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Se abrieron las puertas del ascensor y contemplé una ciudad que no debería existir.

Alta era, sobre todo, una base militar, por lo que tal vez «ciudad» fuese una palabra demasiado ambiciosa. Pero aun así, el ascensor se abrió a más de doscientos metros de distancia de la base propiamente dicha. A ambos lados del camino que los unía había tiendas y casas. Era un pueblo de verdad, habitado por los tozudos granjeros que cultivaban las franjas de verdor que había tras las casas.

Me quedé en el enorme ascensor mientras se vaciaba de gente. Con mis siguientes pasos cruzaría el umbral hacia una nueva vida, la vida con la que siempre había soñado. Me descubrí presa de una extraña vacilación, allí de pie, con una mochila llena de ropa al hombro y la sensación persistente del beso de despedida que me había dado mi madre en la frente.

—¿No es lo más hermoso que has visto en toda la vida? —preguntó una voz a mi espalda.

Giré la cabeza para mirar. La que había hablado era una chica que tendría más o menos la misma edad que yo. Era más alta, de piel bronceada y pelo largo, negro y rizado. Me había fijado en ella al subir al ascensor y había reparado en su insignia de cadete. Hablaba con un leve acento que no identifiqué.

—No paro de pensar que no puede ser real —dijo—. ¿Crees que podría ser alguna broma cruel que nos están gastando?

—¿Qué ventaja táctica obtendrían con ello? —pregunté yo.

La chica me cogió del brazo con demasiada confianza.

—Podemos conseguirlo. Tú respira hondo. Alcanza las alturas. Aferra una estrella. Es lo que nos dice la Santa.

No sabía cómo reaccionar a aquel comportamiento. La gente solía tratarme como a una apestada, no cogerme del brazo. Me quedé tan patidifusa que ni me resistí cuando tiró de mí hacia fuera del ascensor. Empezamos a recorrer el amplio camino que cruzaba el pueblo en dirección a la base.

Habría preferido estar caminando con Rodge, pero lo habían llamado a última hora de la noche anterior para preguntarle algo sobre su examen, y hasta el momento no me había dicho nada sobre lo que significaba aquello. Confié en que no estuviera en apuros.

Al poco tiempo, la chica y yo pasamos junto a una fuente. Una fuente de verdad, como las de los cuentos. Las dos paramos para mirarla boquiabiertas, y yo liberé el brazo de la mano de la chica. Una parte de mí quería ofenderse… pero el caso era que la chica parecía auténtica, genuina.

—Esa música que hace el agua… —dijo—. ¿No es el sonido más maravilloso que existe?

—El sonido más maravilloso que existe son los lamentos de mis enemigos, chillando mi nombre a los cielos con sus voces quebradas y moribundas.

La chica me miró y ladeó la cabeza.

—Vaya, benditas sean tus estrellas.

—Perdona —dije—. Es una cita de una historia. —Le tendí la mano, pensando que era mejor llevarme bien con los demás cadetes—. Mi identificador de vuelo es Peonza.

—Kimmalyn —respondió ella, estrechándome la mano—. Esto… ¿se supone que debemos tener identificaciones ya?

—Me gusta destacar. ¿En qué sala tienes que presentarte?

—Hum… —Buscó en su bolsillo y sacó un papel—. C-14. Escuadrón de Cadetes B.

—Igual que yo.

—Identificador… Identificador… —murmuró Kimmalyn—. ¿Cuál escojo?

—¿Asesina? —le propuse—. ¿Quemadora? No, sería demasiado confuso. ¿Desgarracarnes?

—¿No puede ser algo un poco menos horripilante?

—Vas a ser una guerrera. Necesitas un nombre de guerrera.

—¡No todo tiene que ver con la guerra!

—Hum, la verdad es que un poco sí. Y en la escuela de vuelo, sobre todo. —Fruncí el ceño, reparando de nuevo en su acento—. ¿De dónde eres? De Ígnea, no, supongo.

—¡Nací y me crie en la Caverna Pródiga! —Se inclinó hacia mí—. Es como la llamamos, pero en realidad allí no crece nada.

—Pródiga —repetí. Era una caverna relativamente cercana a Ígnea, que también formaba parte de la Liga Desafiante—. Es donde se asentaron los clanes de la Antioquía, ¿verdad?

La Antioquía había sido una nave de combate de la antigua flota, antes de que nos viéramos obligados a ocultarnos en Detritus.

—Sí. Mi bisabuela era ayudante de la contramaestre. —Me miró—. ¿Dices que tu identificador es Peonza? ¿No tendría que ser algo como Lamentos o Come-Ojos-Del-Enemigo?

Me encogí de hombros.

—Mi padre me llamaba Peonza.

Puso una sonrisa radiante al oírlo. Tirda, ¿habían dejado entrar a aquella chica y me ponían pegas a mí? ¿Qué pretendía la FDD, organizar un club de costura?

Nos fuimos acercando a la base, un grupo de edificios altos y austeros rodeado por una muralla. Justo antes de llegar a ella, las granjas daban paso a un huerto de árboles frutales. Me quedé quieta en el camino y me descubrí boquiabierta de nuevo. Había visto aquellos árboles desde lejos, pero a tan poca distancia parecían enormes. ¡Tendrían al menos tres metros de altura! Antes de aquello, la planta más alta que había visto era una seta que me llegaba a la cintura.

—Los plantaron poco después de la Batalla de Alta —dijo Kimmalyn—. Tiene que ser gente valiente la que se presenta voluntaria para servir aquí arriba, tan expuestos al aire y a los ataques de los krells.

Miró al cielo asombrada, y yo me pregunté si sería la primera vez que lo veía.

Llegamos a un puesto de control en el muro y acerqué mi insignia al guardia que había dentro, casi esperando un trato duro como el que siempre recibía de Aluko al entrar en Ígnea. Pero aquel guardia aburrido se limitó a marcar nuestros nombres en una lista y hacernos un gesto para que pasáramos. No hubo mucha ceremonia para mi primera entrada oficial en Alta. Pero en fin, tardaría poco en ser tan famosa que el guardia de la entrada me haría el saludo militar al verme.

Ya dentro, hicimos recuento de los edificios mientras nos incorporábamos a unos cuantos cadetes más. Por lo que tenía entendido, habíamos aprobado el examen unos veinticinco, a los que se había distribuido en tres escuadrillas de entrenamiento. Solo los mejores de entre los mejores superarían la escuela de vuelo y serían asignados a pilotar a tiempo completo.

Kimmalyn y yo llegamos a una estructura amplia y de una sola planta que había cerca de las plataformas de lanzamiento. La escuela de vuelo. A duras penas pude contenerme para no correr hacia los relucientes cazas estelares que estaban alineados y listos para despegar, pero ya me había quedado embobada bastantes veces para un solo día.

Dentro del edificio encontramos pasillos anchos, la mayoría de los cuales parecían tener aulas a ambos lados. Kimmalyn dio un chillidito y salió corriendo para hablar con otro cadete, algún conocido suyo, al parecer. De modo que yo fui hacia una ventana de la pared exterior y miré el cielo, esperándola.

Me encontré… ansiosa. No por el entrenamiento, sino por aquel lugar. «Es demasiado grande, demasiado abierto». Los pasillos sobrepasaban en más de un metro la anchura de los de la mayoría de las construcciones en Ígnea, y los edificios de la base se extendían hacia fuera en vez de estar levantados unos sobre otros. El cielo se limitaba a estar allí arriba, siempre presente, amenazador. Incluso separada de él por un campo de fuerza, del mismo tipo invisible que el que empleaban los cazas estelares, me sentía expuesta.

Iba a tener que dormir allí arriba. Vivir, comer, existir. Allí fuera, en terreno abierto. Aunque me gustaba el cielo, no por ello quería que me estuviera observando en todos mis momentos íntimos.

«Voy a tener que lidiar con ello —me dije—. Una guerrera no puede escoger su lecho; tiene que bendecir las estrellas si se le permite escoger su campo de batalla». Era una cita de La conquista del espacio de Junmi. Las historias que me contaba mi abuela sobre Junmi me gustaban casi tanto como los antiguos relatos de vikingos, aunque en ellos no hubiera ni por asomo tantas decapitaciones.

Kimmalyn volvió y encontramos nuestra aula. Respiré hondo. Había llegado el momento de convertirme en piloto. Abrimos la puerta.