19
Eché a correr.
Creció en mí una sensación de ansiedad a medida que oía el sonido lejano de los escombros al caer. De algún modo, sabía que Férrea desplegaría mi escuadrón para aquel ataque. Le gustaba poner a prueba a los cadetes con experiencias de combate reales, y Cobb nos había advertido que ya teníamos el suficiente entrenamiento y que no tardarían en enviarnos a alguna batalla real.
Era nuestro turno. Había llegado el momento. Así que me obligué a ponerme al trote, y luego a la carrera, por el terreno polvoriento.
El sudor me caía por las mejillas y sentí una terrible inevitabilidad mientras me acercaba a la base, donde atronaban los bocinazos de alarma. No era miedo, en realidad, sino angustia. ¿Y si llegaba demasiado tarde? ¿Y si habían enviado a los demás a la batalla sin mí?
Entré en la base y rodeé el muro exterior hacia nuestra plataforma de lanzamiento. Allí encontré una nave solitaria. Había estado en lo cierto.
Llegué a mi nave hecha un desastre sudoroso, y coloqué mi propia escalera mientras varios miembros del personal de tierra reparaban en mi presencia y empezaban a dar voces.
Una de ellos llegó a tiempo de estabilizar mi escalera.
—¿Dónde te habías metido, cadete? —me gritó—. ¡El resto de tu escuadrón ha salido hace veinte minutos!
Negué con la cabeza mientras me metía en la cabina, demasiado exhausta para hablar.
—¿Sin traje de presión? —me preguntó la operaría de tierra.
—No hay tiempo.
—Vale. No hagas ascensos bruscos, entonces. Tienes permiso de despegue. Avisa a tu jefe de escuadrón y marchando.
Asentí con la cabeza y me puse el casco. Aquel también tenía los mismos extraños bultos dentro que el del aula de entrenamiento, para medir lo que fuera que querían medir en mí. Activé la radio del escuadrón mientras descendía la cubierta.
—No os dejéis dominar por los nervios —estaba diciendo Caracapullo por radio—. Concentraos y cuidad de vuestro compañero de ala. Ya habéis oído a Cobb. No tenemos que disparar. Solo tenéis que preocuparos de que no os hagan volar en pedazos.
—¿Cómo? —dije—. ¿Qué está pasando?
—¿Peonza? —dijo Caracapullo—. ¿Dónde estabas?
—¡En mi cueva! ¿Donde querías que estuviera? —Activé el anillo de pendiente y lancé mi caza hacia arriba. La aceleración me golpeó y tuve la sensación de que el estómago quería escapar de mí saliendo por los dedos de los pies. Ralenticé el ascenso—. Repíteme eso último. ¿Entráis en combate? ¿No os quedáis al borde de la batalla?
—¡La almirante por fin quiere dejarnos pelear! —exclamó Bim, entusiasmado.
—Contrólate, Bim —dijo Caracapullo—. Peonza, estamos en 11,3-302,7-21.000. Ven tan deprisa como puedas. Férrea nos ha enviado a un enfrentamiento junto a un escuadrón de pilotos graduados. Nuestra misión es confundir al enemigo y, con un poco de suerte, dividir su atención.
«En otras palabras, nos ha enviado como carne de cañón —pensé mientras me secaba la mano en el mono, con el corazón aporreando y el sudor pegándome el pelo a la cara—. O mejor dicho, los ha enviado a ellos. Sin mí».
No por mucho tiempo.
Empujé el acelerador a fondo y accioné la sobrecarga. Los ConGravs me protegieron durante tres segundos, y luego mi espalda dio contra el asiento. Pero podía soportar aceleraciones como aquella, que me empujaban recta hacia atrás. No era agradable, pero no corría peligro de desmayarme. Solo tenía que ganar velocidad e ir ascendiendo con cuidado, usando el anillo de pendiente.
Al poco tiempo alcancé Mag 10, que era la velocidad máxima de un Poco, o al menos la velocidad máxima segura. Incluso aquello rozaba demasiado el límite. Las turbinas atmosféricas, que apartaban el aire de alrededor de la nave formando una burbuja e impedían que me arrancara mis propias alas en las maniobras cerradas, estaban saturadas, y la nave traqueteaba por el movimiento. La fricción del aire hizo que mi escudo, por lo general invisible, empezara a resplandecer.
Iba ganando altura, pero con cuidado, más despacio, ya que la aceleración vertical sí que amenazaba con dejarme fuera de combate. Ascender enviaba la sangre hacia los pies. Hice los ejercicios de tensar el abdomen que nos habían enseñado en el centrifugador, pero, aun así, la oscuridad empezó a reptar por la periferia de mi visión.
Resistí, aplastada a seis veces mi peso normal. Aunque el vuelo me llevaría poco tiempo, tendría que escuchar a mis amigos combatir hasta que llegara.
—Cuidado, Arcada. No te envalentones.
—¡Tengo uno encima! ¡Tengo uno encima!
—¡Esquiva, FM!
—¡Esquivando, esquivando! Tirda, ¿quién era ese?
—Tormenta Nocturna Seis. ¡Es mi hermano, chicos! Identificador: Conducto. FM, me debes unas patatas fritas o algo.
—¡A tu derecha! ¡Arturo, mira arriba!
—¡Mirando! Estrellas, menudo lío.
Al fin oí un pitido en el cuadro de mandos, señalando que me acercaba a las coordenadas de destino. Solté la palanca de altitud y ejecuté una desaceleración rápida. En un Poco con turbinas atmosféricas, eso significaba hacer rodar mi nave en el aire, dejar que saltaran los ConGravs y entonces activar el propulsor hacia atrás para perder velocidad.
Salí de la maniobra habiendo reducido a Mag 1, la velocidad estándar de combate aéreo. Hice girar mi Poco hasta encararlo hacia el campo de batalla, donde unas luces lejanas centelleaban en el oscuro cielo matutino. Los escombros caían en franjas rojas.
—Aquí estoy —dije a los demás.
—¡Entra y ayuda a Marea! —me gritó Jorgen—. ¿La ves?
—¡Buscando! —respondí, frenética, mirando la pantalla del sensor de proximidad. Allí estaba. Pulsé el botón de sobrecarga, aceleré en su dirección y miré el escáner—. ¡Chicos, Marea tiene krells a su cola!
—Los veo —dijo Caracapullo—. Marea, ¿me recibes?
—Intentando. Intentando esquivo.
Mi nave chilló en dirección al campo de batalla. Ya podía distinguir los cazas individuales en un batiburrillo de rayos de destructor y alguna lanza de luz de vez en cuando. El Poco de Marea ascendió en bucle, seguido de tres naves krells.
«Ya casi estoy. ¡Ya casi estoy!».
Los destructores de los krells destellaron. Impacto. Otro impacto. Y entonces…
Un estallido de luz. Una lluvia de chispas.
Y Marea murió en una explosión enorme. Ni siquiera tuvo la oportunidad de eyectarse.
Kimmalyn chilló, con un sonido agudo, aterrado, dolorido.
—¡No! —gritó Caracapullo—. ¡No, no, no!
Llegué volando a Mag 3, demasiado deprisa para las maniobras habituales de combate aéreo, y aun así logré ensartar una nave krell con mi lanza de luz. Pero era demasiado tarde.
Las chispas ardientes que habían sido Marea se fueron apagando mientras caían.
Rodé, invertí mi impulso y retiré la lanza de luz para arrojar la nave krell a un lado. Otro caza nuestro se lanzó tras ella, disparando, y logró derribarla.
Entré en formación al lado de Caracapullo, ahogando en silencio mis propios chillidos. Jorgen había perdido a su compañero de ala. ¿Dónde estaba Arturo?
No logré identificar ninguna táctica en la refriega. Mi escuadrón volaba cambiando de dirección a cada momento, atrayendo el fuego, sí, pero también volviéndolo todo más confuso. A través del caos serpenteaban varios tipos de cazas más grandes de la FDD, entremezclados con una docena aproximada de naves krells, todas ellas con los cables sueltos en la cola que les daban aquel aspecto inacabado.
Estaba llorando. Pero cuadré la mandíbula y me mantuve en el ala de Jorgen. Con movimientos expertos, enganchó una nave krell con su lanza de luz, pero la nave intentó zafarse y la enganché yo también.
—Ese escombro, Jorgen —dije—. Viene a tus dos, cayendo despacio.
—Vale.
Los dos aceleramos, como nos había enseñado Cobb, y tiramos de la nave enemiga hacia el escombro. En el último momento, deshicimos las líneas y nos apartamos a los lados, haciendo que la nave krell se estrellara con una ardiente explosión.
—¿Se puede saber qué hacéis vosotros dos? —preguntó Cobb por radio—. Se os ha ordenado que adoptéis posiciones defensivas.
—¡Cobb! —exclamé—. Marea…
—¡Céntrate, chica! —gritó él—. Ya la llorarás cuando se asienten los escombros. Ahora, obedece órdenes. Posiciones. Defensivas.
Apreté los dientes pero no protesté. Seguí a Jorgen entre las estelas de humo que dejaban los cascotes al caer. Las dos naves que había a mi derecha parecían Arturo y Nedd, adelantándose uno al otro con rápidas aceleraciones y desaceleraciones, para impedir que el enemigo se concentrara en ninguno de los dos. Era una técnica que podía confundir a los krells, igual que abrumarlos con objetivos distintos.
«Marea…».
—¿Rara? —dijo Jorgen—. ¿Qué estás haciendo?
Me di cuenta de que aún se oían los suaves gemidos de dolor de Kimmalyn por la radio. Busqué en el escáner y encontró un Poco solitario, sin compañero de ala, que flotaba por la periferia del combate.
—¡Rara, muévete! —ordenó Jorgen—. Eres un objetivo fácil. Entra aquí.
—Eh… —dijo Kimmalyn—. Intentaba alinearme para disparar. Iba a salvarla…
—¡Vuelve al combate! —gritó Jorgen—. ¡Cadete, dale al acelerador y entra aquí!
—Yo la cubro —dije, empezando a separarme mientras nos cruzábamos a toda velocidad con dos krells. El cielo se iluminó con tantas chispas y disparos de destructor que casi me dio la impresión de estar en Ígnea y haberme caído a una forja.
—No —replicó Jorgen—. ¿Ves a Bim? ¿A tus ocho? Cúbrelo a él. Yo me encargo de Kimmalyn.
—Entendido.
Hice un picado hacia la izquierda y los ConGravs amortiguaron la inercia del giro cerrado. Pero mientras avanzaba, en mi tablero se iluminó una advertencia en violeta brillante cerca de los sensores de proximidad.
Tenía un enemigo a mi cola.
Aunque casi no habíamos practicado las escaramuzas, el entrenamiento de Cobb me llenó la mente. «Confiad en el escáner. No perdáis tiempo buscando confirmación visual. Concentraos en el vuelo».
—¡Peonza! —llamó FM—. ¡Te persiguen!
Yo ya tenía la nave en pleno bucle evasivo, confiando en que los ConGravs me protegieran de la aceleración. Algo encajó al instante en mi cabeza. El entrenamiento, la forma en que se me enfrió la cara, en que mi mente se afiló de golpe a pesar de la fatiga, el estrés y la pena. Era casi como si no importara que hubiese un krell siguiéndome. En ese momento, estábamos solo la nave y yo. Cada una, extensión de la otra.
Salí del bucle a un picado inmediato, y luego viré a un lado y lancé un gancho perfecto con la lanza de luz contra un cascote que caía despacio. Pero no iba lo bastante rápida y, cuando se apagaron los ConGravs, la aceleración me aplastó las piernas contra el asiento. Se me tiñó de negro el borde de la visión, pero aguanté.
Hice un giro brusco, ensarté otro cascote y, con su humo en mi estela, viré a la derecha entre dos naves krells que venían hacia mí. Mi perseguidor me perdió en el giro y entreví un fogonazo a mi espalda cuando un piloto graduado acabó con él mientras intentaba alcanzarme de nuevo.
—Buena maniobra, Peonza —dijo Cobb en voz baja por mi auricular—. Una maniobra excelente, en realidad. Pero tampoco te luzcas demasiado. Recuerda la simulación. Lucirte puede hacer que te maten.
Asentí, pero Cobb no podía verme.
—Bim está a tus diez, arriba como unos ciento cincuenta. Ponte con él. Ese chico es demasiado ansioso.
Como si le hubieran dado el pie, la voz de Bim sonó por el canal del escuadrón.
—Chicos, ¿veis eso? ¿Arriba, delante de mí?
En la lejanía se estaba librando un gran combate aéreo. A nosotros nos habían ordenado entrar en la menor de las dos escaramuzas. Alcanzaba a ver las chispas cayendo y los disparos fallidos de destructor de la batalla más grande, pero no creía que fuese eso a lo que se refería Bim.
Me situé junto a él y lo vi: era una nave krell, pero de un modelo diferente a los cazas curvos. Aquella era bulbosa, como una fruta hinchada con alas en la parte de arriba. O quizá… No, era una nave que volaba con algo enorme sujeto en la parte de abajo.
«Es un bombardero —comprendí, recordando mis estudios—. Y lleva una aniquiladora».
—Aniquiladora —dijo Jorgen—. Cobb, confirmamos avistamiento de una bomba aniquiladora.
—Los canales de los otros escuadrones están hablando de ella también —repuso Cobb—. Tranquilo, cadete. La almirante ya está tomando medidas contra ese bombardero.
—Puedo darle, Cobb —dijo Bim—. Puedo derribarlo.
Esperaba que Cobb rechazara la idea al momento, pero no lo hizo.
—Déjame pedir órdenes y decirles que tienes contacto visual.
Bim se lo tomó como una confirmación.
—¿Vienes conmigo, Peonza?
—A cada paso —dije yo—. Vamos.
—Espera, cadete —terció Cobb—. Hay algo raro en estas descripciones. ¿Puedes confirmármelo? Por lo que dicen, esa bomba es más grande de lo normal.
Bim no estaba escuchando. Lo vi lanzarse en picado hacia el solitario bombardero, que, siguiendo el protocolo krell habitual, había descendido a una altitud baja para volar por debajo del alcance de las baterías antiaéreas.
—Aquí falla algo —dijo Cobb.
Un grupo de sombras se separó de los costados de la bomba. Eran naves krells más pequeñas, casi invisibles en la oscuridad. Había cuatro.
Iluminaron el aire con disparos rojos de destructor. Uno rozó mi cubierta, haciendo crepitar el escudo con luz. Sobresaltada, hice girar la nave por instinto hacia el lado.
—Cobb —dije—, ¡acaban de desplegarse cuatro escoltas junto al bombardero!
Las naves nos dispararon. Esquivé por los pelos, con las manos sudorosas en los controles.
—¡Son más rápidas que los krells normales!
—Esto es nuevo —dijo Cobb—. Replegaos los dos.
—¡Puedo darle, Cobb! —gritó Bim. La luz de su destructor brilló en la proa de su nave al cargar un disparo de largo alcance.
Las cuatro naves protectoras se lanzaron hacia nosotros, disparando de nuevo.
—¡Bim! —chillé.
Estuve bastante segura de ver que me miró, que la luz se reflejó en el visor de su casco mientras los disparos alcanzaban su nave y superaban su escudo con fuego concentrado.
El caza de Bim estalló en varios pedazos grandes, uno de los cuales chocó contra mi nave. Me vi arrojada hacia un lado y mi Poco empezó a dar vueltas. Rara chilló mi nombre mientras el mundo se sacudía. Las luces de mi panel enloquecieron y sonó el estridente aviso de que no tenía escudo.
La aceleración me golpeó cuando los ConGravs se vieron saturados. Me inundó la náusea y todo se emborronó. Pero aun así, el entrenamiento me hizo actuar. De algún modo, tirando con fuerza de la esfera de control, logré activar la maniobra de caída libre, que hizo pivotar mi anillo de pendiente sobre su pernio delantero, como una trampilla al abrirse. Quedó orientado hacia el morro de mi nave, y la maniobra logró que dejara de precipitarme. El mundo se enderezó y me quedé allí flotando, con la nave apuntando recta hacia el suelo.
Luces en mi tablero de mandos. Mirando hacia abajo, vi cómo los restos de Bim caían al suelo con una oleada de tenues explosiones.
Ni siquiera… ni siquiera había escogido identificador.
—¡El enemigo se retira! —dijo Nedd—. ¡Parece que han tenido suficiente!
Escuché otros informes, entumecida. Un equipo de asalto de pilotos graduados había ido a por el bombardero y, en vez de arriesgarse a perder el arma, los krells habían decidido retirarse del todo.
El bombardero huyó, acompañado de las suficientes naves como para que la almirante optara por no perseguirlas.
Yo me quedé allí flotando, con la fría e inerte luz azulada del anillo de pendiente delante de mí.
—¿Peonza? —dijo Jorgen—. Informa. ¿Estás bien?
—No —susurré, pero por fin recoloqué mi anillo de pendiente e hice rotar el caza a su eje habitual. Transferí energía al activador de escudo, esperé a que se iluminara el indicador, agarré la palanca y tiré de ella. Alrededor de mi Poco cobró vida un nuevo escudo que, casi al instante, se volvió invisible.
Ascendí y entré en formación con los demás.
—Confirmación verbal de estado —ordenó Jorgen.
Respondimos, y todos los demás seguían allí. Pero cuando emprendimos el vuelo de vuelta a la base, nuestra formación tenía dos huecos que era imposible pasar por alto. Bim y Marea habían muerto.
El Escuadrón Cielo se había reducido de nueve miembros a siete.