Interludio
Un problema resuelto», pensó la almirante Judy Ivans, Férrea, mientras salía de la plataforma de lanzamiento. Rikolfr, su ayudante de campo, apretó el paso para seguirle el ritmo, sosteniendo su sempiterna tablilla llena de cosas que Judy tenía que hacer.
En la puerta del edificio de mando, Judy miró hacia atrás. La hija de Perseguidor, la defectuosa, le mantuvo el saludo y luego se apretó su insignia de cadete contra el pecho.
Judy notó una leve punzada de remordimiento, pero entró en el Mando de Vuelo. «Ya he librado esa batalla —pensó—, y tengo las cicatrices que lo demuestran». La última vez que había pasado por alto el defecto, había tenido que ver a un amigo enloquecer y matar a sus compañeros de escuadrón.
Este había sido un buen resultado. La chica conservaría algo de honor, como merecía por su pasión. Y Judy había pasado a disponer de cierta cantidad de datos sobre los cerebros de las personas que tenían el defecto. Eso tenía que agradecérselo a la treta de Cobb: si no la hubiera obligado a dejar que la niña entrara en la FDD, Judy nunca habría tenido esa oportunidad.
Por suerte, se le había presentado una excusa sólida, tradicional, para no tener que meter nunca más en un caza a la hija de Perseguidor. Y podía vigilar a todos los nuevos cadetes en busca de señales del defecto. En realidad, era el resultado ideal se mirara por donde se mirase.
Ojalá sus otros problemas tuvieran una solución tan fácil. Judy fue hacia una pequeña sala de conferencias, pero se detuvo antes de llegar y miró a Rikolfr.
—¿Están aquí?
—El líder de la Asamblea Nacional Weight está presente —dijo Rikolfr—. También han acudido los líderes Méndez y Ukrit.
Eran tres líderes de la Asamblea Nacional, nada menos. Lo normal era que enviaran a subordinados para los informes posteriores a las batallas, pero Judy ya llevaba un tiempo esperando una confrontación más virulenta. Necesitaría algo que ofrecerles. Un plan.
—¿Los técnicos de radio han confirmado la existencia de ese astillero que han visto los exploradores esta noche?
Rikolfr le entregó un papel.
—Está demasiado lejos para los escáneres habituales, pero hemos podido enviar una nave científica a investigarlo desde una distancia segura. El astillero está allí y los científicos se muestran optimistas. Si es como el otro, y si logramos protegerlo de los krells, podríamos recuperar centenares de anillos de pendiente.
Judy asintió, leyendo los datos.
—Su órbita decae a gran velocidad, señora —destacó Rikolfr—. Ese viejo astillero parece sufrir un grave fallo energético. Los científicos estiman que las baterías de proximidad dejarán de disparar dentro de un par de días, más o menos en el momento en que caerá a la atmósfera. Sin duda, los krells intentarán atacar y destruirlo.
—Pues tendremos que evitarlo —dijo Judy—. ¿Alguna otra cosa que deba saber?
—¿Con tantos líderes de la asamblea? Esto huele a emboscada, señora. Será mejor que se prepare.
Judy asintió, puso su cara de política y entró a zancadas en la pequeña sala, seguida de Rikolfr. Dentro la esperaba un grupo de las personas más poderosas que había en las cavernas inferiores, todos ellos vestidos con uniformes militares e insignias que señalaban sus méritos.
—Damas y caballeros —dijo Judy—, me alegra ver que se toman un interés directo en…
—Déjese de clichés, Férrea —la interrumpió Algernon Weight, el padre del joven Jorgen. El hombre, envarado y canoso, se sentó en la cabecera de la mesa de conferencias, enfrente de Judy—. Esta noche ha perdido más naves.
—Hemos espantado con éxito una aniquiladora y nos hemos apuntado una gran victoria sobre los…
—Está hundiendo usted la FDD —dijo Weight.
—Desde que está usted al mando —añadió Ukrit—, nuestra reserva de naves ha alcanzado mínimos históricos. He oído que hay cazas averiados esperando en los hangares, por falta de piezas para repararlos.
—Sus tasas de mortalidad en pilotos son espantosas —dijo Valda Méndez. Era una mujer menuda de piel morena. Férrea había volado junto a ella, en otros tiempos—. Queremos saber qué planea hacer para detener esta espiral de fracaso de la FDD.
«Me vendría muy bien —pensó Judy— que dejarais de llevaros a nuestros mejores pilotos». La propia Valda parecía no avergonzarse lo más mínimo de robar a su hijo a la FDD para impedir que entrara en combate.
Pero Judy no podía decirlo. No podía explicar lo desesperada que estaba la FDD desde que murieron sus mejores almirantes y comandantes. No podía revelar que había predicho todo aquello hacía años y que, por mucho que raspara y se revolviera, no había podido evitar la caída. No podía decirles que su gente tenía demasiado trabajo, y que su moral se estaba viniendo abajo con tantas bajas y fallecimientos de pilotos.
No podía decir nada de eso porque, aunque era cierto, no era excusa. Su trabajo consistía en ofrecer soluciones. Milagros.
Alzó uno de los folios que le había entregado Rikolfr.
—La Ley de Lanchester —dijo—. ¿La conocen?
—Dos ejércitos iguales de soldados con habilidad similar se causarán bajas equivalentes uno al otro —dijo Weight—. Pero cuanto más desequilibrio numérico haya, más desproporcionadas serán las bajas. En esencia, cuanta mayor ventaja numérica tengas sobre el enemigo, menos daño puedes esperar que te hagan sus soldados.
—A mayor superioridad numérica —añadió Valda—, menos gente se pierde.
Judy pasó el papel hacia el grupo.
—Esto es un informe de exploración —dijo—, acompañado de un análisis científico preliminar, sobre un gran cascote que debería empezar a caer pasado mañana. Los krells nunca despliegan más de cien naves a la vez, pero podemos superar esa cifra si queremos recuperar el material de ese astillero.
—Podría suponernos cientos de anillos de pendiente —dijo Valda, leyendo el informe—. ¿Cree que podrá hacerlo? ¿Recuperar el material de esto?
—Creo que no tenemos otra opción —respondió Judy—. Hasta que podamos desplegar más cazas que los krells, estaremos luchando una batalla perdida. Si conseguimos impedir que destruyan ese astillero mientras cae, podría ser justo lo que necesitamos.
—Según el informe, se estrellará el día de la graduación —masculló Ukrit—. Parece que será una ceremonia corta.
—Hablemos claro —dijo Weight—. Ivans, ¿qué propone?
—Debemos capturar ese cascote —dijo Judy—. Debemos estar preparados para comprometer todo lo que tenemos en su defensa. Tan pronto como su órbita empiece a degradarse y sus baterías de proximidad se queden sin energía, debemos destruir a toda nave krell que intente acercarse a él.
—Una jugada atrevida —comentó Ukrit.
—No renunciarán de buena gana a ese cascote —intervino Rikolfr, mirando a los otros—. Si no se retiran, nosotros tampoco podremos hacerlo. Podríamos terminar en una batalla para la que debemos arriesgar todas nuestras naves. Si perdemos, nos dejará destrozados.
—Será una segunda Batalla de Alta —dijo Weight en voz baja—. Todo o nada.
—Yo combatí en la Batalla de Alta —replicó Férrea—. Y sé los riesgos que implica un enfrentamiento como ese. Pero si les soy sincera, estamos sin opciones. O intentamos esto o seguimos degradándonos hasta desaparecer. ¿Puedo contar con su apoyo a esta propuesta?
Uno tras otro, los líderes de la asamblea asintieron con la cabeza. Lo sabían tan bien como ella: el momento de plantar cara era cuando todavía se contaban con fuerzas para poder salir victorioso. Y sin más, quedaron comprometidos. «Que las estrellas nos amparen a todos», pensó Judy.