40
Conocer la traición de mi padre sangraba como una herida física en mi interior. El día siguiente, apenas salí de la cama. Si hubiera habido clase, me la habría perdido.
Mi estómago reaccionó a mi estado anímico y me sentí enferma. Con náuseas, descompuesta. Pero tenía que comer, y al final me obligué a recoger unas insulsas setas de la cueva.
Gali siguió trabajando en silencio, soldando y atando cables. Me conocía lo suficiente para no molestarme cuando vio que no me encontraba bien. No me gustaba nada que me vieran enferma.
No podía decidir si quería descargarle encima las novedades. No estaba segura de querer hablar con nadie del tema. Si no hablaba de ello, quizá pudiera fingir que no había descubierto la verdad. Quizá pudiera fingir que mi padre no había hecho aquellas cosas horribles.
Esa noche, M-Bot intentó distintas (y espantosas) formas de animarme, al parecer sacadas de una lista de métodos de apoyo emocional. No le hice caso y, de algún modo, logré dormir.
La mañana siguiente me encontraba un poco mejor físicamente, pero seguía hecha un desastre emocional. M-Bot no se puso a parlotear mientras despellejaba unas ratas, y cuando le pregunté qué le pasaba, respondió:
—Algunos humanos prefieren que les den tiempo para superar el dolor a solas. Dejaré de hablarte durante dos días, para comprobar si el aislamiento te proporciona el apoyo necesario. Por favor, disfruta recorriendo las fases del duelo.
El tiempo que siguió… a grandes rasgos lo pasé limitándome a existir. A vivir bajo una inmensa y ominosa verdad. Férrea y Cobb habían mentido sobre mi padre, sí, pero lo habían hecho para que su crimen pareciera menos terrible. Habían protegido a mi familia. Si la gente me había tratado tan mal por ser la hija de un cobarde, ¿qué le habría pasado a la hija de un traidor?
De pronto, todo lo que me había dicho Férrea cobró sentido. Mi padre había matado a varios miembros de su escuadrón. A los amigos de la almirante. ¡Pues claro que me odiaba! Lo raro era que Cobb no me odiara también.
Transcurrieron otros cuatro días duros. Salí de caza de vez en cuando, pero sobre todo me dediqué a ayudar a Gali con el propulsor, sin apenas hablar. Me preguntó varias veces qué me pasaba, y estuve a punto de contárselo. Pero por alguna razón, no pude. No era una verdad que quisiera compartir. Ni siquiera con él.
Y llegó la mañana siguiente, en la que debía tomar una decisión. La baja había terminado. ¿Volvería? ¿Podía enfrentarme a Cobb? ¿Podía seguir comportándome como una malcriada desobediente y escupir en los zapatos de la almirante, después de saber lo que había pasado?
¿Podía vivir, y volar, con aquella vergüenza?
Resultó que la respuesta era sí.
Necesitaba volar.
Llegué a nuestra aula de entrenamiento a las 06.30, la primera del escuadrón. Por supuesto, llegados a aquel punto ya solo quedábamos cuatro.
Las pegabinas parecían haber pasado algún tipo de mantenimiento durante nuestra baja. Aunque no había trabajadores en el aula, los cojines estaban retirados y el lateral del aparato de Jorgen estaba abierto, con los cables internos a la vista.
FM abrió la puerta, vestida con un mono limpio y un par de botas nuevas. Llegó seguida de Arturo, charlando en voz baja sobre el partido al que habían ido la noche anterior. Me dio la impresión de que a Nedd le gustaba FM, ya que había conseguido él las entradas.
—Hola —dijo FM al verme. Me dio un abrazo y una palmadita en el hombro, de lo que deduje que mi duelo aún debía de ser visible. Para que luego dijeran que proyectaba un aura de fuerte guerrera.
Cobb abrió la puerta con expresión distraída, dando sorbitos a un café de olor acre y leyendo unos informes. Llegaba acompañado de Jorgen, que caminaba con su habitual aire distinguido.
«Un momento. ¿Cuándo he empezado a verlo como “distinguido”?».
—Cobb —dijo Arturo, dando un golpecito a una pegabina—, ¿no le ha dicho nadie que ya no estábamos de baja? ¿Cómo vamos a practicar?
—Para vosotros, más o menos se acabó la holopráctica —dijo Cobb, que pasó renqueando sin levantar la mirada—. Solo os quedan cinco semanas de escuela de vuelo. De ahora en adelante, pasaréis casi todo el tiempo en máquinas reales. Por las mañanas nos reuniremos en la plataforma de lanzamiento.
—Estupendo —dije, con un entusiasmo que no sentía.
Cobb nos indicó la puerta con un movimiento de cabeza y salimos todos correteando al pasillo. Arturo se puso a mi lado.
—Ojalá pudiera parecerme más a ti, Peonza —dijo mientras caminábamos.
—¿A mí?
—Siempre tan directa y atrevida —explicó—. De verdad que quiero volar otra vez. En serio. Estaré bien.
Sonaba como si intentara convencerse a sí mismo. ¿Qué sensación daría estar a punto de morir, como le había pasado a él? ¿Cómo sería que te dispararan volando sin escudo? Traté de imaginar su pánico, el humo en su cabina, la sensación de impotencia…
—Tú eres atrevido —dije—. Estás volviendo a la cabina, que es lo importante. No te has dejado asustar.
Por alguna razón, viniendo de mí, esas palabras parecieron darle fuerzas. ¿Qué pensaría si supiera que yo no era ni por asomo tan «directa» y «atrevida» como estaba suponiendo?
Nos pusimos los trajes de vuelo y salimos a la plataforma de lanzamiento, donde vimos nuestros cazas de clase Poco alineados. Pero el hueco de Arturo estaba vacío, y lo vi charlar con Siv, del personal de tierra. Era una mujer alta y mayor, con el pelo corto y canoso.
—Tendrás que pilotar Cielo Seis, Anfi —estaba diciendo a Arturo, y señaló el caza—. Aún no tenemos tu nave lista.
Miré hacia el hangar de reparaciones, de donde aún asomaba el morro de un Poco.
—¿Qué le pasa? —preguntó Arturo.
—Hemos arreglado el propulsor —dijo Siv—, y hemos comprobado el anillo de pendiente, pero ha habido que sacarle el activador de escudo. Estamos esperando el repuesto, que debería llegar en un envío de la semana que viene. Así que, de momento, te han asignado Cielo Seis, a no ser que quieras volar sin escudo.
Arturo fue de mala gana hacia la nave de Kimmalyn. Yo seguí adelante en dirección a Cielo Diez. Me costaba un poco considerarla «mi» nave, teniendo a M-Bot en la caverna. Pero Diez se había portado bien conmigo. Era un buen caza.
En vez del habitual personal de tierra esperando para ayudarme con las correas, encontré a Cobb allí de pie, con mi casco en la mano.
—¿Señor? —dije.
—Parece que tienes un mal día, Peonza —afirmó—. ¿Necesitas más tiempo?
—No, señor.
—Se supone que debo informar de tu estado al departamento médico. A lo mejor deberías pasarte a hablar con ellos y conocer a alguno de los nuevos terapeutas de Thior.
Levanté la mano, sosteniendo el pequeño estuche de datos que había sacado de la biblioteca. Los secretos que, al final, de verdad no habría querido descubrir.
—Estoy bien, señor.
Cobb me observó y cogió el cuadrado de datos. Me pasó mi casco, que inspeccioné para encontrar dentro los sensores.
—Sí —dijo Cobb—, aún están recopilando datos de tu cerebro.
—¿Han… encontrado algo importante? —No sabía muy bien qué pensar de todo aquello, pero la idea de que el departamento médico espiara mi cerebro en pleno vuelo me incomodaba.
—No estoy autorizado a revelarlo, cadete. Pero me da la impresión de que quieren empezar a hacer pruebas a todos los cadetes nuevos, usando los datos sobre ti que han reunido.
—¿Y de verdad quiere que vaya a conocer a esos nuevos terapeutas? ¿Para que puedan hacerme más pruebas raras? —Torcí el gesto. Ya tenía bastantes problemas sin necesidad de preguntarme por qué al departamento médico le preocupaba mi cerebro.
—No deberías tener tanto miedo a los médicos —dijo él, guardándose el estuche en el bolsillo de la camisa y sacando algo de él. Era un papel doblado—. La doctora Thior es buena persona. Mira esto, por ejemplo.
Llena de curiosidad, cogí el papel y lo leí.
Decía: «Autorización para la suspensión de restricciones a la cadete Spensa Nightshade. Quedan restablecidos sus privilegios plenos como cadete. Circular n.º 11.723».
Estaba firmado por la almirante Judy Ivans.
—¿Cómo…? —dije—. ¿Por qué?
—Después de que pasaras por la enfermería, alguien dio el soplo a la doctora Thior de que estabas viviendo en una cueva y viéndote obligada a cazar para comer. La doctora montó un escándalo terrible, condenando que estuvieras aislada de tu escuadrón, y al final la almirante ha dado el brazo a torcer. Ahora ya puedes dormir y comer en el edificio de la escuela.
Sentí un alivio repentino, casi abrumador. «Oh, estrellas». Asomaron lágrimas a las comisuras de mis ojos.
Tirda, por muy buena noticia que fuese, llegaba en mal momento. Mi estado emocional ya era frágil. Estuve a punto de perder el control allí mismo, en la plataforma de lanzamiento.
—Eh… —Me obligué a decirlo—. Me pregunto quién daría ese soplo a la doctora Thior.
—Un cobarde.
—Cobb, yo…
—No quiero oírlo —dijo él, y señaló la cabina—. Tira para dentro. Los demás ya están preparados.
Era verdad, pero tenía que preguntárselo.
—Cobb, ¿es… es verdad? ¿Lo que pasó en esa holograbación de la Batalla de Alta? ¿Mi padre… hizo eso?
Cobb asintió.
—Pude verlo bien mientras estábamos combatiendo. Pasamos tan cerca que pude ver el interior de su cabina. Era él, Spensa. El gesto furioso de su cara lleva acosándome desde entonces.
—¿Por qué, Cobb? ¿Por qué lo hizo? ¿Qué pasó allá arriba, en el cielo? ¿Qué vio?
Cobb se quedó callado. Me hizo un gesto para que subiera por la escalera, así que me recompuse y subí. Él vino por detrás y se quedó allí, en el puesto del personal de tierra, mientras yo me sentaba en la cabina.
Volví a inspeccionar el casco, con aquellos sensores tan extraños dentro.
—¿De verdad creen que pueden saberlo a partir de mi cerebro? —pregunté—. ¿Creen que pueden determinar si… si haré lo que hizo mi padre?
Cobb se agarró al borde de la cabina y se inclinó hacia mí.
—Tú no lo sabes, chica, pero estás en el centro de una discusión que se remonta a generaciones atrás. Hay quienes dicen que tu padre demuestra que la cobardía es genética. Creen que hay algún tipo de… defecto en tu interior.
La expresión de Cobb se volvió lóbrega, su voz más suave.
—A mí me parece una chorrada enorme. No sé lo que le pasó a tu padre; no sé por qué mi amigo intentó matarme ni por qué me vi obligado a derribar su nave. Matarlo me ha torturado desde entonces, y no creo que pueda volver a volar nunca. Pero lo que no puedo creerme es que alguien esté destinado a ser un cobarde o un traidor. No, eso no puedo aceptarlo. No podría aceptarlo jamás.
Señaló hacia el cielo.
—Pero Férrea sí lo cree. Está convencida de que es inevitable que te vuelvas una cobarde o una traidora. Tendrás que demostrar que se equivoca volviendo al cielo y convirtiéndote en una piloto modelo, tan perfecta que todos tengan vergüenza de haberte cuestionado alguna tirdosa vez.
Pero… ¿y si es verdad? ¿Y si soy una cobarde, o al final…?
—¡No hagas preguntas idiotas, cadete! ¡Ponte las correas! ¡Tu escuadrón está preparado!
—¡Sí, señor! —respondí al instante, y me amarré al asiento.
Cuando levantaba el casco hacia mi cabeza, Cobb me cogió del brazo.
—¿Señor? —dije.
Se quedó pensando un momento. Miró en una dirección y luego en la otra.
—¿Alguna vez ves cosas… raras, Peonza? —preguntó—. ¿En la oscuridad?
—¿Como qué?
—Ojos —dijo en voz baja.
Me estremecí, y de pronto la cabina me pareció más fría.
—Cientos de ojitos —dijo—, abriéndose en la negrura, rodeándote. Como si la atención del universo entero de repente se hubiera centrado en ti y solo en ti.
¿M-Bot no había dicho algo sobre ojos?
—Tu padre hablaba de cosas como esa antes del incidente —dijo Cobb, a todas luces perturbado—. Y decía… decía que podía oír las estrellas.
«Como decía la yaya —pensé—, y como dijo él justo antes de volar hacia ellas». ¿Sería solo que mi padre había mencionado el viejo ejercicio que enseñaba la yaya, el de imaginar que una estaba volando entre las estrellas? ¿O había algo más?
En un par de ocasiones, yo… había estado segura de poder oírlas allí arriba…
—Por tu expresión horrorizada —dijo Cobb—, deduzco que crees que me he puesto a delirar como un loco. Sí que suena tonto, ¿verdad? —Recobró la compostura—. Bueno, déjalo estar. Si, por lo que sea, ves alguna cosa como lo que te he descrito, cuéntamelo. No hables de esto con nadie más, ni siquiera con tus compañeros de escuadrón, y ni se te ocurra mencionarlo por radio. ¿Entendido, Spensa?
Asentí, abotargada. Estuve a punto de decirle lo que había oído, pero me contuve. Cobb era el único verdadero aliado que tenía, pero en ese momento me entró pánico. Sabía que, si le decía que había oído las estrellas, me sacaría de la cabina de un tirón.
Así que me mordí la lengua mientras él descendía por la escalera. Me había dicho que hablara con él si veía algo, no si lo oía. Y yo nunca había visto nada parecido a lo que decía. ¿Ojos? «Cientos de ojitos, abriéndose en la negrura, rodeándote…».
Me estremecí de nuevo, pero me puse el casco. Quizá ese día no estaba en muy buena forma. Alterada, asqueada por las noticias y, después de hablar con Cobb, confusa del todo. Pero sabía que, si no regresaba al aire, me volvería loca sin poder remediarlo.
De modo que, cuando Jorgen nos ordenó despegar, eso hice.