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En ese instante entre latidos del corazón, me sentí a mí misma entrando en un lugar oscuro. Un lugar que no solo era negro, un lugar de nada. Donde la materia ni existía ni podía existir.
En ese instante entre latidos del corazón, de alguna manera dejé de ser, pero no dejé de experimentar. Apareció a mi alrededor un campo de blancura, mil millones de estrellas. Como ojos que se abrían al mismo tiempo, brillando sobre mí.
Unas entidades ancestrales se revolvieron. Y en ese instante entre latidos del corazón, no solo me vieron, sino que me conocieron.
Salí de un salto de aquel lugar que no era un lugar y me sentí como si me hubiera lanzado contra las correas, como si me hubieran arrojado físicamente de vuelta a la cabina. Cogí aire de golpe, con el corazón acelerado y el sudor cayéndome por la cara.
Mi nave flotaba, quieta y silenciosa, mientras se iban apagando luces en el panel de control.
—Hipermotor citónico, no operativo —dijo M-Bot.
—¿Qué…? —dije, intentando respirar—. ¿Qué ha sido eso?
—¡No lo sé! —replicó él—. Pero mis instrumentos nos sitúan… calculando… a cien kilómetros del punto de detonación. Vaya. Mi cronómetro interno indica que no hay discrepancia alguna entre nuestro tiempo y el tiempo solar, por lo que no hemos experimentado dilatación temporal… pero, de algún modo, hemos recorrido esa distancia casi instantáneamente. A más velocidad que la luz, sin duda alguna.
Me recliné en el asiento.
—Llama a Alta. ¿Están a salvo?
El canal se activó y oí aullidos y chillidos. Me costó un momento identificarlos como vítores gozosos, no gritos de terror.
—Base Alta —dijo M-Bot—, aquí Cielo Once. Pueden empezar a agradecernos que los hayamos salvado de la aniquilación absoluta.
—¡Gracias! —gritaron algunas voces—. ¡Gracias!
—La ofrenda mejor recibida son las setas —les dijo M-Bot—. Tantas variedades como puedan reunir.
—¿En serio? —dije, quitándome el casco para secarme la frente—. ¿Aún estás con eso de las setas?
—No borré esa parte de mi programación —respondió él—. Le tengo cariño. Me da algo que coleccionar, igual que los humanos eligen acumular objetos inútiles con valor sentimental y temático.
Sonreí, aunque no podía quitarme de encima la insistente sensación de aquellos ojos observándome. Aquellas… cosas sabían lo que había hecho, y no les gustaba nada. Quizá hubiera un motivo para que las capacidades superlumínicas de M-Bot hubieran estado desactivadas.
Lo cual me llevaba a una pregunta, por supuesto. ¿Podíamos hacerlo otra vez? La yaya me había dicho que su madre había sido el motor de la Desafiante. Que ella lo había hecho funcionar.
«La solución no es apagar la chispa, sino aprender a controlarla».
Alcé la mirada hacia el cielo.
Y allí, vi un hueco. Los escombros se movieron de tal forma que revelaron las estrellas. Exactamente igual que… aquel día, cuando estaba con mi padre. La primera vez que subí a la superficie.
Me pareció demasiado trascendental para ser una coincidencia.
—Spensa —dijo M-Bot—, la almirante está intentando contactar contigo, pero no llevas el casco.
Distraída, volví a ponerme el casco, sin dejar de mirar aquel agujero en los escombros. Aquel sendero hacia el infinito. ¿Alcanzaba a… a oír algo allí fuera? ¿Algo que me llamaba?
—Spensa —dijo la almirante—, ¿cómo has sobrevivido a esa explosión?
—No estoy segura —respondí, con sinceridad.
—Supongo que ahora tendré que indultar a tu padre —dijo ella.
—Acaba usted de sobrevivir a la explosión de una aniquiladora por escasos metros —repliqué—, ¿y aun así, en lo único que puede pensar es en ese viejo rencor?
La almirante se quedó callada.
Sí. Podía… podía oír las estrellas.
Ven a nosotras.
—Spensa —dijo ella—, tienes que saber una cosa sobre tu padre. Sobre aquel día. Mentíamos, pero era por vuestro propio bien.
—Lo sé —respondí, activando controles, haciendo girar mi anillo de pendiente sobre sus pernios para que apuntara hacia abajo. Mi nave rotó y puso el morro hacia arriba. Hacia el cielo.
—Regresa a la base —ordenó la almirante—. Te esperan honores y celebraciones.
—Lo haré. En algún momento.
«Sus cabezas son cabezas de roca, sus corazones están tallados en roca».
—Spensa, hay un defecto dentro de ti. Por favor. Tienes que volver. Cada momento que pasas en el cielo supone un peligro para ti y para todos los demás.
«Sé distinta. Tú tienes que aspirar a algo más elevado».
—Mi nave no tiene destructores —dije, abstraída—. Si vuelvo enloquecida, deberían poder derribarme.
—Peonza —insistió Férrea, con dolor en la voz—. No lo hagas.
«A algo más grandioso».
—Adiós, almirante —dije, y apagué el comunicador.
Entonces sobrecargué el propulsor y me lancé hacia arriba.
«Reclama las estrellas».