Capítulo 84

Nick estaba tumbado en la estrecha cama de su antiguo dormitorio. La cabeza le estallaba por culpa de la media botella de jerez, el estómago le dolía debido a la pantagruélica ración de pastel de manzana y el corazón se le resentía a causa de su fracasado matrimonio. Había llegado la hora de regresar al bufete de Tumley amp; Goss y volver a poner en marcha la maquinaria del divorcio. Georgie Best estaba instalado en lo alto de la cómoda y Nick acarició las suaves y afelpadas orejas del osito de peluche en busca de consuelo.

Su madre asomó la cabeza por detrás de la puerta.

- He instalado a Sam en la habitación de invitados -le informó con una alegre sonrisa-. Igual que cuando erais niños.

Excepto que cuando eran niños Sam se quedaba a dormir porque le resultaba divertido, y no porque estuviera como una cuba y, por lo tanto, no pudiera conducir.

- ¿Se encuentra bien?

- Me figuro que sí -respondió su madre-, aunque puede ser que mañana tenga una buena resaca, Voy a ver si tengo Alka-Seltzer en el botiquín.

Mónica Diamond tenía en su botiquín mayor cantidad de medicinas que Boots, la cadena británica de farmacias. Bromeaban diciendo que la llamaban desde Boots cuando se les agotaba algún medicamento.

- ¿Y tú?

- Yo estoy perfectamente -respondió Nick-. Menos mal que no te decidiste a alquilar mi habitación.

- Jamás se me habría ocurrido -replicó Mónica, conmocionada-. Ésta es tu casa. ¿Adonde irías si no en los momentos difíciles?

- Gracias, mamá.

Su madre se inclinó y le besó en la frente.

- No te preocupes -dijo-, pronto dejarás todo esto atrás y pasarás página. Eso es lo que dicen hoy los jóvenes, ¿verdad?

Nick asintió.

- Buenas noches -dijo Mónica-. Hasta mañana.

- Buenas noches, mamá.

Lanzó a Georgie Best a los pies de la cama y se acurrucó bajo las sábanas.

- Encontrarás a una mujer que te quiera mucho más que Janine -le aseguró su madre antes de cerrar la puerta.

Nick cruzó los brazos por debajo de la cabeza y se quedó mirando la luna, que se asomaba por un hueco de las cortinas. Dejó vagar su mente y empezó a pensar en Anna. Con un poco de suerte y el viento a su favor, confiaba en conseguir a la mujer de la que hablaba su madre.

Saco mi edredón de repuesto del armario del pasillo. Está un poco deshilachado y el relleno se ha apelmazado y forma bultos, pero por el momento tendrá que servir. Encajada en una esquina, veo una almohada que desprende olor a rancio y la arranco de un tirón antes de bajar penosamente las escaleras con mi ropa de cama. Bruno podrá insistir en que ha vuelto para siempre, pero ahora mismo soy incapaz de meterme en la cama con él como si nada hubiera ocurrido. Sería como tener una aventura de una noche con un desconocido. Además, no sé qué habrá estado haciendo desde que se marchó, pero seguro que lo ha estado haciendo en compañía. Necesito tiempo para adaptarme a esta nueva situación y decidir si va a ser permanente o no.

La televisión sigue encendida en un rincón del salón. Por lo que se ve, a unos cuantos famosos de poca monta que tiritan en medio de un campo de cultivo les están introduciendo gusanos en la ropa interior al objeto de promover sus carreras profesionales. ¡Menuda clase de entretenimiento! ¿En qué piensan las cadenas de televisión últimamente? ¿Dónde están los programas como Dios manda? ¿Qué ha sido de las apasionantes series basadas en las obras de Jane Austen y Catherine Cookson? No había nada como sentarse frente al televisor un viernes por la noche y contemplar a un hombre de aspecto varonil sumergido en una bañera con el torso desnudo, o acaso ataviado con una camisa con volantes empapada, dispuesto a seducir a una mujer ardorosa. No sé por qué, pero parece que me paso las noches viendo en la pantalla a toda clase de personas ocupadas en sus respectivos empleos: policías, bomberos, enfermeras, controladores de estacionamiento vigilado, personal aeroportuario, agentes inmobiliarios, peluqueras… Todos ellos trabajando sin parar. Y a mí no me interesa en absoluto, la verdad. Para eso, podían acercarse a la tienda de coches a grabarnos a Nick y a mí. Considero que mi vida supondría un programa televisivo mucho más interesante que la mitad de las historias que se emiten -por descontado, la mía cuenta con mucho más dramatismo-, pero por nada del mundo la compartiría con el gran público, con la plebe en general.

Apago el televisor y empiezo a prepararme la cama. Lanzo los cojines a un extremo del sofá. Acto seguido, extiendo el edredón, ahueco la almohada y poco más. Se me ha olvidado coger el camisón del dormitorio, pero de ninguna manera pienso volver a subir a buscarlo. La calefacción se ha apagado y hace frío en el salón. Esta noche no voy a contar con mis inquietos hijos para mantenerme en calor y me pregunto si Poppy se habrá quedado en su cama. Me quito los vaqueros, pero me dejo la camiseta y los calcetines. Acto seguido, me meto debajo del edredón. El cordoncillo que remata los almohadones del sofá se me incrusta en las caderas y en las clavículas. Tengo que doblar las rodillas para caber en este espacio tan reducido.

Estoy tumbada de lado y contemplo la luna a través de la ventana, pues se me ha olvidado correr las cortinas. Grises retazos de nube pasan por delante de la luna y van adquiriendo un tono plateado. El viento agita los árboles y observo cómo las hojas muertas son zarandeadas de un lugar a otro. No es un buen comienzo. Si Bruno estuviera de verdad dispuesto a volver a empezar, sería él quien estaría encogido en el sofá y yo me estiraría a mis anchas en la confortable cama.

La puerta del salón se abre y me pongo en tensión. Espero que Bruno no tenga la intención de probar suerte, ya que no me va a hacer cambiar de opinión. Falsa alarma. Poppy, adormecida, se encuentra en el umbral. La luz de una farola de la calle recorta su silueta.

- Papá está roncando -dice con un bostezo-. Me ha despertado.

- Ven aquí -levanto el edredón y se acomoda a mi lado-. Estás helada.

- He ido a meterme en tu cama -dice ella-, pero te habías ido. No sabía dónde estabas -su voz suena entrecortada.

- Chiss -le acaricio el cabello-. Estoy aquí.

Poppy se acurruca a mi lado, en los tres centímetros de espacio libre.

- ¿Por qué no estás en la cama con papá? -pregunta.

- No es asunto tuyo, doña Fisgona -digo yo, plantándole un beso en la mejilla.

Poppy remueve el trasero hasta acaparar la mayor parte del almohadón del sofá.

- Me parece que ya no estás enamorada de él -dice con voz somnolienta.

Puedo engañarme a mí misma en cuanto al estado de mi relación, pero está claro que no soy capaz de engañar a mi perspicaz hija de diez años. A oscuras, trato inútilmente de conciliar el sueño, cuando debería estar dormida hace horas, y me pregunto qué demonios voy a hacer ahora.

Me vuelves loca
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