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Despertar en la cabina de un caza estelar venía a ser lo más increíble que me había ocurrido en la vida. Bueno, aparte de pilotar uno.

Me desperecé en la oscuridad, impresionada por el espacio que había en la cabina. Era más grande que las de las naves de la FDD. Activé la línea de luz para poder ver y miré el reloj. 04.30. Me quedaban dos horas y media antes de tener que presentarme en clase.

Teniéndolo todo en cuenta, tampoco estaba tan cansada. Solo un poco dolorida por…

Algo me estaba mirando desde el borde interior de la cabina.

La criatura no se parecía a nada que hubiera visto en las cavernas. Para empezar, era amarilla. Plana, alargada y como un poco amorfa, con pequeños pinchos azules a lo largo del lomo que destacaban contra su piel de color amarillo chillón. Parecía una babosa gigante, del tamaño de una hogaza de pan pero más estrecha.

No le distinguí ojos, pero por la forma en que se replegó sobre sí misma y alzó la parte delantera, me recordó un poco a… ¿una ardilla? Como las de los vídeos que habíamos visto en clase de unas pocas cavernas dedicadas a la conservación de la fauna.

—¿Qué eres? —le pregunté en voz baja.

Mi estómago rugió.

—Y, no menos importante —añadí—, ¿eres comestible?

El animal giró la «cabeza» a un lado para mirarme, aunque seguía sin tener ojos visibles. Ni boca. Ni… en fin, ni cara. Emitió una especie de trino suave, aflautado, por los pinchos del lomo.

Si algo había aprendido de recoger setas en las cavernas, era que los colores brillantes significaban: «No me comas o mis congéneres no tardarán en comerte a ti, ser sapiente». Sería mejor no meterme aquella extraña babosa cavernaria en la boca.

Mi estómago volvió a protestar, pero, al hurgar en mi mochila, encontré solo media barrita de algas vieja. Quizá, si me daba prisa, pudiera bajar a Ígnea a coger comida, pero eso sería como… como volver a casa arrastrándome, con el rabo entre las piernas, derrotada.

La almirante quería que me rindiera, ¿verdad? Pues no sabía a quién se enfrentaba. Yo era una experta de categoría mundial, bien entrenada desde hacía mucho tiempo, en cazar ratas.

Enderecé el respaldo del asiento y busqué en la parte de atrás de la sorprendentemente amplia cabina. Lo normal era que en un caza hiciera falta hasta el último centímetro cúbico de espacio, pero aquel parecía contar con una zona de carga detrás de la silla del piloto y lo que tenía todo el aspecto de ser un asiento plegable para un pasajero.

Recordaba haber visto unas herramientas viejas allí la noche anterior. Y en efecto, encontré un rollo de cuerda de plastifibra. La cabina sellada la había conservado, aunque aquel material era casi indestructible de todos modos. Desenrollé un tramo y la deshilaché para hacer cordel.

El bicho-babosa se quedó sobre el panel de control observándome, ladeando la «cabeza» de vez en cuando y haciendo ruidos aflautados.

—Ya —dije—. Ahora verás.

Abrí del todo la cubierta que no me había atrevido a cerrar la noche anterior, por si no había ventilación, y salté al suelo. Como había esperado, oí algo correteando en la oscuridad y encontré excrementos de rata cerca de unas setas, contra la pared.

Habría preferido tener mi arpón, pero, si no había más remedio, tendría que conformarme con improvisar una trampa y usar mi barrita de ración como cepo. Retrocedí, complacida. La babosa se había trasladado al ala de la vieja nave, y me flauteó en un tono que decidí interpretar como interrogativo.

—Esas ratas —dije— tardarán poco en conocer la cólera de mi hambre, ejercida por medio de minúsculos bucles de justicia. —Sonreí, y entonces me di cuenta de que estaba hablando con una extraña babosa cavernaria, lo cual era caer muy bajo incluso para mí.

De todos modos, tenía un poco de tiempo, así que di un repaso a la nave. Al principio, me había planteado repararla. Después de hacer el examen, había fantaseado con todo un futuro en el que llevaba mi propia nave a la FDD y los obligaba a aceptarme.

Esas ensoñaciones pasaron a parecerme… disparatadas. El trasto estaba en muy mal estado. No era solo el ala doblada, ni los propulsores de cola rotos. Era que, aparte de la cabina, todo estaba rayado, combado o arrancado.

Pero quizá fuese solo por fuera. Si tenía bien las tripas, quizá la nave pudiera repararse.

Cogí la caja de herramientas. Había salido peor parada que la cuerda; parecía que se había colado un poco de humedad en el interior, pero una llave oxidada seguía siendo una llave. Así que aparté unas rocas y me metí arrastrándome debajo de la nave, cerca del anillo de pendiente. Sabía algo de mecánica básica, igual que todos los alumnos, aunque no la había estudiado tanto como las maniobras de vuelo y los diseños de naves. Gali siempre me había reñido, diciendo que un buen piloto debería ser capaz de reparar su nave.

Nunca había imaginado que terminaría en una vieja caverna, iluminada solo por el brillo naranja rojizo de mi línea de luz, intentando sacar un panel de acceso de una antigualla destrozada. Por fin logré arrancarlo y eché un vistazo al interior mientras intentaba recordar las lecciones.

«Eso debe de ser la entrada de aire del propulsor y el sistema de inyección, y aquello el estabilizador del anillo de pendiente».

Había muchas piezas allí dentro que no reconocí, aunque sí pude localizar la matriz de energía, una caja de medio metro de anchura que era la fuente de alimentación de la nave. La desenganché con ciertas dificultades, salí reptando y usé la línea de luz para tirar de ella y sacarla de debajo de la nave.

Me sorprendió descubrir que los cables que la conectaban a la nave estaban en buen estado. Quienquiera que hubiera construido aquel trasto había querido que la parte electrónica resistiera el paso del tiempo. Además, la matriz de energía tenía los mismos conectores que en la actualidad, los mismos que habíamos usado en la flota antes de estrellarnos en Detritus. ¿Quizá gracias a ello podría estimar cuánto tiempo tenía la nave?

Volví a meterme debajo y observé las entrañas de la nave. «¿Qué es esto?», pensé mientras daba un golpe con los nudillos en una gran caja negra. Era lisa y seguía reflectante a pesar del paso de los años, y no parecía encajar con el resto de la maquinaria. Pero claro, ¿quién era yo para decir qué encajaba y qué no, en una nave tan rara?

Por puro impulso, abrí la diminuta matriz de energía de mi línea de luz y le enchufé uno de los cables más pequeños de la nave. Se oyó un leve tintineo desde la proa de la nave y se encendió una lucecita en el interior del panel de acceso.

«Tirda». Estaba claro que la matriz de energía de mi línea de luz era demasiado débil, pero, si tuviera una fuente de alimentación de verdad, quizá pudiera activar algunas funciones de la nave. Seguiría teniendo un ala doblada y propulsores rotos, pero la idea me emocionó. Alcé la mirada de nuevo hacia el interior de la nave.

La babosa estaba dentro, enrollada en torno a un cable sin hacer nada, mirándome desde arriba con una postura que sin duda denotaba curiosidad.

—Anda, hola —dije—. ¿Cómo te has metido ahí dentro?

Flauteó una respuesta. ¿Sería la misma babosa u otra distinta? Volví a salir para comprobarlo, pero no vi ninguna otra babosa por allí. Lo que sí que oí fue algo revolviéndose cerca de la pared, donde mi trampa había atrapado a una rata bastante decente y carnosa.

—¿Lo ves? —dije, mirando bajo la nave. La babosa se dejó caer a las rocas del suelo—. Y tú, dudando de mí.

Despellejé, destripé y deshuesé la rata. En la caja de herramientas había un pequeño microsoldador, para el que la matriz de energía de mi línea de luz era más que suficiente. Con él y una placa metálica me hice una sartén, y al poco tiempo estaba preparándome un plato de rata. No tenía condimentos, pero al menos no tendría que llegar hambrienta a clase.

«Puedo usar los lavabos de la escuela —pensé—. Eso no me lo prohibieron ayer». Y en los lavabos había cabinas de limpieza para ducharse después del entrenamiento físico. Podía coger unas setas por las mañanas, montar más trampas y…

¿De verdad estaba planeando vivir como una cavernícola?

Bajé la mirada hacia la rata que estaba asándose. Mis opciones eran vivir allí o desplazarme cada noche hasta la otra punta de Ígnea como la almirante esperaba que hiciera.

Aquello era una forma de mantener el control sobre mi vida. ¿No querían darme comida ni una cama? Pues muy bien. No necesitaba su caridad.

Era una Desafiante.