Capítulo 58

Tom, Ellie y Charlotte estaban alineados en el sofá viendo la televisión, cuando Sophie entró poniéndose el abrigo.

- ¿Sales otra vez? -preguntó Tom sin levantar la vista del absurdo programa que parpadeaba en la pantalla-. Los vecinos van a pensar que tienes un amante.

- Tengo que ir a casa de Anna -explicó Sophie-. No tardaré. Estaré fuera un par de horas.

Tom se las arregló por fin para despegar los ojos del televisor.

- No entiendo de qué podéis pasaros hablando tanto las mujeres.

- De la ineptitud de los hombres -replicó Sophie con brusquedad.

Sin ningún comentario, Tom devolvió la mirada al televisor. Sophie se acercó a las niñas y les dio un beso. Charlotte, enfundada en su pijama y acurrucada sobre el cojín, daba sorbos al biberón. Ellie, con aire distraído, se chupaba el pulgar. Sophie pensó que les debía a sus hijas algo más que eso.

Se encaminó hacia la puerta y luego miró hacia atrás, atacada de pronto por el remordimiento.

- Hasta luego.

Tom soltó un gruñido.

Reprimiendo una oleada de irritación, Sophie salió dando un portazo. Una vez fuera, se quedó tiritando bajo el aire gélido antes de subirse al coche de un salto. Durante unos segundos, apoyó la cabeza en el volante y se preguntó por enésima vez ese día qué estaba haciendo con su vida. Cuando Anna le daba consejos todo parecía muy sencillo. Pero no lo era, ni mucho menos. Arrancó el motor e inició la marcha calle abajo. Había días en los que tenía la sensación de que podría montarse en el coche y conducir eternamente. Kilómetros y más kilómetros, y no regresar jamás. Al llegar al cruce con la calle de Anna, donde debería haber salido de la autovía, Sophie siguió en línea recta.

Diez minutos más tarde, se detuvo a las puertas del edificio de Sam. Se quedó sentada en el coche mirando la intensa luz que resaltaba la ventana de su apartamento y notó que el estómago se le daba la vuelta cuando recordaba la última vez que había estado allí. Antes de pensárselo mejor, se bajó del coche, atravesó la calle y apretó el timbre junto al que ponía: «Sam Felstead».

- Hola.

La voz de Sam llegaba a través del telefonillo.

- Entrega de pizza -dijo Sophie-: jamón y piña con extra de queso.

- Sube.

Sonó un zumbido y la puerta se abrió. Sophie atravesó el umbral y subió corriendo hasta el apartamento del primer piso, donde Sam la esperaba apoyado con aire lánguido en el marco de la puerta. El corazón se le desbocaba en el pecho, y no sólo por culpa de las escaleras. Era una mezcla de emoción y de miedo. De tentación e inquietud.

Cuando Sophie se acercó, Sam esbozó una sonrisa y declaró:

- No me gusta la piña.

- Da lo mismo -respondió Sophie sin aliento y un poco agitada-, no he traído pizza.

Sam la rodeó con sus brazos y la arrastró hasta el vestíbulo, besándola y arrancándole la ropa antes incluso de cerrar la puerta. Arrojó al aire el abrigo de Sophie, le desabrochó la blusa y luego la apoyó contra la pared antes de bajarle la cremallera de la falda y subírsela por encima de las caderas. Sophie suspiró de placer y se alegró de llevar puesta la ropa interior de leopardo, aunque, sin duda, a su amiga Anna no le haría ninguna gracia si llegara a enterarse.

Sophie arqueó la cabeza hacia atrás mientras Sam le iba quitando la lencería de leopardo al tiempo que la acariciaba y le recorría el cuerpo con los labios. Sophie temblaba de deseo. La ropa interior había durado poco, era verdad, pero estaba claro que merecía la pena.

- Nunca he deseado tanto a ninguna mujer -murmuró Sam mientras le besaba el cuello.

Sophie apenas conseguía respirar.

- Definitivamente… es… la última vez… que esto pasa.

- Definitivamente -coincidió Sam, mientras ambos se dejaban caer en el suelo.

Me vuelves loca
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