33

Desperté en una habitación.

¿En una habitación? ¿No en la cabina de M-Bot?

Me incorporé con los músculos doloridos y la cabeza palpitando. Estaba entre cuatro paredes. En una cama. ¿Qué había pasado? ¿Me había quedado dormida en algún lugar de las instalaciones de la FDD? La almirante iba a…

«Estás en la enfermería —recordé—. Después de la batalla, Cobb te envió aquí a que te echaran un vistazo. Te ordenaron dormir y someterte a observación».

Tenía un vago recuerdo de oponerme, pero el enfermero me había obligado a ponerme una bata de hospital y a meterme en la cama de una habitación pequeña y vacía. Había estado demasiado embotada para protestar. Ni siquiera recordaba haberme tumbado. Lo tenía todo borroso.

Lo que sí recordaba con claridad era el estallido cuando la nave de Arcada impactó contra el suelo. Me tumbé de nuevo sobre una almohada demasiado blanda y apreté los párpados. Arcada había muerto.

En algún momento, me obligué a salir de la cama. Encontré mis cosas en un banco: mi traje de vuelo, lavado, con mi brazalete de línea de luz encima. Mi mochila estaba en el suelo al lado del banco, y la radio enganchada a un lado emitía una luz intermitente. Tirda, ¿y si alguien hubiera respondido a la llamada? ¿M-Bot habría sido capaz de quedarse callado?

De repente, mis secretos parecieron insignificantes. Comparados con lo que estaba ocurriendo, con el horror de nuestro escuadrón consumido lentamente, miembro a miembro… ¿qué más daba? ¿Qué importaba si descubrían mis secretos?

Arcada estaba muerta.

Miré el reloj. 05.45. Encontré el lavabo, donde me limpié. Volví a mi reducida habitación, me vestí y salí al mostrador de recepción del hospital. Una enfermera me inspeccionó y me entregó una tarjeta roja.

«Baja médica para recuperación por pérdida. Órdenes: una semana». La tarjeta llevaba impreso mi nombre y estaba sellada y firmada.

—No puedo —dije—. La almirante me expulsará de…

—Todo tu escuadrón está de baja médica obligatoria —dijo la mujer—. Por órdenes de la doctora Thior, directora del departamento médico. No te van a expulsar de ninguna parte, cadete. Necesitas descansar.

Me quedé mirando la tarjeta.

—Vete a casa —dijo la mujer—. Pasa una semana con tu familia y recupérate. Por las estrellas del cielo, a los cadetes os aprietan demasiado.

Me quedé allí un momento antes de dar media vuelta, marcharme y vagar como alma en pena hacia el edificio de entrenamiento. Cogí el camino largo, el que pasaba por delante de nuestros cazas. Había cuatro alineados. La nave de Arturo estaba a un lado, en un pequeño hangar de mantenimiento, con piezas esparcidas por el suelo.

¿Que me fuera a casa? ¿Dónde? ¿A vivir en mi cueva? ¿O de vuelta abajo con mi madre, cuyo descontento con la FDD quizá por fin me hiciera perder lo que me quedaba de arrojo?

Arrugué la tarjeta de baja, me la metí en el bolsillo y fui a nuestra aula, donde me senté sola en mi asiento. En realidad solo quería pensar, hablar con Cobb, procesar todo aquello. Arcada había dicho: «Valiente hasta el final». Y lo había sido.

Tirda. Arcada estaba muerta. En las historias de la yaya, se celebraban festines en honor de los caídos. Pero yo no quería ningún festín. Quería arrastrarme a algún lugar oscuro y hacerme un ovillo.

Cuando se acercó la hora de la clase, me sorprendió que la puerta se abriera con un chirrido y todos los demás, salvo Jorgen, llegaran en un grupo solemne y silencioso. ¿La enfermera no había dicho que estábamos todos de baja? Quizá, al igual que yo, ninguno de ellos quería aceptarlo.

Kimmalyn vino a mi cabina y me dio un abrazo. Yo no quería abrazos, pero lo acepté. Lo necesitaba.

Llegó incluso Jorgen, aunque unos diez minutos después de la hora de inicio de la clase.

—Ya pensaba que os encontraría aquí a todos —dijo.

Me preparé para que nos ordenara marcharnos. Para que obedeciera las directrices oficiales y nos dijera que la clase estaba cancelada porque estábamos de baja forzosa.

Pero en vez de eso, nos inspeccionó y asintió con aprobación.

—Escuadrón Cielo, alineaos —dijo con voz suave. No había vuelto a intentar nada así desde el primer día, cuando no le habíamos hecho ni caso. Pero ese día, me pareció lo adecuado. Los cuatro nos levantamos y nos colocamos en hilera.

Jorgen fue junto al intercomunicador del aula y pulsó un botón.

—Jax, ¿puede avisar al capitán Cobb de que su escuadrón lo espera en el aula de siempre? Gracias.

Entonces, Jorgen vino hacia nosotros y se puso en línea. Esperamos todos juntos. Quince minutos. Veinte. Eran las 07.29 cuando Cobb abrió la puerta de golpe y entró cojeando.

Nos cuadramos al instante y saludamos.

Él nos miró y rugió:

—¡SENTAOS!

Me sobresalté. No era lo que había esperado. Pero aun así, imité a los demás y me apresuré a obedecer.

—Si estáis en un descenso descontrolado —nos gritó, con la cara tiñéndose de rojo—, ¡os eyectáis! ¿Me habéis oído? ¡Tirda, os EYECTÁIS!

Estaba furioso. Pero furioso de verdad. A veces fingía enfadarse, pero no se parecía en nada al hombre que teníamos delante, con la cara roja y escupiendo al gritar.

—¿Cuántas veces os lo he dicho? —preguntó—. ¿Cuántas veces os he dado órdenes? ¿Y aun así, os tragáis esas idioteces? —Señaló fuera de la ventana, hacia el enorme edificio del Alto Mando de la FDD—. El único motivo de que tengamos esta absurda cultura del automartirio es que alguien cree que tiene que justificar nuestras bajas. Hacer que parezcan honorables, virtuosas.

»No son ni una cosa ni la otra. Y vosotros sois unos necios por hacer caso a esa gente. No desperdiciéis vuestras vidas. No os atreváis a ser como esa imbécil ayer. No…

—No la llame imbécil —restallé—. Estaba intentando hacer un aterrizaje de emergencia. Quería salvar su nave.

—¡Tenía miedo de que la llamaran cobarde! —bramó Cobb—. ¡No tenía nada que ver con la nave!

—Arcada, Hudiya, era una heroína. —Lo miré con rabia.

—Era una…

Me levanté.

—¡Que usted quiera justificar su cobardía al eyectarse no significa que nosotros tengamos que hacer lo mismo!

Cobb se quedó petrificado. Y entonces, pareció… desinflarse. Se hundió en la silla de su escritorio. No parecía sabio, o ni siquiera huraño. Solo viejo, cansado y triste.

Me avergoncé al momento. Cobb no se merecía lo que le había dicho: no había hecho nada malo al eyectarse, y ni siquiera la FDD se lo reprochaba. Y Arcada, en fin, yo misma le había dicho que abandonara la nave. Casi se lo había suplicado.

Pero no lo había hecho. Y los demás teníamos que respetar su decisión, ¿verdad?

—Estáis todos de baja médica una semana —dijo Cobb—. La doctora Thior lleva un tiempo presionando para dar más permisos a los escuadrones cuando pierden a miembros, y parece que empieza a salirse con la suya. —Se levantó y me miró directo a los ojos—. Espero que disfrutes siendo una heroína cuando tu cadáver se pudra como el de tu amiga, sola en un erial, olvidada e ignorada.

—Se le hará un funeral de piloto —dije yo—. Cantarán su nombre durante generaciones.

Cobb dio un bufido.

—Si hubiera que cantar el nombre de todos los cadetes necios que mueren antes de llegar a pilotos, no tendríamos tiempo para nada más. Y el cadáver de Arcada tardarán al menos varias semanas en recuperarlo. Los exploradores han confirmado que el impacto dañó demasiado el anillo de pendiente de su nave para poder repararlo. En ese Poco no hay nada que merezca asignarle prioridad de rescate, al menos mientras aún estemos trabajando en aquel cascote grande que cayó.

»Así que a vuestra heroica amiga van a dejarla ahí fuera. Otra piloto muerta, enterrada por la escoria de su propia explosión. Tirda. Ahora tengo que escribir una carta a sus padres y explicarles la razón. No me fío de lo que les dirá Ivans.

Cojeó hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió hacia Kimmalyn. No me había dado cuenta de que la chica se había levantado. Hizo el saludo militar a Cobb con ojos lacrimosos. Luego dejó caer algo en su asiento.

Su insignia de cadete.

Cobb asintió.

—Quédate la insignia, Rara —le dijo—. Estás licenciada con todos los honores que te importen.

Dio media vuelta y se marchó.

¿Licenciada? ¿Licenciada?

—¡No puede hacerte eso! —grité imperiosa, volviéndome hacia Kimmalyn.

Pareció marchitarse.

—Se lo pedí yo después de la batalla. Me dijo que lo consultara con la almohada. Y eso he hecho.

—Pero… no puedes…

Jorgen se puso a mi lado y se encaró con Kimmalyn.

—Peonza tiene razón, Rara. Eres una miembro importante de este escuadrón.

—La miembro más débil —replicó Kimmalyn—. ¿Cuántas veces le ha tocado a uno de vosotros abandonar un combate para venir a salvarme? Os estoy poniendo a todos en peligro.

Desobedeciendo a Cobb, Kimmalyn se dejó la insignia en el asiento cuando echó a andar hacia la puerta.

—Kimmalyn —dije, sintiéndome impotente. Corrí tras ella y le cogí la mano—. Por favor.

—Hice que la mataran, Peonza —susurró ella—. Lo sabes igual de bien que yo.

—Se mató ella sola.

—El único disparo que importaba… fue justo el que fallé.

—Había dos naves tras ella. Quizá un disparo, aunque hubieras acertado, no habría sido suficiente.

Kimmalyn sonrió, me apretó la mano y se fue.

Sentí que mi mundo se derrumbaba. Primero Arcada y después Kimmalyn. Miré a Jorgen. Seguro que podría impedirlo. ¿Verdad?

Estaba de pie envarado, alto, con aquel rostro demasiado guapo. Tenía la mirada fija al frente y me pareció verle algo en los ojos. ¿Remordimiento? ¿Dolor?

«Él también ve cómo su escuadrón se descompone a su alrededor».

Tenía que hacer algo. Necesitaba extraer algún tipo de sentido de aquel desastre, y de mi dolor. Pero no, no podía, no quería, detener a Kimmalyn. Al menos… al menos, así estaría a salvo.

En cambio, Arcada…

—Arturo —dije, recogiendo mi mochila—, ¿más o menos a qué distancia crees que fue la batalla?

—Bastante cerca de nuestra posición inicial, más allá de las baterías antiaéreas. Pongamos unos ochenta kilómetros.

Me puse la mochila al hombro.

—Estupendo. Nos vemos todos dentro de una semana.

—¿Dónde vas? —preguntó FM.

—Voy a buscar a Arcada —respondí—, y a darle un funeral de piloto.