Capítulo 49
El día empieza envuelto en una capa de niebla que se aferra al asfalto de la carretera mientras, apiñados en el coche de Nick, nos encaminamos a Londres. El sol, bajo en el horizonte, es una esfera blanca que reluce como una bombilla de cien vatios. Para entretenerse, Poppy arroja el aliento a la gélida ventanilla y dibuja corazones con el dedo en el vapor condensado. El pobre Connor se pasa el comienzo de nuestra aventura durmiendo como un bendito.
Nick y yo, un tanto azorados, ocupamos los asientos delanteros y escuchamos la voz alegre y aguda de Robbie Williams en el reproductor de CD -la elección ha corrido a cargo de Poppy-. Pero a medida que avanzamos a gran velocidad por la autopista M1 y nos acercamos a Londres, la niebla se desvanece, dejando al descubierto un perfecto cielo azul. Entonces sé que va a ser un día maravilloso.
Aparcamos y nos metemos en el metro, otra novedad para mis hijos. Poppy trata de aparentar indiferencia, pero tiembla de emoción. Caigo en la cuenta de lo mucho que se han perdido en estos últimos años. Soy consciente de que el dinero no da la felicidad, pero sí te facilita agradables excursiones con los niños, lo que nunca viene mal.
La majestuosa fortaleza de la Torre de Londres surge a la vista cuando, entornando los ojos a causa del sol, salimos en la estación de Tower Hill. La última vez que vine aquí, en una excursión del colegio, tenía once años, y de eso ha pasado más tiempo del que me apetece recordar. No parece haber cambiado demasiado, por lo que veo; pero, claro, lleva prácticamente igual desde que Guillermo el Conquistador la puso en pie hace unos mil años.
- ¿Es verdad que la reina vive aquí?
La voz de Poppy denotaba un cierto temor reverencial.
- No -respondo-. Se ha mudado a otro sitio con menos corrientes de aire.
- Si yo fuera la reina, viviría en este castillo -me dice mi hija-. Y daría todo mi dinero a los pobres.
A los pobres como nosotros, pienso yo.
Nick, ya obligado a meterse en faena, empuja la sillita de Connor. Tengo que decir que se le ve muy cómodo en ese papel. Me pregunto si la gente que nos mira nos toma por una familia, y semejante pensamiento me produce una sensación de bienestar. ¡Es tan agradable no tener que forcejear a solas con los niños! Hemos traído al repulsivo Doggy, y he recalcado la importancia de su presencia a Nick, quien se ha hecho cargo de la responsabilidad emocional que supone el peluche de mi hijo.
Nuestra primera parada consiste en unirnos a una visita guiada a cargo de un beefeater, un caballero entrado en años ataviado con una impecable levita azul marino y sombrero de copa a juego que se embarca en una vívida descripción de las decapitaciones y torturas que han tenido lugar en la Torre de Londres a lo largo de su historia. Poppy está entusiasmada y, animado por la fascinación de mi hija, el beefeater la obliga a formar parte de la explicación simulando en el delicado cuello de la niña una decapitación particularmente brutal -con cinco golpes de hacha-, y todo porque la dama en cuestión se había ido a enamorar del hombre equivocado. Simpatizo con ella de inmediato. A veces pienso que a mí también me deberían cortar la cabeza para impedir que siga repitiendo las mismas estupideces una y otra vez.
Nick, que lleva a Connor sobre los hombros, sonríe con benevolencia a mi hija, que se encuentra en plena representación. Me pregunto si este hombre interrumpirá mi racha de mala suerte. No me atrevo a considerar la idea, puesto que la vida ya me ha herido en muchas ocasiones. Estamos codo con codo, nuestros brazos se rozan, y siento deseos de cogerle de la mano; pero no lo hago, y no sólo porque me preocupe que Connor se pueda caer. Entonces tengo que recordarme que va a volver con su mujer, que no está libre y que mis fantasías no tienen ningún sentido. Eso de vivir felices y comer perdices es una vana ilusión. Intento no detenerme a reflexionar sobre que Janine es una bruja consentida que no se merece un marido como Nick.
El beefeater finge sujetar a Poppy por la coleta y brindar su cabeza decapitada al entregado público. Los turistas lanzan vítores entusiasmados y Poppy suelta risitas nerviosas que contradicen su condición de cadáver. Cuando regresa a nuestro lado, susurra por lo bajo:
- De mayor voy a ser actriz.
No creo que tenga que esperar a hacerse mayor, pues cada día parece participar en algún drama. Proseguimos a través del ancestral patio amurallado y pasamos por la Puerta de los Traidores, la Torre Blanca y la Torre Sangrienta hasta llegar a la hermosa explanada de Tower Green y su hilera de pintorescas casas de estilo Tudor, con entramado de madera en blanco y negro. Connor, que ha renunciado al beneficio del lenguaje dejando que Poppy explique las necesidades de su hermano pequeño ante un mundo expectante, lleva a cabo una exhaustiva crónica ante Nick con su particular idioma indescifrable mientras mi encantador jefe responde con exclamaciones del tipo «¡uf!» y «¡ah!» en los momentos oportunos. Sin embargo, Nick y yo apenas hemos cruzado palabra; parecemos satisfechos en esta silenciosa compañía. O ésa es la explicación, o bien se arrepiente de haber venido, aunque no lo creo. Se le ve demasiado sonriente y relajado, y creo que debería ponerme a su nivel en vez de seguir preocupándome porque mis hijos puedan salir con un comentario inconveniente en el peor momento (Poppy) o porque se le hagan pis encima (Connor).
Terminamos la visita guiada en el edificio que alberga las joyas de la Corona y hacemos cola junto a un flujo continuo de norteamericanos, alemanes y una mezcla de razas europeas para contemplar los tesoros de nuestra soberana. En una cinta transportadora al estilo de los parques Disney, nos pasan de largo a toda velocidad frente a una impresionante colección de valor incalculable que acoge cetros y coronas con diamantes como puños. Mientras Connor duerme en su sillita, Poppy abre unos ojos como platos.
- Quiero ser princesa -declara.
Me complace que mi hija empiece a comprender el valor de la ambición. En realidad, me encantaría que llegase a ejercitar cualquier profesión, excepto la de bailarina de club de alterne. Como ya he comentado, en la actualidad su talento parece inclinarse en esa dirección. Confío en que esté tomando buena nota de todo lo que ve.
- Vamos a almorzar -sugiere Nick cuando regresamos al aire libre, y nos conduce hacia el Armoury Café, un espectacular establecimiento revestido de madera de pino cuyas gruesas vigas están adornadas con lanzas, trabucos y sables. La decoración podrá ser medieval, pero no hay duda de que los precios están a la altura del siglo xxi. Encontramos una mesa y, después de amenazar a Poppy con una segunda decapitación si no cuida bien de su hermano, Nick y yo nos marchamos en busca de comida. Hacemos cola -otra vez- junto al despliegue de sándwiches y pasteles envueltos en plástico mientras esperamos a que lleguen las patatas fritas que hemos pedido.
- Has sido muy amable al traernos -le digo.
- Tonterías -con un gesto de la mano, Nick resta importancia al comentario-. Me encanta haber tenido una excusa para venir. Me lo estoy pasando en grande.
- Los niños se te dan muy bien.
- Bueno -responde él con timidez-, supongo que será la novedad. Si fueran mis propios hijos, les estaría pegando gritos, como veo que hacen todos los padres.
Le coloco una mano en el brazo.
- No me lo creo.
Antes de que Nick pueda responder llegan cuatro raciones de patatas fritas y las colocamos entre los vasos de cartón llenos de Coca-Cola y las galletas de chocolate; si mis niños se convierten en adultos obesos y llenos de granos, será por mi culpa.
Nos encaminamos de vuelta a la mesa y descubrimos que Poppy ha sacado a Connor del cochecito y de alguna manera ha conseguido una silla alta, a la que su hermano se encuentra ahora felizmente amarrado. Hay veces en las que adoro a mi hija. Esas ocasiones son escasas, pero hoy me siento tan orgullosa que le perdono sus transgresiones preadolescentes habituales.
Nick toma asiento y yo procedo a ejercer de madre distribuyendo los platos de comida.
- Dad las gracias a Nick -ordeno a los niños. Esta excursión debe de estar costándole una fortuna, pero ha insistido en que no piensa aceptar ni un solo penique por mi parte.
- ¡Ga! -se desgañita Connor desde su silla.
- Gracias -dice Poppy, que ya moja las patatas en ketchup.
- Y gracias de mi parte -digo yo mientras me siento y me recuerdo a mí misma que debo abstenerme de manipular la comida de Nick.
Poppy examina una patata y la sopla por si estuviera demasiado caliente.
- Nick… -empieza a decir con voz amable.
Nick levanta la vista de su plato con aire expectante.
- ¿Sí?
Albergo la esperanza de que vaya a formularle una pregunta inteligente que demuestre que ha estado prestando atención y ha sabido apreciar el valor educativo de la visita. Nick y yo somos todo oídos.
Poppy inclina la cabeza hacia un lado.
- ¿Te gustaría casarte con mi madre algún día?
Pero no; no es el momento más oportuno para los discursos.
Nick se ruboriza, aunque menos que yo.
- Ya estoy casado -tartamudea.
- Ah -Poppy frunce el entrecejo-. Enrique viii tuvo seis mujeres. ¿No podrías deshacerte de la tuya y casarte otra vez?
De modo que sí se había enterado de algunas cosas.
- Pues no, la verdad -responde él con voz ronca-. Sólo es posible cuando eres rey.
O estrella de cine. O madre sin pareja.
- Ya -mi hija digiere la respuesta y luego regresa a sus patatas fritas-. ¡Qué pena!
Siento ganas de regañarla o de disculparme ante Nick; pero las palabras se niegan a acudir en mi ayuda, porque reconozco que yo misma no lo podría haber expresado mejor.