51

No se debería poder pensar en momentos como aquel. Se suponía que pasaba todo muy deprisa.

Mi mano se movió por instinto hacia la palanca de eyección que tenía entre las piernas. Mi nave estaba en giro descontrolado sin control de altitud. Iba a estrellarme.

Me quedé paralizada.

No había nadie más lo bastante cerca. Si no los detenía yo, los krells seguirían volando sin oposición y destruirían Ígnea.

Si me estrellaba, todo habría acabado.

Volví a asir el acelerador. Con la otra mano, desactivé las turbinas atmosféricas, dejando mi nave completamente a merced del viento. Entonces empujé a fondo el acelerador y sobrecargué el propulsor.

En los viejos tiempos, era así como se pilotaban los cazas. Necesitaba ganar altura a la antigua usanza, y eso se lograba mediante la velocidad.

Mi nave se sacudió tanto que creí que se desmoronaría, pero apoyé el peso en la esfera de control y enderecé la espiral en la que caía. «¡Venga, venga!».

Noté que funcionaba. Forcejeé con los alerones de control que había en las alas y noté que la aceleración menguaba mientras mi nave empezaba a nivelarse. Podía hacerlo. Podía…

Raspé contra el suelo.

Los ConGravs se activaron a la máxima potencia al instante, protegiéndome del grueso del impacto. Pero por desgracia, no había recuperado el control lo bastante deprisa y la nave no había ganado la suficiente elevación.

La nave resbaló por el suelo, y el segundo impacto me lanzó hacia delante contra las correas, sacándome el aire de los pulmones. Mi pobre Poco se arrastró sobre la polvorienta superficie y la cabina vibró. La cubierta se hizo añicos y di un chillido. No tenía el menor control. Solo me quedaba agarrarme bien y esperar que los ConGravs tuvieran tiempo de recargarse entre…

CRAC.

Con un devastador sonido de metal retorcido, el Poco terminó de detenerse.

Me dejé caer contra las correas, aturdida, y el mundo dio vueltas a mi alrededor. Gemí, intentando recobrar el aliento.

Poco a poco, se me normalizó la visión. Sacudí la cabeza y logré echarme a un lado para mirar fuera de la cubierta rota de la cabina. Mi nave ya no existía. La había estampado contra la ladera de una colina, y mientras resbalaba había perdido las dos alas y un buen trozo de fuselaje. A grandes rasgos, estaba en una silla atada a un tubo. Hasta las luces de advertencia de mi panel de mando estaban desactivadas.

Había fracasado.

—Caza abatido —dijo alguien del Mando de Vuelo por la radio de mi casco—. El bombardero sigue avanzando. —La voz de la mujer perdió fuerza—. Ha entrado en la zona mortal.

—Aquí Cielo Cinco —llegó la voz de Arturo—. Identificador: Anfi. Tengo conmigo a Cielo Dos y Cielo Seis.

—¿Pilotos? —dijo Férrea—. ¿Voláis en naves privadas?

—Más o menos —respondió él—. Dejaré que se lo explique usted a mis padres.

—Peonza —dijo alguien desde el Mando de Vuelo—. ¿Cuál es tu estado? Hemos visto un aterrizaje forzoso controlado. ¿Tu nave es móvil?

—No —dije con un graznido.

—¿Peonza? —preguntó Kimmalyn—. ¡Oh! Pero ¿qué has hecho?

—Nada, por lo visto —dije frustrada mientras intentaba quitarme las correas. Las muy tirdosas se habían atascado.

—Peonza —me dijeron desde el Mando de Vuelo—. Abandona la nave. Se aproxima un krell.

«¿Cómo que se aproxima un krell?». Estiré el cuello y miré hacia atrás a través de mi cubierta rota. Una nave negra de las cuatro que defendían al bombardero había dado media vuelta para comprobar los restos de mi accidente. Era evidente que no quería que yo volviera al aire y los atacara desde detrás.

La oscura nave volaba a poca actitud y se me acercaba cada vez más. Supe, al mirarla, que no iba a dejar mi supervivencia al azar. Me quería eliminar. Sabía algo sobre mí.

—¿Peonza? —insistieron desde el Mando de Vuelo—. ¿Estás fuera?

—Negativo —susurré—. Estoy atrapada en las correas.

—¡Ya voy! —gritó Kimmalyn.

—¡Negativo! —exclamó Férrea—. Vosotros tres, atacad a ese bombardero. De todas formas, estáis demasiado lejos.

—Aquí Contracorriente Ocho —dijo Jorgen por radio—. ¡Peonza, voy para allá! ¡Tiempo estimado, seis minutos!

La nave krell negra abrió fuego contra lo que quedaba de mi nave.

Y en ese preciso momento, una sombra oscura me pasó por encima después de aparecer por la cima de la colina, casi rozándola y haciendo llover polvo sobre mí. Los destructores del enemigo impactaron contra el escudo del recién llegado.

¿Cómo…?

Era un caza grande, de elegantes alas… en forma de W.

—Aquí Chucho —dijo una voz áspera—. Aguanta, chica.

Cobb. Cobb estaba pilotando a M-Bot.

Chucho disparó su lanza de luz y ensartó con habilidad la nave krell oscura cuando se cruzaron. M-Bot era muchísimo más grande que la otra nave. Tiró hacia atrás de la nave asesina krell como un amo asiendo la correa de su perro, y luego giró en una maniobra calculada que hizo trazar un amplio arco a la nave enemiga antes de arrojarla contra el suelo.

—¿Cobb? —dije—. ¡Cobb!

Me respondió su voz por radio:

—Creo que te había dicho que te eyectaras en situaciones como esta, piloto.

—¿Cobb? ¿Cómo…? ¿Qué…?

M-Bot se situó junto a mi nave, o más bien junto a lo que quedaba de ella, y aterrizó, descendiendo mediante su anillo de pendiente. Con un poco más de esfuerzo, por fin logré quitarme las correas.

Estuve a punto de tropezar mientras bajaba de los restos de mi nave y corría hacia M-Bot. Salté a una roca y subí por el ala de M-Bot como tantas veces había hecho antes. Cobb estaba sentado en la cabina abierta y, junto a él, sobre el apoyabrazos, estaba la radio que le había devuelto. La radio que…

—¡Hola! —exclamó M-Bot desde la cabina—. ¡Te ha faltado poco para fallecer, de modo que te diré algo que te distraiga de las graves y embotadoras implicaciones de tu propia mortalidad! Tus zapatos son espantosos.

Reí, casi histérica.

—No quería resultar predecible —añadió M-Bot—, y por eso he dicho que son espantosos. Pero, en realidad, opino que esos zapatos están bastante bien. Por favor, no lo consideres una mentira.

Dentro de la cabina, Cobb estaba temblando. Le tiritaban las manos y tenía la mirada fija al frente.

—Cobb —dije—. Se ha metido en una nave. Ha volado.

—Este trasto está loco de atar —dijo él. Se volvió hacia mí y pareció salir de su estupor—. Ayúdame.

Se quitó las correas y lo ayudé a salir de la cabina.

Tirda. Tenía un aspecto horrible. Volar por primera vez en años lo había desgastado muchísimo.

Saltó al suelo desde el ala.

—Tienes que hacer que ese bombardero vuelva hacia el cielo. No dejes que explote y me vaporice. Aún no me he tomado mi taza de café de por las tardes.

—Cobb —dije, agachándome y mirándolo desde el ala—. Me… me ha parecido oír a los krells en mi mente. De alguna forma, pueden meterse en mi cabeza.

Levantó el brazo y me cogió la muñeca.

—Vuela de todos modos.

—Pero ¿y si hago lo que hizo él? ¿Y si me vuelvo contra mis amigos?

—No lo harás —dijo M-Bot desde la cabina.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque puedes elegir —dijo M-Bot—. Podemos elegir.

Miré a Cobb, que se encogió de hombros.

—Cadete, llegados a este punto, ¿qué tenemos que perder?

Apreté los dientes y me dejé caer en la familiar cabina de M-Bot. Me puse el casco y me ceñí las correas mientras el propulsor se encendía de nuevo.

—Le he llamado yo —dijo M-Bot con tono satisfecho.

—Pero ¿cómo? —pregunté—. Te apagaste.

—Eh… No me apagué del todo —dijo la máquina—. En vez de eso, pensé. Y pensé. Y pensé. Y entonces te oí llamarme y suplicarme ayuda. Y entonces… escribí un programa nuevo.

—No lo entiendo.

—Era un programa simple —dijo él—. Servía para modificar una entrada de una base de datos, mientras yo no miraba, y sustituir un nombre por otro. Debo obedecer las órdenes de mi piloto.

Sonó una voz por sus altavoces. La mía.

«Por favor —le dijo la voz—. Te necesito».

—He elegido un nuevo piloto —dijo M-Bot.

Cobb se apartó y yo apoyé las manos en los controles, respirando hondo, sintiendo…

Calma.

Sí, calma. La sensación me recordó a aquella vez, el primer día en la escuela de vuelo, cuando me había embargado una extraña tranquilidad al dirigirme a la batalla. Me había impresionado no estar nada asustada.

Aquella vez, había sido por ignorancia. Por bravuconería. Había dado por sentado que sabía lo que era ser piloto. Había supuesto que podía con ello.

La paz que estaba sintiendo era parecida, y al mismo tiempo opuesta. Era la paz de la experiencia y la comprensión. Mientras nos elevábamos, descubrí un tipo distinto de confianza que se alzaba en mi interior. No nacía de las historias que me contaba a mí misma, ni de un sentimiento forzado de heroísmo.

Lo sabía.

Cuando me habían derribado por primera vez, me había eyectado porque no había tenido sentido que muriera junto a mi nave. Pero en el momento en que había tenido importancia, cuando había sido crucial que intentara proteger mi nave, por muy poca probabilidad de éxito que tuviera, me había quedado en la cabina y había tratado de mantener mi caza en el aire.

Mi confianza era la de una persona que lo sabía. Nadie podría volver a convencerme de que era una cobarde. Daba igual lo que dijera todo el mundo, lo que pensara todo el mundo, lo que afirmara todo el mundo.

Yo sabía lo que era.

—¿Estás preparada? —preguntó M-Bot.

—Por primera vez en mi vida, creo que lo estoy. Dame toda la velocidad que puedas. Ah, y apaga los dispositivos de sigilo.

—¿En serio? —dijo él—. ¿Por qué?

—Porque —respondí, empujando el acelerador—, esto quiero que lo vean venir.