8

Había diez cabinas de pega dominando el centro de la estancia, dispuestas en círculo y encaradas hacia el centro. Cada uno de los voluminosos dispositivos contaba con asiento, consola de control y una parte del fuselaje de un caza alrededor, aunque no tenían cubierta. Pero aparte de ese detalle, las cabinas tenían todo el aspecto de que las acabaran de arrancar de naves estelares.

Sin embargo, en lugar de los morros cónicos de las naves, las cabinas del aula tenían unas cajas grandes pegadas por delante, como de un metro de altura y medio de ancho. Al parecer, Kimmalyn y yo éramos las primeras de nuestro escuadrón en llegar. Miré el reloj de la pared y vi que eran las 06.15. Por una vez en la vida, no solo llegaba pronto: llegaba la primera.

Bueno, en realidad, la segunda, ya que Kimmalyn me adelantó de un salto para mirar las cabinas falsas.

—¡Vaya! Somos las primeras. Bueno, la Santa siempre decía: «Si no puedes llegar pronto, por lo menos llega antes de que sea tarde».

Entré en el aula, dejé la mochila y estudié las cabinas de pega. Reconocí la disposición del panel de control. Eran de naves de clase Poco, un modelo de caza estelar de la FDD muy básico, aunque rápido. La puerta se abrió y entraron dos cadetes más. El chico más bajito que iba delante tenía el pelo de color azul oscuro y parecía yeongiano. La tripulación de la Yeong-Gwang, de la antigua flota, procedía sobre todo de China y Corea, en la Tierra.

El chico de pelo azul sonrió de oreja a oreja al contemplar la sala y dejó su mochila al lado de la mía.

—¡Hala! ¡Mira nuestra aula!

La chica que llegó detrás de él entró paseando displicente, como si fuese la dueña del lugar. Era una joven delgada y atlética, con el pelo rubio recogido en una coleta. Llevaba una chaqueta de uniforme de la FDD por encima del mono, sin abrochar, como si hubiera salido a dar una vuelta por la ciudad.

Al poco tiempo llegó otra chica con un tatuaje en la mandíbula. Sería viciense, de la Caverna Vici. Yo no sabía mucho sobre ellos, salvo que eran descendientes de marines de la antigua flota espacial. Los vicienses tenían su propia cultura y apenas si se relacionaban con los demás, aunque tenían reputación de ser grandes guerreros.

Sonreí a la chica, pero ella apartó la mirada al instante y no respondió cuando Kimmalyn intentó presentarse con aire animado. «Pues muy bien», pensé.

Kimmalyn se enteró de los nombres y las cavernas natales de los otros dos. El chico del pelo azul se llamaba Bim y, en efecto, era yeongiano. Su clan había formado parte del equipo de cultivo hidropónico en la vieja nave, cuyos miembros se habían asentado en una caverna cercana, en la que operaban una gran instalación de granjas subterráneas, iluminadas y mantenidas por maquinaria antigua. Yo nunca había comido nada procedente de allí, porque estaba reservado para quienes tenían muchos méritos por logros o industriales.

La chica atlética se llamaba Hudiya y era de Ígnea. No la conocía de antes, pero la caverna era un lugar muy grande y muy poblado. Cuando ya faltaba poco para la hora de inicio de la clase, entró una chica alta que se presentó como Freya. Era un buen nombre, procedente de la antigua mitología nórdica, cosa que yo aprobaba. Y la verdad era que tenía el aspecto adecuado también. Era delgada, pero alta, quizá de metro ochenta y cinco, y tenía el pelo rubio muy corto. Sus botas eran nuevas de trinca, lustradas hasta relucir, y rematadas con hebillas doradas.

Bueno, pues ya éramos seis. Todavía faltaban al menos unos pocos más. Unos diez minutos antes del inicio de la clase, entraron tres jóvenes juntos. Saltaba a la vista que eran amigos, ya que llegaron hablando y bromeando en voz baja. A dos no los reconocí, pero el que iba delante, con piel marrón y el pelo corto y rizado, resaltaba por su aire de niño bonito con carita de bebé.

«Es el chico del examen», comprendí. El hijo de un Primer Ciudadano al que habían admitido sin tener que hacer nada.

Genial. Iban a lastrarnos con un aristócrata inútil, alguien que vivía en la más baja y segura de todas las cavernas Desafiantes. No habría llegado a la escuela de vuelo por tener ninguna habilidad ni aptitud especial, sino porque quería llevar una insignia de cadete y sentirse importante. A juzgar por la forma en que hablaban los otros dos, los clasifiqué al instante como sus compinches. Me habría apostado cualquier cosa a que los tres habían entrado sin hacer el examen, de modo que en nuestro grupo de cadetes habría no una, sino tres personas que no merecían pertenecer a él.

El chico alto y con cara de bebé anduvo hasta el centro del círculo de asientos. ¿Cómo podía tener nadie una cara que daba tantas ganas de arrearle un puñetazo? Carraspeó y dio una fuerte palmada.

—¡Atención, cadetes! ¿Así es como queremos presentarnos a nuestro instructor? ¿Haciendo el vago y charlando de tonterías? ¡Alineaos!

Kimmalyn, benditas fuesen sus estrellas, se levantó de un salto y se puso en una especie de descuidada posición de firmes. Los dos compinches del chico se acercaron y se situaron junto a ella, dando mucha más impresión de ser verdaderos soldados. Todos los demás nos quedamos mirando al chico que había hablado.

—¿Con qué derecho nos das órdenes? —preguntó Hudiya, la chica atlética de mi propia caverna. Estaba apoyada contra la pared, cruzada de brazos.

—Quiero dar una buena primera impresión al instructor, cadete —dijo Caracapullo—. Piensa en lo inspirador que será cuando entre y nos encuentre a todos esperando en posición de firmes.

Hudiya dio un bufido.

—¿Inspirador? Pareceríamos un puñado de pelotas.

Caracapullo hizo caso omiso al comentario y se dedicó a inspeccionar su hilera de tres cadetes. Negó con la cabeza al ver a Kimmalyn, cuya versión de «firmes» consistía en ponerse de puntillas y hacer el saludo marcial con las dos manos. Estaba ridícula.

—Estás ridícula —le dijo Caracapullo.

A la chica se le descompuso el rostro y le cayeron los hombros. Sentí una instantánea oleada de furia protectora. O sea… el chico tenía razón, pero tampoco tenía por qué soltárselo así.

—¿Quién te ha enseñado a cuadrarte? —preguntó Caracapullo—. Así nos avergonzarás a todos, y eso no puede ser.

—Exacto —dije yo—. Porque te quitaría el puesto, ya que está claro que avergonzarnos es tarea tuya, Caracapullo.

Él me miró de arriba abajo, a todas luces reparando en el estado remendado de mi mono de piloto. Era uno de los de mi padre, y había tenido que modificarlo mucho para poder ponérmelo.

—¿Te conozco, cadete? —preguntó—. Me suenas de algo.

—Estaba sentada en primera fila en el aula —dije yo—, cuando entregaste tu examen sin haber respondido ni a una sola pregunta. A lo mejor, me viste cuando echaste una mirada a la sala para ver qué aspecto tiene la gente cuando le toca esforzarse de verdad para conseguir las cosas.

Caracapullo apretó los labios. Al parecer, había tocado hueso. Excelente. Primera sangre.

—Preferí no desperdiciar recursos —dijo— obligando a alguien a corregir mi examen cuando ya me habían ofrecido un puesto.

—Un puesto que no te has ganado.

Él miró a los demás cadetes del aula, que observaban con interés, y bajó la voz.

—Escucha, no hace falta que des problemas. Tú obedece y todo…

—¿Que obedezca? —interrumpí—. ¿Aún sigues intentando darnos órdenes?

—Es evidente que seré vuestro jefe de escuadrón. Más vale que vayas acostumbrándote a hacer lo que digo.

Arrogante hijo de supernova.

—Que hayas hecho trampas para entrar en…

—¡Yo no he hecho trampas!

—Que hayas comprado tu entrada en la escuela de vuelo no significa que vayas a ser jefe de escuadrón. Será mejor que te controles. No me conviertas en tu enemiga.

—¿Qué pasa si lo hago?

Tirda, qué irritante era tener que alzar la mirada para hablarle a la cara. Subí de un salto a mi asiento para obtener la ventaja de la altura en la discusión, un acto que pareció sorprenderlo.

Inclinó la cabeza a un lado.

—¿Qué…?

—¡Ataca siempre desde una posición de ventaja superior! —exclamé—. ¡Cuando esto acabe, Caracapullo, alzaré tu deslucida y fundida insignia como trofeo mientras tu nave humeante sirve de pira y último lugar de descanso para tu cadáver aplastado y destrozado!

El aula quedó en silencio.

—Vale —dijo Caracapullo—, eso ha sido… descriptivo.

—Benditas sean tus estrellas —añadió Kimmalyn. Hudiya me levantó el pulgar y me sonrió, aunque estaba claro que los demás cadetes presentes no tenían ni idea de qué pensar de mí.

Y… bueno, quizá mi reacción había sido algo excesiva. Estaba acostumbrada a montar escenas; la vida me había enseñado que las amenazas agresivas hacían que la gente me dejara en paz. Pero ¿me hacían falta en aquel lugar?

En ese momento, caí en la cuenta de algo extraño. Ninguna de aquellas personas parecía saber quién era yo. No habían crecido cerca de mi barrio ni ido a clase conmigo. Quizá hubieran oído hablar de mi padre, pero no sabían en qué era distinta de ningún otro cadete.

Allí no era la chica de las ratas ni la hija de un cobarde.

Allí era libre.

La puerta escogió ese momento para abrirse y nuestro instructor, Chucho, apareció en el umbral con una humeante taza de café en una mano y una tablilla con pinza en la otra. Bien iluminado, lo reconocí de las fotografías de los Primeros Ciudadanos, aunque tenía el pelo más canoso y aquel bigote lo hacía parecer mucho más mayor.

Debíamos de tener un aspecto bastante asilvestrado. Yo seguía de pie en el asiento de mi pegabina, cerniéndome sobre Caracapullo. Algunos de los demás estaban riéndose por lo bajo de nuestro diálogo, y Kimmalyn estaba intentando de nuevo hacer el saludo militar.

Chucho miró el reloj, que acababa de marcar las cero-siete-cero-cero.

—Espero no interrumpir nada íntimo.

—Esto… —dije. Bajé del asiento dando un salto y aventuré una risita.

—¡No era broma! —ladró Chucho—. ¡Yo nunca bromeo! ¡Alineaos todos contra la pared del fondo!

Nos apresuramos a obedecer. Mientras formábamos una hilera, Caracapullo hizo un saludo preciso y lo mantuvo, en perfecta posición de firmes.

Chucho lo miró y dijo:

—No seas pelota, hijo. Esto no es el entrenamiento básico y vosotros no sois reclutas del Ejército de Tierra.

Caracapullo puso una cara larga y bajó el brazo, pero se cuadró de todos modos.

—Eh… ¡Lo siento, señor!

Chucho puso los ojos en blanco.

—Soy el capitán Cobb. Mi identificador es Chucho, pero vais a llamarme Cobb, o señor, si lo veis necesario. —Recorrió la hilera con su evidente cojera, dando un sorbo al café—. Las normas de esta aula son sencillas. Yo enseño, vosotros aprendéis. Cualquier cosa que interfiera con ese proceso es probable que acabe matando a alguno de vosotros. —Se detuvo delante de mí, junto a Caracapullo—. Y eso incluye el flirteo.

Noté que se me helaba la cara.

—¡Señor! No estaba…

—¡Y también incluye replicarme! Ahora estáis en la escuela de vuelo, que las estrellas os amparen. Son cuatro meses de entrenamiento. Si llegáis al final sin que os echen ni os derriben, habréis aprobado. Y ya está. No hay exámenes. No hay notas. Solo estáis vosotros en vuestras cabinas, convenciéndome de que merecéis seguir aquí. Ahora la única autoridad que debe importaros soy yo.

Esperó, observando para ver cómo reaccionábamos. Todos tuvimos la sabiduría de no decir nada.

—La mayoría de vosotros no lo conseguirá —prosiguió—. Puede que cuatro meses no os parezcan mucho tiempo, pero se os harán una eternidad. Algunos no aguantaréis la tensión y lo dejaréis, y los krells matarán a otros. Lo normal es que una escuadrilla de diez cadetes acabe con uno graduándose a piloto, tal vez dos.

Se detuvo al final de la hilera, donde estaba Kimmalyn mordiéndose el labio.

—Pero por lo que estoy viendo aquí —añadió Cobb—, me sorprendería que lo consiguiera uno siquiera de vosotros. —Se alejó de nosotros renqueando, dejó el café en un pequeño escritorio que había al frente del aula y fue pasando papeles de su tablilla—. ¿Quién de vosotros es Jorgen Weight?

—¡Yo, señor! —dijo Caracapullo, irguiendo más la espalda.

—Estupendo. Eres jefe de escuadrón.

Di un respingo.

Cobb me miró, pero no me dijo nada.

—Jorgen, vas a necesitar dos jefes de escuadrón asistentes. Tendrás que darme sus nombres antes de que termine el día.

—Puedo dárselos ya, señor —dijo el chico, señalando a sus dos compinches, un chico bajito y otro más alto—. Arturo y Nedd.

Cobb apuntó algo en su tablilla.

—Maravilloso. Muy bien, escoged un asiento. Vamos a…

—Un momento —dije—. ¿Y ya está? ¿Así es como escoge a nuestro jefe de escuadrón? ¿Ni siquiera va a ver cómo nos defendemos antes?

—Escoged un asiento, cadetes —repitió Cobb, sin hacerme caso.

—Pero… —dije.

—Excepto la cadete Spensa —añadió él—, que va a acompañarme al pasillo.

Me mordí la lengua y salí dando zancadas del aula. Supuse que debería haber reprimido mi frustración, pero… ¿en serio? ¿Había elegido a Caracapullo sin más? ¿Porque sí?

Cobb me siguió y cerró la puerta del aula con tranquilidad. Empecé a preparar un estallido de ira, pero él se volvió hacia mí y siseó:

—¿Intentas echar esto a perder, Spensa?

Me tragué el arrebato, sorprendida por su repentina furia.

—¿Sabes lo mucho que he tenido que exponer el cuello para tenerte en esta clase? —siguió diciendo—. Argumenté que te quedaste sentada en el aula durante horas y que entregaste un examen casi perfecto. Y aun así, hizo falta toda la influencia y la reputación que me he ganado con los años para que colara. ¿Y ahora, a la primera oportunidad que tienes, te entra una rabieta?

—Eh… ¡Pero es que no ha visto lo que estaba haciendo ese chico antes de la hora! Iba por ahí dándose aires, diciendo que iba a ser jefe de escuadrón.

—¡Y resulta que con buen motivo!

—Pero…

—Pero ¿qué? —preguntó Cobb, imperioso.

Contuve las palabras que iba a pronunciar y me quedé callada.

Él respiró hondo.

—Bien. Puedes controlarte un poco, al menos. —Se frotó las cejas con el pulgar y el índice—. Eres igualita que tu padre. Me pasaba la mitad del tiempo teniendo ganas de estrangularlo. Por desgracia, no eres él: tú tienes que vivir con lo que él hizo. Tú tienes que controlarte, Spensa. Si da la impresión de que te estoy dando un trato favorable, alguien me acusará de sesgo impropio y te sacarán de mi clase en menos de lo que tardas en escupir.

—Entonces ¿a mí no puede darme trato de favor? —pregunté—. Pero ¿todo el mundo puede dárselo al hijo de algún aristócrata, que ni siquiera tuvo que hacer el examen?

Cobb suspiró.

—Lo siento —dije.

—No, esa me la he buscado yo solito —dijo él—. ¿Sabes quién es ese chico?

—¿El hijo de un Primer Ciudadano?

—El hijo de la mismísima Jeshua Weight, heroína de la Batalla de Alta. Voló durante siete años en la FDD y tiene más de cien muertes confirmadas en su haber. Su marido es Algernon Weight, líder de la Asamblea Nacional y presidente de nuestra mayor empresa de transporte entre cavernas. Son de las personas con más méritos en todas las cavernas inferiores.

—¿Así que su hijo y sus compinches merecen ser nuestros jefes, solo por lo que hicieron sus padres?

—La familia de Jorgen posee tres cazas privados, y él lleva entrenando con ellos desde los catorce años. Tiene casi mil horas en cabina. ¿Cuántas tienes tú?

Me sonrojé.

—Sus «compinches» —dijo Cobb— son Nedd Strong que tiene dos hermanos en la FDD ahora mismo, y Arturo Méndez, hijo de un piloto de carguero que estuvo dieciséis años en la fuerza. Arturo hacía de copiloto a su padre y tiene doscientas horas de vuelo certificadas. De nuevo, ¿cuántas horas tienes tú?

—Yo… —Respiré hondo—. Lamento haberle cuestionado, señor. ¿Ahora es cuando me pongo a hacer flexiones, a limpiar los baños con un cepillo de dientes o algo así?

—Ya os he dicho que esto no es el entrenamiento de infantería. Aquí los castigos no son chorradas sin trascendencia. —Cobb abrió la puerta del aula—. Si me aprietas demasiado, el castigo será muy simple: no podrás volar.