Capítulo 8

Estoy tumbada en la cama de Connor, tratando de interesar a mi hijo en el concepto del sueño. Me he pasado una hora leyéndole un cuento y por fin empieza a entornar los ojos, mientras que los míos llevan los últimos cincuenta y nueve minutos intentando mantenerse abiertos. He estado muy cerca de forzarle a la inconsciencia con uno de los innumerables peluches que necesita para apaciguar sus terrores nocturnos. El pobrecillo nunca tuvo problemas de sueño antes de que Bruno se marchara, y a menudo me pregunto si ambas circunstancias guardan relación.

En el mismo instante en que Connor empieza a quedarse dormido, Poppy entra por la puerta armando escándalo y se deja caer sobre la cama de su hermano, lo que provoca que éste vuelva a abrir los ojos de par en par.

- Me aburro -anuncia Poppy.

- Eres demasiado pequeña para aburrirte.

- ¿No te aburres tú a veces, mamá? Nunca sales.

- Porque soy vieja y pobre, y tengo dos hijos protestones.

Poppy aprieta a Doggy contra su pecho y, con los pulgares, juguetea con una oreja de trapo comida por las polillas. Doggy es la criatura más repugnante que existe sobre la faz de la Tierra. Cualquier parecido con un perro de verdad desapareció mucho tiempo atrás, pues a lo largo de los años la lavadora se ha encargado de acabar con el relleno del peluche. En su origen, Poppy era la propietaria de Doggy. Tanto lo quería que no tardó en olvidarlo. Más tarde, Connor estableció con el animalito un vínculo igualmente insalubre. El peluche ha perdido el pelaje y los dos ojos, y donde debería estar la boca se aprecia un agujero de tamaño considerable. Desde hace ya tiempo, tengo que lavarlo a mano, porque un viaje más a la lavadora sería la puntilla para este canino.

Hace algunos años, Bruno y yo llevamos a los niños de vacaciones a Devon -un lujo poco frecuente y muy anhelado-. Cuando llegamos a la húmeda y sombría casa de campo -que en el folleto aparecía rodeada de rosas, claro está-, descubrimos por los gritos de histeria de ambos retoños que nos habíamos olvidado de Doggy. Esa misma noche, Bruno recorrió en coche el camino de vuelta a casa para recuperar el repulsivo animal con objeto de asegurarse de que el resto de nuestras vacaciones no estuviera marcado por escenas de llanto y noches en vela. Sucedió en los idílicos días en que éramos relativamente felices y Bruno atravesaba un inaudito periodo en el que estaba dispuesto a conducir la noche entera con tal de ofrecer consuelo a su mujer y sus hijos. Últimamente me he cuestionado si el incidente de Doggy contribuyó de alguna manera, por mínima que fuera, al fracaso de nuestro matrimonio. Y es que a menudo me pregunto cuál fue la causa de la ruptura. Además de la incapacidad de Bruno para enfrentarse a sus responsabilidades o para serme fiel, se entiende.

Como si me leyera la mente, Poppy suelta de sopetón:

- ¿Sabes algo de papá?

Se refiere a Bruno, ya que se trata del único padre que ha conocido. Sabe que no es su padre verdadero, porque ya me encargué de pasar por el doloroso trance de explicárselo cuando me pareció que era lo bastante mayor para comprenderlo, pero nunca ha vuelto a sacar a relucir el tema del progenitor ausente y hasta ahora me las he arreglado para eludir el asunto satisfactoriamente. Temo el día en el que Poppy decida que quiere reunirse con su auténtico padre, aunque él jamás haya mostrado el más mínimo interés hacia su hija. ¿Por qué la vida tiene que ser tan complicada?

Me acurruco en la cama junto a Poppy y Connor y acaricio el cabello rubio de mi pequeña. Es la viva imagen de Steve, su padre biológico, mientras que Connor es más bien oscuro, como Bruno. Tanto en el físico como en el carácter, sospecho yo.

- No, cariño, no sé nada.

- A veces lo echo de menos -dice Poppy, introduciéndose el pulgar en la boca.

- Ya lo sé.

Yo también lo echo de menos a veces, pero con el transcurso de los meses esas ocasiones son cada vez más escasas. Es más, la mayor parte del tiempo el hecho de que ya no forme parte de nuestras vidas me supone un gran alivio.

- ¿Puedo llamar a Stephanie?

- Te has pasado el día con ella en el colegio, y todo el rato no habéis hecho otra cosa que hablar. ¿Qué más tenéis que contaros?

- Está enamorada de Oliver Powell.

- ¡Hombres!

- No tardaré, mamá, te lo prometo.

- Diez minutos. Máximo. Si no, tendré que atracar un banco para pagar la factura del teléfono y os internarán en un centro de menores.

Poppy sonríe y me da un beso.

- ¡Qué tonterías dices!

- Quiero acostarme pronto, Poppy. Mañana tengo una entrevista de trabajo, muy importante.

Mi hija sale brincando de la habitación.

- Bueno -le digo yo a nadie en particular-, es la única entrevista que tengo.

Poppy asoma la cabeza por la puerta.

- Lo conseguirás, mamá. Eres súper guay.

Mi hija desaparece otra vez para enfrascarse en una conversación sobre la incipiente vida amorosa de Stephanie Fisher. Además del encuentro con su padre de verdad, temo el momento en el que Poppy decida ampliar a fondo su floreciente interés por el sexo contrario. ¡Sólo tiene diez años, por todos los santos! Pero hoy en día las niñas se comprometen y se quedan embarazadas antes de los doce años, si es que uno está dispuesto a creerse lo que dicen los medios de comunicación. Seguro que a su edad a mí me atraían más las muñecas y el juego de la pídola. Ahora no tienen tanta suerte. Saben mucho más de lo que les conviene. No quiero que Poppy tenga novio hasta que cumpla veintiuno, como pronto. Y a ser posible, una vez que se haya marchado de casa, de manera que yo no me entere de lo que se trae entre manos. Soy de la opinión de que el refrán «Ojos que no ven, corazón que no siente» es rigurosamente cierto en lo que respecta a las relaciones amorosas de una hija. Estoy convencida de que no me preocuparé de Connor ni la mitad. Mi hijo se dedicará a destrozar corazones, en vez de que le destrocen el suyo. Así funciona el mundo.

En cualquier caso, ahora no puedo pensar en eso, mi entrevista de trabajo requiere toda mi atención.

Connor, tumbado a mi lado, se despierta.

- Cuento, mami.

Abro el libro otra vez y comprendo que me espera otra hora entera de patos, perros y qué sé yo. Tiempo atrás, les leía los cuentos de una manera emocionante y animada, pero pronto descubrí que sólo servía para que los niños mantuvieran la atención con los ojos bien abiertos. Ahora leo las historias con el tono aburrido y monótono que los políticos reservan para la sesión de preguntas al primer ministro. No es que me moleste pasar este rato con Connor, pero quería prepararme un poco para la entrevista, aunque no tengo ni idea de cómo hacerlo. Lo más probable es que me ponga a planchar una falda muy, muy corta.

Me vuelves loca
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