna manera.
Una vez que me he bajado del taxi y estoy a salvo, sin más recelos sobre el contacto físico, respondo:
- Lo he pasado muy bien. Buenas noches.
- Buenas noches.
- Y ahora, ¿adonde, amigo? -pregunta el taxista girando la cabeza hacia atrás.
Nick recita su dirección antes de mirarme por última vez.
- Adiós.
Mientras se aleja, agito una mano. Luego, observo cómo el taxi va desapareciendo calle abajo mientras me pregunto si Nick contaba con que le invitase a tomar un café. No lo sé. Me falta entrenamiento a la hora de interpretar las señales. Ése es uno de los peores aspectos del divorcio, aparte del empobrecimiento financiero: te arroja de nuevo a situaciones de las que habías creído escapar mucho tiempo atrás.
En cualquier caso, aparte de que invitarle supondría dar al traste con mi tapadera como chica joven, libre y soltera, resultaba imposible, ya que la canguro debe de estar haciendo cochinadas tumbada en mi sofá.
Al abrir la puerta, decido armar todo el jaleo que pueda. Entro al vestíbulo dando zapatazos y agito las llaves en la cerradura. Incluso espero ante las puertas del salón unos instantes emitiendo una estridente voz teatral antes de entrar. Vicky y Lee están sentados castamente en el sofá viendo en el televisor un programa en el que aparece Jonathan Ross. Las botellas vacías de Bacardi Breezer y un par de platos sucios ocupan la mesa baja, dando a entender que la pizza ha sido devorada. No hay rastro de mis hijos.
- Hola -saludo-. ¿Todo bien?
Vicky hace un gesto afirmativo. Seguro que es la persona más locuaz del mundo cuando no hay adultos por los alrededores.
- ¿Buenos chicos?
Vicky vuelve a asentir con la cabeza.
- ¿Y mis hijos?
Mi canguro y su novio atacado por el acné me miran con el ceño fruncido. Quizá yo esté siendo injusta: no todo el mundo tiene por qué estar cortado por el mismo patrón. Puede que se hayan pasado la noche sentados en el sofá cogidos de la mano, ¿no?
- Los niños están perfectamente -masculla Vicky.
- Bien, muy bien -respondo a toda prisa, e introduzco la mano en el bolso en busca de dinero.
Se lo entrego a Vicky, que ya se está enfundando su abrigo mientras se dirige a la puerta del salón. Lee la sigue con paso tranquilo.
- Bueno, gracias por todo -digo con voz animada-. Muchas gracias.
En el momento que llegan a la puerta, me doy cuenta de que algo asoma por debajo de uno de los cojines. Tiro del objeto, con cuidado de no tocarlo más de lo absolutamente necesario.
- Toma -le digo a Vicky antes de que tenga oportunidad de escapar-. Puede que lo necesites.
Extiendo el dedo del que cuelga la ofensiva prenda y devuelvo el microtanga a su legítima dueña.
Con aire altivo, Vicky me lo arranca de un tirón y sale corriendo sin ni siquiera una palabra de disculpa. Tengo que sonreír para mis adentros antes de recordarme que nunca, jamás, permitiré que mi hija trabaje de canguro.