55

Sabía que era una estupidez.

La almirante tenía razón. Debería haber vuelto a la base.

Pero no podía. No solo porque oía a las estrellas llamándome, atrayéndome. No solo por lo que había ocurrido en aquel lugar entre latidos del corazón.

No había nada que estuviera controlándome. O al menos, no creía que lo hubiera. Pero tenía que saberlo. Tenía que afrontarlo. Tenía que ver lo que mi padre había visto.

Ascendimos más y más, hasta donde la atmósfera se atenuaba y llegábamos a ver la curvatura del planeta. Seguimos hacia arriba, apuntando hacia aquel hueco en el campo de escombros.

Me acerqué más de lo que lo había hecho nunca, y en esa ocasión me impresionó lo deliberado que parecía todo. Lo llamábamos campo de escombros, pero en realidad no eran escombros. En todo aquello se intuía una forma. Una intención.

Plataformas gigantescas que enviaban luz hacia abajo. Otras parecidas a los astilleros. Entre todas, componían una sucesión de caparazones rotos en torno a nuestro planeta. Y se habían alineado de forma precisa para crear una abertura a través de ellas.

Entré en ese hueco inmenso. Si viraba demasiado hacia los lados, seguro que entraría en el alcance de las armas defensivas que había mencionado Cobb. Pero allí, desplazándome por aquel pasillo espontáneo, estaba a salvo.

Mientras superaba la primera capa de escombros, M-Bot me dijo que habíamos llegado al espacio en sí, aunque también dijo que la línea entre la atmósfera y su ausencia era una «distinción arbitraria, ya que la exosfera no termina, sino que va dispersándose».

El asombro casi me dejó sin respiración cuando dejamos atrás unas plataformas enormes, en las que podría haber cabido Alta mil veces o más. Estaban cubiertas de lo que parecían ser edificios, todos silenciosos, oscuros. Millones y millones de ellos.

«Aquí arriba vivía gente en otros tiempos», pensé. Ascendimos a través de varias capas. Para entonces, ya íbamos a una velocidad increíble, Mag 55, pero, sin la resistencia del viento, en realidad no importaba. La velocidad era relativa en el espacio.

Desvié la mirada de las plataformas hacia el final del pasillo. Ahí fuera había luces estáticas, apacibles.

—Spensa —dijo M-Bot—, detecto comunicación por radio delante de nosotros. Uno de esos puntos no es una estrella.

Me incliné hacia delante mientras pasábamos otra capa de escombros. Sí, por delante alcanzaba a ver un punto brillante que estaba mucho más cerca que las estrellas. ¿Sería una nave? No, una estación espacial. Tenía forma de trompo y luces en todas las caras.

A su alrededor se movían unas motas más pequeñas. Naves. Ajusté nuestro rumbo, dirigiéndonos hacia la estación. Por debajo de nosotros, una plataforma giró en su órbita y me ocultó de la vista la forma menguante de Detritus. ¿Podría regresar? ¿Me importaba, siquiera?

Las oía más altas. Las voces de las estrellas. Era como un parloteo que no llegaba por radio, y no estaba compuesto de palabras. La llamada de las estrellas… era… era comunicación krell. Utilizaban aquel lugar entre latidos del corazón para hablar entre ellos, para comunicarse al instante. Y… las mentes de las máquinas pensantes se basaban en la misma tecnología para procesar a gran velocidad.

Todo ello requería acceso a aquel no-lugar, a aquella ninguna-parte.

Nos fuimos acercando a la estación.

—¿No saben que es peligroso? —susurré—. ¿Que hay algo viviendo en la ninguna-parte? ¿No saben nada de los ojos?

«Quizá por eso usamos solo la radio —pensé—. Por eso nuestros antepasados abandonaron esta tecnología avanzada de comunicaciones. Nuestros antepasados tenían miedo de lo que vive en la ninguna-parte».

—No entiendo a qué te refieres —dijo M-Bot—, pero los krells utilizan comunicaciones normales sublumínicas además de las superlumínicas. En las ordinarias puedo infiltrarme para escuchar. Procesando para traducir.

Ralenticé a M-Bot y pasé entre naves que se volvieron hacia la mía. No parecían ser cazas. Tenían un aspecto más rectangular, con grandes ventanales en la parte delantera.

En ese instante, me golpeó algo, como una fuerza física. Reptó al interior de mi cerebro e hizo que me vibrara la visión. Chillé y me derrumbé contra las correas de la cabina.

—¡Spensa! —exclamó M-Bot—. ¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre?

Solo pude gimotear. Sentí dolor. Y también… impresiones. Me estaban enviando imágenes. Estaban… estaban intentando sobreecribir… lo que estaba viendo…

—¡Activando sigilo e interferencia! —dijo M-Bot—. Spensa, capto señales inusuales. ¿Spensa?

Las voces desaparecieron. El dolor se evaporó. Dejé escapar un largo y aliviado suspiro.

—No te mueras, ¿vale? —dijo M-Bot—. Si lo haces, probablemente tendré que hacer a Rodge mi piloto. Sería la respuesta más lógica, y los dos lo pasaríamos fatal.

—No voy a morirme —repuse, apoyando la espalda y dando con el casco contra el reposacabezas del asiento—. Pero sí que tengo un defecto. Un agujero en mi interior.

—Los humanos tenéis muchos agujeros. ¿Te gustaría que te proporcionara una lista?

—No, por favor.

—Ja ja. Eso era humor.

—Tengo un agujero en el cerebro —dije—. Puedo ver la ninguna-parte, pero ellos pueden utilizar eso en mi contra. Creo… creo que a mi padre le mostraron una especie de holograma mental. Cuando voló de vuelta a Detritus, vio lo que el enemigo quería que viese.

Recordé lo que había dicho. «Os mataré. Os mataré a todos». Qué apenado sonó, qué suave. Creía que los humanos habían perdido, que sus amigos ya estaban muertos. Lo que estaba viendo no era la realidad.

—Cuando derribó a sus amigos —susurré—, creía estar disparando a los krells.

Varias naves de las rectangulares se acercaron a M-Bot en la negrura. Me dieron la impresión de ser naves de transporte, o quizá remolcadoras. A través de los amplios frontales de cristal, vi a criaturas que se parecían un poco a las ilustraciones que teníamos de los krells. Formas oscuras con armadura y ojos rojos.

Solo que, allí, eran de colores brillantes, de alegres rojos y azules, no oscuros en absoluto. Me recordaban un poco a las fotografías que había visto de los cangrejos de la vieja Tierra, en clase de biología antigua. Y la «armadura» que llevaban se parecía más a una especie de aparato vivo, con placas abiertas en la parte de la «cabeza» para que las criaturas pudieran ver.

Los lados de las pequeñas naves tenían letras pintadas con plantilla que parecían componer palabras en un idioma extraño.

—«Ketos redgor terren listro listrins» —leyó M-Bot—. Una traducción aproximada sería: «Mantenimiento y reclusión penitenciaria de terrícolas».

Tirda. Sonaba… ominoso.

—¿Puedes traducirme lo que dicen?

—Hay conversaciones por radio más cerca de la estación —respondió M-Bot—, pero sospecho que estas naves se comunican por medio de dispositivos citónicos superlumínicos.

—Relaja lo que sea que estás haciendo para escudarnos —dije—, pero no lo desactives del todo. Si chillo otra vez o me vuelvo loca, reactívalo.

—De acuerdo —dijo M-Bot—. A mí ya me parece que estás loca, pero supongo que eso no es nada nuevo.

Regresó a mí la conciencia, las voces en la oscuridad del espacio. Alcanzaba a oír sus palabras, las que estaban enviando a través de la ninguna-parte. Las conocía, sin necesidad de traducción, porque en aquel lugar todos los idiomas eran uno solo.

—¡Me está mirando! —decía una de las criaturas—. Creo que quiere comerme. ¡Esto no me gusta nada!

—Esa cosa ya debería estar incapacitada —respondió una comunicación desde la estación espacial—. Y si te está mirando, no te ve. Estamos sobrescribiendo su visión. Remolcad la nave hasta aquí para estudiarla. No es un modelo estándar de la FDD. Tenemos curiosidad por saber cómo la han construido.

—No quiero ni acercarme a esa cosa —dijo otra criatura—. ¿No sabéis lo peligrosas que son?

Presa de la curiosidad, miré por la cubierta hacia una nave que se acercaba, y entonces puse cara de estar rugiendo, enseñando los dientes. La criatura chilló y, al instante, dio media vuelta a su nave y huyó. Las otras dos naves que recordaban a remolcadoras se apartaron.

—Esto es trabajo para cazas dron —dijo alguien—, no para naves tripuladas.

Sonaban muy asustados. No eran como los terribles monstruos que siempre había imaginado.

Me relajé en el asiento.

—¿Quieres que intente infiltrarme en sus sistemas? —preguntó M-Bot.

—¿Puedes hacerlo?

—No es tan fácil como pueda sonar —respondió—. Tengo que agregarme a una señal entrante y entonces descifrar sus contraseñas y hacer un ingreso falso para transferir archivos mientras les cuelo una solicitud autorizada a través de las líneas defensivas locales de datos, y todo eso sin disparar ninguna de sus alarmas.

—Pero ¿puedes hacerlo?

—Está hecho —dijo él—. La explicación ha sido muy larga. Iniciando transferencia de datos… Y me han pillado. Me han expulsado del sistema y el protocolo de seguridad me impide acceder otra vez.

Se encendieron luces en la estación y, al momento, un escuadrón de naves pequeñas emergió de uno de sus muelles laterales. Conocía aquellas pautas de vuelo. Eran interceptores krells.

—Es hora de irnos —dije, cogiendo los controles y dando media vuelta—. ¿Crees que puedes dirigirnos entre las capas de escombros sin activar ninguna plataforma defensiva?

—Se supone que los krells lo hacen cada vez que atacan el planeta —afirmó él—, así que debería ser posible.

Sobrecargué el propulsor y nos envié en dirección a la capa exterior de escombros. M-Bot proyectó sus indicaciones en la cubierta y yo las seguí, tensa al principio. Pasamos cerca de las plataformas mientras descendíamos en zigzag hacia el planeta, pero ninguna nos disparó.

Me sentí… extrañamente alerta. La fascinación que había experimentado antes, la atracción por descubrir qué provocaba el canto de las estrellas, se había evaporado. La reemplazó un realismo crudo.

Salir allí fuera de verdad había sido una locura. Incluso para mí. Pero mientras nos internábamos en otra capa de escombros, los interceptores krells se retiraron. Cada vez daba más la sensación de que podría regresar al planeta sin impedimentos.

—¿Has obtenido algo? —pregunté—. De sus ordenadores, me refiero.

—He empezado por las órdenes básicas de la estación y he seguido hacia fuera —dijo él—. No he sacado mucho, pero… ¡Uuuh! Esto va a gustarte.

—¿Qué es? —pregunté mientras sobrecargaba de nuevo, descendiendo de vuelta hacia Detritus—. ¿Qué has encontrado?

—Respuestas.