Interludio
La almirante Judy Ivans, Férrea, siempre veía las grabaciones de las batallas. Utilizaba para ello la sala de control principal, que tenía un gran proyector holográfico en el centro de su suelo circular. Judy prefería estar en el centro, con las luces brillando sobre ella y el resto de la sala a oscuras.
Los vio combatir. Los vio morir. Se obligó a escuchar el audio, si lo había, de las últimas palabras de cada piloto.
Trató de descifrar los objetivos del enemigo en el patrón de naves rojas y azules, rojas para la FDD y azules para los krells. Habían transcurrido años desde la última vez que pilotó una nave, pero, allí de pie, con los auriculares puestos y las naves revoloteando a su alrededor, la sensación volvió a ella. El zumbido del propulsor, el hormigueo en el estómago de un caza en plena escora, el traqueteo de los disparos de destructor. El latido del campo de batalla.
Algunos días, albergaba fantasías de subir a una nave y unirse de nuevo a la refriega. Pero al momento apartaba aquellos sueños absurdos. La FDD andaba demasiado escasa de naves como para desperdiciar una en una vieja con los tiempos de reacción marchitos. Los relatos fragmentados y algunos libros de historia impresos hablaban de grandes generales que desenfundaban un arma y se unían a sus soldados en el frente. Pero Judy sabía que no era ninguna Julio César. Apenas era una Nerón. Sin embargo, Judy Ivans era peligrosa de otras formas. Contempló la batalla, fragorosa y dinámica bajo la sombra del astillero que caía despacio. Los krells habían desplegado casi sesenta naves para aquel combate, alrededor de dos terceras partes de su capacidad máxima, lo que suponía una inversión importante. Sin duda sabían que, si aquellos restos hubieran acabado intactos en manos de la FDD, habrían supuesto una ayuda enorme para los humanos. Había centenares de anillos de pendiente en la gigantesca nave/estación.
Los equipos de rescate habían informado de que podían recuperar una docena, hasta el momento… y Judy había perdido catorce naves en el enfrentamiento. En las muertes de sus pilotos, la almirante vio sus propios defectos. No había estado dispuesta a comprometerse de verdad. Si hubiera desplegado todas sus naves y pilotos de reserva y los hubiera arrojado a la batalla, quizá habría ganado cientos de anillos de pendiente. Pero en vez de eso, había flaqueado, preocupada por si se trataba de una trampa, hasta que fue demasiado tarde.
Eso era de lo que carecía, en comparación con personas como el César de la antigüedad. Tenía que estar dispuesta a arriesgarlo todo.
Rikolfr, su ayudante de campo, llegó junto a ella con una tablilla llena de notas. Judy rebobinó la batalla y resaltó una piloto específica. La cadete que tantos problemas le había dado.
Explotaron naves, murieron pilotos. Judy se resistió a sentir compasión por sus muertes. No podía permitírsela. Mientras tuvieran más pilotos que anillos de pendiente —y así era, aunque por poco—, el personal era el más prescindible de los dos recursos.
Se quitó los auriculares.
—Vuela bien —comentó Rikolfr.
—¿Demasiado bien? —preguntó Judy.
Rikolfr buscó en los papeles de su tablilla.
—Han llegado los datos más recientes de los sensores de su casco. No habían arrojado resultados muy esperanzadores durante el entrenamiento: apenas se registraron anomalías. Pero en ese combate que está mirando, la batalla en el astillero que caía, bueno…
Tendió la tablilla a Judy y le señaló una serie de lecturas que, literalmente, se salían de los ejes.
—El sector Writellum de su cerebro —dijo Rikolfr— enloqueció de actividad cuando estaba cerca de los krells. El doctor Halbeth está seguro de que eso demuestra la existencia del defecto, pero Iglom está menos convencida. Se apoya en la ausencia general de pruebas, salvo en este enfrentamiento concreto.
Judy gruñó, mirando cómo la nave de la cobarde trazaba un bucle y se metía volando en las mismas entrañas del astillero que caía.
—Halbeth recomienda retirar a la chica del servicio activo de inmediato —continuó Rikolfr—, pero la doctora Thior… en fin, nos dará problemas, como puede suponer.
Thior, que por desgracia dirigía los servicios médicos de la base Alta, no creía que el defecto fuese real. Incluso la historia de esa dolencia estaba plagada de controversias. Los informes sobre ella se remontaban a la misma Desafiante, y al amotinamiento a bordo de la nave insignia que había acabado provocando que la flota se estrellara en Detritus.
Muy pocas personas sabían que se había producido un motín, y menos aún que la causa había sido un defecto presente en parte de la tripulación. Ni la propia Judy veía claro del todo que hubiera ocurrido así. Pero algunas de las familias más importantes y con más méritos de las cavernas inferiores eran descendientes de los amotinados. Esas familias se oponían a admitir la existencia del defecto y se esforzaban por acallar los rumores sobre él. Pero ellos no habían visto lo que el defecto podía hacer a una persona.
Judy sí. Con sus propios ojos.
—¿Quiénes apoyan a Thior en estos momentos? —preguntó.
Rikolfr pasó unas páginas y dejó a la vista la última ronda de cartas de miembros importantes del partido. La primera era una firmada por un líder de la Asamblea Nacional, Algernon Weight, cuyo hijo, Jorgen, estaba en el escuadrón de la cobarde. Jorgen había alabado a la chica en diversas ocasiones, de modo que ahí llegaban las preguntas. ¿No sería mejor enaltecer a esa chica como símbolo de la auténtica redención Desafiante? ¿No podía ser ejemplo de que cualquier persona, sin importar su ascendencia, podía volver al redil y prestar un servicio al estado?
«Maldición —pensó Judy, deteniendo el holograma en el punto en que la cobarde sobrecargaba su propulsor en un intento casi desastroso de escapar—. ¿Cuántas pruebas harán falta para convencer a Algernon?».
—¿Órdenes, señora? —preguntó Rikolfr.
—Dile al doctor Halbeth que redacte una refutación de los argumentos de Thior, y luego mira a ver si se puede convencer a Iglom para que ofrezca un respaldo firme de la existencia del defecto, sobre todo en esa chica. Dile que lo consideraría un favor personal si pudiera reforzar su posición.
—Como desee, señora.
Rikolfr se retiró y Judy terminó de ver la batalla, recordando un combate parecido ocurrido hacía mucho tiempo.
Thior y los demás podían afirmar que el defecto era una superstición. Podían decir que lo que había pasado con Perseguidor era casualidad. Pero ellos no habían estado allí.
Y Judy pensaba asegurarse de que nunca, jamás, volviera a suceder nada parecido. Costara lo que costase.