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Irrumpí en la sala de exámenes como un caza con el propulsor sobrecargado.

Interrumpí a una mujer alta y mayor con uniforme blanco de almirante. Tenía el pelo canoso largo hasta la barbilla y me frunció el ceño cuando me detuve en el umbral. Al instante, sus ojos se desviaron hacia el reloj que había en la pared.

El segundero avanzó un último tramo. Las 18.00 en punto. Había llegado. Estaba sucia y sudada, con el mono rasgado y manchado de polvo por mi encontronazo con un cascote espacial. Pero había llegado.

Nadie dijo ni una palabra en la sala, que estaba situada en los edificios gubernamentales del centro de Ígnea, cerca de los ascensores que subían a la superficie. La sala estaba atestada de pupitres; allí debía de haber casi cien chicos. No sabía ni que hubiera tantas personas de diecisiete años en las cavernas de los Desafiantes, y eso que aquellos eran solo los que querían hacer el examen de piloto. En ese momento, hasta el último de ellos estaba mirándome. Mantuve alto el mentón y traté de fingir que no estaba sucediendo nada fuera de lo común. Por desgracia, el único pupitre libre que vi estaba justo delante de la mujer del pelo canoso.

¿Me sonaba de algo? Aquella cara…

Tirda.

No estaba ante una almirante recién nombrada cualquiera, sino ante Judy Ivans, la propia Férrea. Era Primera Ciudadana y la líder de la FDD, por lo que había visto su rostro en centenares de cuadros y estatuas. Venía a ser la persona más importante del mundo.

Cojeé un poco al acercarme y sentarme delante de ella, intentando que no se me notara la vergüenza… ni el dolor. Llegar allí a la carrera había supuesto muchos descensos enloquecidos con la línea de luz a través de cavernas y túneles. Mis músculos protestaban por el esfuerzo, y me dio un calambre en la pierna derecha nada más me senté.

Con una mueca de dolor, solté la mochila en el suelo, junto a mi asiento. Un ayudante la recogió y se la llevó a un lado de la sala, ya que en el pupitre no se podía tener nada aparte de un lápiz.

Cerré los ojos, pero entonces los abrí un ápice al oír que una voz conocida y cercana susurraba: «Gracias al mundo natal». ¿Sería Gali? Miré y lo encontré a unas pocas filas de distancia. Seguro que se había presentado con tres horas de margen y se había pasado todo ese tiempo preocupándose por si yo llegaba tarde. Sin ningún motivo en absoluto. Había llegado con medio segundo de sobra, como mínimo. Le guiñé el ojo y volví a intentar no chillar de dolor.

—Como iba diciendo —prosiguió la almirante—, estamos orgullosos de vosotros. Vuestro esfuerzo y vuestra preparación os confirman como la mejor y más prometedora generación que la FDD ha visto jamás. Sois la generación que heredará la superficie. Nos guiaréis a una nueva y audaz era en nuestra lucha contra los krells.

»Recordad que este examen no sirve para comprobar vuestra valía. Todos la tenéis. Para enviar al cielo un solo escuadrón de pilotos, necesitamos a centenares de técnicos, mecánicos y otro personal de apoyo. Incluso el más humilde trabajador de las cubas participa en nuestra grandiosa misión por la supervivencia. El propulsor o el ala de un caza no deben menospreciar al tornillo que los mantiene en su sitio.

»No todos vosotros aprobaréis este examen, pero, solo por haber elegido presentaros, ya cumplís las altas expectativas que tengo puestas en vosotros. Y para quienes aprobéis, ardo en deseos de supervisar vuestro entrenamiento. Me tomo un interés personal en los cadetes.

Fruncí el ceño. Qué fría parecía, qué indiferente. Seguro que le traía sin cuidado mi presencia, por muy infame que fuese mi padre.

Mientras los asistentes se afanaban en repartir los exámenes, Férrea se apartó a un lado de la sala, con unos capitanes de relucientes uniformes. Un hombre bajito y con gafas le susurró algo al oído y luego me señaló con el dedo. Férrea se volvió para mirarme de nuevo y las comisuras de sus labios descendieron en picado. «Oh, no».

Miré hacia la pared opuesta de la sala, desde donde observaban algunos profesores, entre ellos la señora Vmeer. La instructora me vio y meneó la cabeza a los lados, como decepcionada. Pero… pero yo… creía que había descubierto la solución. Solo querían ver si realmente era una chica Desafiante.

¿Verdad?

Un ayudante sacó a propósito un examen del fondo del montón y lo dejó en mi pupitre. Vacilante, busqué un lápiz en los bolsillos, pero encontré solo la insignia de mi padre. Oí que alguien chistaba desde un lado y miré a Gali, que me lanzó su lápiz de reserva.

Vocalicé un «gracias», abrí el examen y leí la primera pregunta.

1. Cita, añadiendo ejemplos de lo que se fabrica a partir de ellas, los catorce tipos de alga que se cultivan en las cubas y explica el valor nutritivo de cada una de ellas.

Me dio un vuelco el estómago. ¿Una pregunta sobre algas? De acuerdo, en los exámenes solía haber preguntas aleatorias sobre todo lo que habíamos estudiado, pero… ¿algas?

Pasé a la página siguiente.

2. Explica las condiciones exactas necesarias para el crecimiento óptimo de las algas, incluyendo (sin limitarte a ellas) la temperatura, la pureza del agua y la profundidad de la cuba.

La tercera pregunta era sobre tratamiento de residuos, igual que la cuarta. Noté que se me helaba la cara al darme cuenta de que las cincuenta páginas contenían preguntas sobre cosas como cubas de algas, aguas negras o ventilación. Eran las clases que me había perdido mientras cazaba. Había llegado a las lecciones vespertinas de física e historia, pero no había tenido tiempo de estudiármelo todo.

Volví a mirar hacia la señora Vmeer y vi que sus ojos esquivaban los míos, así que me incliné a un lado y eché un vistazo furtivo al examen de Darla Mee-Bim. La primera pregunta de las suyas era distinta del todo:

1. Nombra cinco maniobras aéreas que llevarías a cabo para esquivar una nave krell en persecución próxima.

«Bucle cerrado, tijera gemela rodante, bucle Ahlstrom, retirada inversa y vuelta con caída de ala». Dependiendo de lo cerca que lo tengas, de la naturaleza del campo de batalla y de lo que esté haciendo tu compañero de ala. Me incliné hacia el otro lado y miré el examen de otro vecino, donde distinguí las palabras «propulsor» y «acelerador». Era una pregunta sobre inercia y gravedad.

Habló un ayudante, lo bastante alto para que lo oyera casi toda la sala.

—Os recordamos que no tenéis el mismo examen que nadie de ningún pupitre contiguo, por lo que intentar copiar no solo se castiga con la expulsión, sino que además es inútil.

Me hundí en mi asiento, notando bullir la ira en mi interior. Aquello era un auténtico asco, de principio a fin. ¿Me habían preparado un examen especial sobre temas que sabían que había tenido que perderme?

Mientras rumiaba sobre aquello, varios alumnos se levantaron y fueron hacia la parte delantera del aula. No podían haber terminado ya, ¿verdad? Uno de ellos, un joven alto y fornido de piel marrón, pelo negro corto y rizado y una cara insufrible, entregó su examen a la almirante. Desde donde estaba sentada, alcancé a ver que estaba en blanco excepto por su nombre. El chico enseñó una insignia, una especial, azul y dorada. La insignia de un piloto que había combatido en la Batalla de Alta. «Hijos de Primeros Ciudadanos», pensé. Lo único que tenían que hacer era presentarse y rellenar sus nombres, y tenían garantizado el acceso a la escuela de vuelo. Ese día eran seis, y cada uno se llevó un puesto que podría haberse destinado a otros alumnos más esforzados.

Los seis jóvenes salieron uno detrás del otro y la almirante dejó sus exámenes sin rellenar en una mesa que había contra la pared. Sus notas no tendrían ninguna importancia. Como tampoco iba a tenerla mi nota.

Recordé las palabras de Dia: «No creerías de verdad que iban a permitir que la hija de Perseguidor volara para la FDD, ¿o sí?».

Lo intenté de todos modos. Furiosa, cogiendo el lápiz con tanta fuerza que le rompí la punta y tuve que pedir otro, rellené el condenado examen. Parecía que las preguntas estaban pensadas para minarme la fuerza de voluntad. Cubas de algas. Ventilación. Tratamiento de aguas residuales. Los empleos a los que, en teoría, estaba destinada.

«Es la hija de un cobarde. Suerte tiene de que no la arrojemos a las cubas y ya está».

Pasé horas escribiendo, mientras las emociones batallaban en mi interior. La rabia luchó contra la ingenua ilusión. La frustración combatió contra la esperanza. La comprensión abatió el optimismo.

14. Explica el procedimiento correcto a seguir si crees que un compañero puede haber contaminado una cuba de algas.

Intenté no dejar ninguna pregunta en blanco, pero en bastante más de dos terceras partes de ellas, mi respuesta se reducía a: «No sé. Preguntaría a alguien que lo supiera». Y me dolía responderlas, como si al hacerlo estuviera demostrando lo incompetente que era.

Pero no pensaba rendirme. Al final sonó la campana que indicaba que el límite de cinco horas había concluido. Me dejé caer encorvada mientras una ayudante me quitaba el examen de entre los dedos. La vi marcharse.

«Ni hablar».

La almirante Férrea había vuelto al aula y, al terminar el examen, se había puesto a hablar con un grupito de gente vestida con trajes y faldas, Primeros Ciudadanos o miembros de la Asamblea Nacional. Férrea tenía fama de ser severa pero justa.

Me levanté y fui hacia ella, buscando en el bolsillo hasta cerrar el puño en torno a la insignia de mi padre. Esperé en postura respetuosa mientras los alumnos iban saliendo para la fiesta de después del examen, donde se reunirían con quienes ya habían escogido otras carreras y habían dedicado el día a entregar solicitudes y que se les asignaran puestos. Quienes suspendieran el examen que acabábamos de hacer podrían optar a las plazas que hubieran quedado libres más avanzada la semana.

Pero esa noche, lo celebrarían todos juntos, tanto los futuros pilotos como los futuros conserjes.

Por fin, Férrea me miró.

Le enseñé la insignia de mi padre.

—Señora —dije—, como hija de un piloto que luchó en la Batalla de Alta, querría solicitar el acceso a la escuela de vuelo.

La mujer me miró de arriba abajo, reparando en la manga hecha trizas, la cara sucia y la sangre seca del brazo. Cogió la insignia de mi mano y yo contuve el aliento.

—¿De verdad crees que voy a aceptar la insignia de un traidor? —dijo.

Se me cayó el alma a los pies.

—Se supone que ni siquiera deberías tener esto, chica —añadió—. ¿No quedó destruida cuando se estrelló? ¿Acaso has robado la insignia de otra persona?

—Señora —dije con voz tirante—, la insignia no cayó con él. Me la dio antes de volar esa última vez.

La almirante Férrea se volvió para marcharse.

—¿Señora? —insistí—. Por favor. Por favor, deme aunque sea una oportunidad.

Ella vaciló, y creí que se lo estaba pensando, pero entonces se inclinó hacia mí y susurró:

—Chica, ¿tienes la menor idea de la pesadilla de relaciones públicas que podrías provocarnos? Si te dejo entrar y resultas ser una cobarde como lo fue él… En fin, que es imposible del todo que te permita meterte en una cabina. Alégrate de que te hayamos dejado entrar en este edificio siquiera.

Me sentí como si me hubiera abofeteado. Hice una mueca. La mujer, una de mis heroínas, se volvió otra vez para irse.

La agarré por el brazo y varios asistentes que había cerca dieron leves respingos. Pero no la solté.

—Se está llevando mi insignia —dije—. Pertenecen a los pilotos y sus familias. La tradición…

—Las insignias de los verdaderos pilotos pertenecen a las familias —me interrumpió ella—. Las de los cobardes, no.

Se zafó de mí con un tirón que me sorprendió por su fuerza.

Podría haberla atacado. Estuve a punto de hacerlo; la ira se alzaba en mi interior y notaba helada la cara.

Unos brazos me asieron por detrás antes de que pudiera pasar a la acción.

—¿Peonza? —dijo Gali—. ¡Spensa! ¿Se puede saber qué haces?

—Me la ha robado. Se lleva la insignia de mi…

Dejé la frase en el aire mientras la almirante se marchaba, rodeada de sus asistentes. Entonces perdí la fuerza y me dejé caer contra Gali.

—¿Spensa? —dijo Gali—. Vamos a la fiesta. Podemos hablarlo allí. ¿Cómo crees que te ha salido? Yo creo… que a mí, fatal. ¿Spensa?

Me aparté de él y volví a mi pupitre, notándome de pronto demasiado agotada para seguir de pie.

—¿Peonza? —dijo él.

—Vete a la fiesta, Gali —susurré.

—Pero…

—Déjame sola. Por favor. Te pido… que me dejes quedarme a solas.

El pobre nunca sabía cómo tratarme cuando me ponía así, de modo que se quedó un rato rondando y al final se fue.

Y yo me quedé sentada sola en el aula.