15

Anudé los cables, trabajando bajo una luz naranja rojiza en la oscura caverna, y los envolví en cinta. «Ya está», pensé, dando un paso atrás y secándome la frente. En las anteriores semanas, me las había ingeniado para encontrar una matriz de energía que funcionaba, de un viejo calentador de agua, en una instalación de reciclaje de Ígnea. Conocía al tipo que trabajaba allí y aceptó carne de rata a cambio de hacer la vista gorda mientras yo rapiñaba un poco.

También había recuperado material de uno de mis escondrijos secretos fuera de Ígnea. Había fabricado un arpón nuevo y me había hecho una cocina que tenía una auténtica plancha, deshidratador y especias. Había pasado por casa para coger a Sanguinario, mi viejo osito de peluche. Servía muy bien como almohada. Me había alegrado de ver a mi madre y a la yaya, aunque por supuesto no les había dicho que estaba viviendo en una cueva.

—¿Qué opinas? —pregunté a Babosa Letal, la Destructora—. ¿Crees que funcionará bien?

La pequeña babosa cavernaria se reavivó en una roca cercana.

—¿Bien? —flauteó.

Podía imitar sonidos, pero todo lo que decía siempre sonaba muy aflautado. Yo estaba bastante segura de que lo único que hacía ella era imitarme. Y siendo sincera, tampoco sabía si «ella» de verdad era hembra. ¿Las babosas no eran las dos cosas a la vez, o algo parecido?

—¡Bien! —repitió Babosa Letal, y no pude evitar tomármelo con optimismo.

Activé el interruptor de la matriz de energía, confiando en que el puente que había hecho en el circuito resistiera. El panel de diagnóstico del lateral de la vieja nave parpadeó, y oí un extraño sonido procedente de la cabina. Me acerqué corriendo y subí a la caja que usaba como escalera para meterme dentro.

El sonido salía del panel de instrumentos, y era grave, casi industrial. ¿Metal vibrando? Cuando llevaba un momento escuchando, cambió de tono.

—¿Qué puede ser eso? —pregunté a Babosa Letal, mirando a mi derecha y encontrándola allí, como esperaba. Podía moverse muy deprisa cuando quería, pero parecía muy reticente a hacerlo si yo la estaba observando.

Babosa Letal inclinó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Hizo temblar los pinchos del lomo e imitó el sonido.

—Mira que bajas están las luces. —Di un golpecito en el panel de control—. Esta matriz de energía tampoco es lo bastante grande. Me hace falta una diseñada para una nave o un edificio, no para un calentador de agua. —La apagué y miré la hora en mi línea de luz—. Cuida de todo ahora, cuando me haya ido.

—¡Ido! —dijo Babosa Letal.

—No hace falta que te alegres tanto.

Me puse a toda prisa el traje de vuelo y, antes de marcharme, eché otra mirada a la nave. «Nunca voy a ser capaz de arreglar este trasto —pensé—, así que, ¿por qué lo intento?».

Con un suspiro, enganché el extremo de mi línea de luz a una roca, la arrojé para que se pegara en una piedra cerca de la entrada de mi cueva, la agarré y me icé hasta la grieta para poder escurrirme hacia fuera e irme a clase.

Como una hora y media más tarde, me ajusté el casco, que me estaba rozando la cabeza, así los controles de mi nave y pasé zumbando junto a un cascote enorme. En la vida real, habría estado cayendo en llamas, peto, en el holograma, Cobb había dejado los escombros suspendidos en el aire para que practicáramos.

Empezaba a ser bastante buena metiéndome entre ellos sin estrellarme, aunque no estaba muy segura de cómo funcionaría esa habilidad cuando empezaran a… en fin, a caer desde el cielo con un potencial destructor espantoso. Pero había que ir poco a poco.

Activé la lanza de luz, que se extendió desde una torreta que había en la parte inferior de mi nave. Una línea brillante de energía roja anaranjada ensartó el trozo enorme de basura espacial.

—¡Ja! —exclamé—. ¡Mirad, le he dado!

Sin embargo, cuando pasé volando junto al cascote, la lanza de luz se tensó y el impulso me hizo pivotar. Mi nave giró en torno a la línea, haciendo que saltaran los ConGravs, y se estampó contra otro escombro flotante.

De pequeña, los otros niños y yo jugábamos a un juego con una pelota que estaba atada mediante una cuerda a un poste alto. Si se empujaba la pelota, daba vueltas alrededor del poste. Las lanzas de luz eran parecidas, solo que, en ese juego, los cascotes eran el poste y yo era la pelota.

Cobb suspiró en el auricular de mi casco mientras el holograma se volvía negro para señalar mi muerte.

—Eh —dije—, esta vez por lo menos le he dado.

—Enhorabuena por tu victoria moral mientras mueres —replicó él—. Seguro que tu madre estará muy orgullosa cuando le enviemos tu insignia hecha un pegote de escoria fundida.

Di un bufido y levanté la espalda para asomarme fuera de la cabina y mirar a Cobb. Estaba paseando por el espacio central de la sala, hablando por una radio que llevaba en la mano para comunicarse con nosotros a través de los cascos, aunque estábamos todos muy cerca.

Las diez pegabinas formaban un círculo, y el suelo del centro tenía su propio proyector, que escupía una reproducción en miniatura de lo que nosotros experimentábamos. Nueve navecitas holográficas pululaban alrededor de Cobb, que nos observaba como un dios gigantesco.

Bim se estrelló contra un cascote cerca de la cabeza de Cobb, y la lluvia de chispas dio un poco la impresión de que nuestro instructor había tenido una repentina idea genial. Quizá la comprensión de que éramos todos unos paquetes.

—¡Amplía los sensores de proximidad, Bim! —dijo Cobb—. ¡Tendrías que haber visto ese trozo ahí flotando!

Bim se levantó, saliendo de su holograma, y se quitó el casco. Se pasó la mano por el pelo azul, con cara de frustración.

Yo volví al interior de mi cabina mientras mi nave reaparecía en el borde del campo de batalla. Allí estaba Marea, flotando, observando a los demás revolotear entre pedazos de metal. Se parecía a las descripciones que me había hecho la yaya de un campo de asteroides, aunque, por supuesto, estaba en la atmósfera, no en el espacio. Por lo general, nos enfrentábamos a los krells en alturas que variaban entre los diez mil y los cuarenta mil pies.

La nave de Bim apareció cerca de nosotras, pero él no estaba dentro.

—¡Marea! —bramó Cobb—. ¡No seas tímida, cadete! ¡Métete ahí dentro! ¡Quiero verte balanceándote en tantas tirdosas líneas de luz que la fricción te queme!

Marea voló con timidez al interior del campo de escombros.

Volví a ajustarme el casco. Ese día me estaba molestando muchísimo. Quizá necesitara un descanso. Apagué mi holograma, me levanté del asiento para estirarme y vi cómo Cobb inspeccionaba una pasada que estaba haciendo Caracapullo con Nedd como compañero de ala. Dejé el casco en el asiento y fui hacia el holograma de Marea.

Eché un vistazo al interior y mi cabeza apareció como si acabara de atravesar el techo de su cabina. Marea estaba acurrucada dentro, con gesto intenso en su rostro tatuado. Me vio y se apresuró a quitarse el casco.

—Hola —dije en voz baja—. ¿Cómo va?

Ella señaló a Cobb con la barbilla.

—¿Fricción? —preguntó en voz baja, con su marcado acento.

—Es cuando te frotas la mano con algo tan rápido que hace daño. Como cuando te raspas contra la alfombra, o con cuerdas. Significa que quiere que practiques más con la lanza de luz.

—Ah —dio un golpecito en su panel de control—. ¿Qué dicho antes? ¿Sobre prox… proximación?

—Podemos ampliar los sensores de proximidad —respondí sin levantar la voz. Metí la mano y señalé un conmutador—. Eso sirve para ampliar el alcance del sensor. ¿Lo entiendes?

—Ah, sí. Sí. Entiendo. —Sonrió en agradecimiento.

Levanté el pulgar y salí de su holograma. Pillé a Cobb mirándome y parecía gustarle lo que había hecho, aunque enseguida se volvió para gritar a Arcada, que estaba intentando que FM aceptara apostarse el postre al resultado de la siguiente pasada.

Quizá habría sido más fácil que Cobb se explicara mejor, pero lo cierto era que Marea parecía comprender la mayor parte de las lecciones. Era solo que le daba vergüenza cuando entendía algo mal, así que yo procuraba estar un poco encima de ella.

Regresé a mi asiento y palpé el interior del casco, intentando descubrir qué era lo que me molestaba. «¿Qué son estos bultos?», pensé, apretando con los dedos. Tendrían el tamaño de una tarjeta de solicitud o una arandela grande, eran redondos, estaban por debajo del forro interior del casco y cada uno tenía una pequeña parte metálica en el centro que salía del forro. ¿Habían estado ahí desde siempre?

—¿Algún problema, cadete? —preguntó Cobb.

Me sobresalté. No lo había visto acercarse a mi pegabina.

—Esto… Mi casco, señor. Le pasa algo.

—No le pasa nada, cadete.

—No, mire. Toque aquí. Hay unos…

—No le pasa nada, cadete. El departamento médico ha ordenado que te cambien el casco esta mañana, antes de que llegaras. Ahora tiene sensores para controlar tus biolecturas.

—Ah —dije, relajándome—. Bueno, supongo que tiene sentido. Pero debería decírselo a los demás. Podría distraerlos si se…

—Solo han cambiado tu casco, cadete.

Fruncí el ceño. ¿Solo el mío?

—¿Qué… clase de lecturas me están tomando, entonces?

—No sabría decirte. ¿Te supone un problema?

—Imagino que no —dije, aunque sí que me incomodaba.

Intenté leer la expresión de Cobb, pero tenía el rostro impasible cuando cruzó la mirada con la mía. Fuera lo que fuese aquello, estaba claro que no iba a decírmelo. Pero no pude evitar pensar que tenía algo que ver con mi padre y con la aversión que me tenía la almirante.

Me puse el casco, activé la radio y luego encendí mi holograma.

—¡Bim! —exclamó Cobb en mi oído, como si no hubiera pasado nada—. ¿Estás cosiendo un jersey, o algo? ¡Vuelve a tu cabina!

—Si no hay más remedio… —dijo Bim.

—¿Más remedio? ¿Quieres barrer suelos en vez de luchar como piloto, chico? He visto piedras que vuelan casi tan bien como tú. ¡Podría meter una en tu asiento, pintarle de azul la parte de arriba, y por lo menos no sería tan respondona!

—Lo siento, Cobb —dijo Bim—. No pretendía ser respondón, pero… Bueno, es que esta mañana he estado hablando con unos cadetes del Escuadrón Tormenta de Fuego, y ellos llevan desde el principio haciendo escaramuzas.

—¡Me alegro por ellos! Cuando estén todos muertos, podréis ocupar su dormitorio. —Cobb suspiró, muy alto, exagerando—. Venga, vamos a probar una cosa.

Apareció un grupo de anillos dorados en el campo de batalla. Eran poco más grandes que una nave, y algunos de ellos estaban peligrosamente cerca de trozos de escombros flotantes.

—Alineaos y confirmad —ordenó Cobb.

—¡Ya lo habéis oído! —exclamó Caracapullo—. ¡Formad en mi posición!

Los otros ocho volamos hacia la nave de Caracapullo y formamos una línea antes de darle las confirmaciones verbales.

—¡Escuadrón preparado, instructor! —informó Caracapullo.

—Estas son las reglas —dijo Cobb—. Cada anillo que atraveséis vale un punto. Cuando empecéis una pasada, tenéis que mantener una velocidad de al menos Mag 1, y no podéis dar la vuelta si falláis un anillo. Hay cinco, y os dejaré que deis cinco pasadas por el circuito cada uno. Quien saque la puntuación más alta tendrá postre doble esta noche, pero os advierto que, si os estrelláis, se acabó la partida y os quedáis con los puntos que tuvierais antes de morir.

Me animé, e intenté no dar demasiadas vueltas a la idea de que para mí el premio era inútil. Por lo menos, quizá aquello me distrajera de lo incómodo que era mi casco.

—¿Un juego? —se sorprendió Arcada—. ¿Significa que de verdad va a dejar que nos divirtamos?

—Yo sé divertirme —dijo Cobb—. Lo sé todo sobre la diversión. ¡Para mí, consiste sobre todo en sentarme y soñar con el día en que todos dejéis de hacerme preguntas estúpidas!

Nedd soltó una risita.

—¡No era una broma! —exclamó Cobb—. Adelante.

Arcada aulló, sobrecargó su propulsor y salió disparada hacia el campo de cascotes. Yo reaccioné casi igual de rápido, acelerando a Mag 3, y estuve a punto de llegar antes que ella al primer anillo. Lo crucé pegada a su cola y eché un vistazo al radar. Bim, FM y Marea venían detrás de mí. Arturo y Nedd volaban en formación, como solían hacer. Esperaba que Kimmalyn llegara la última, pero vi que en realidad volaba por delante de Caracapullo, que estaba remoloneando por algún motivo.

Me concentré en el circuito y crucé el siguiente anillo. El tercero estaba casi todo por detrás de un cascote bien grande. La única forma de atravesarlo manteniendo la velocidad sería usar la lanza de luz para hacer un giro muy cerrado.

Arcada aulló de nuevo y ejecutó un giro de gancho casi perfecto a través del anillo. Yo tomé la decisión táctica de saltármelo, cuya sabiduría quedó demostrada cuando Bim intentó pivotar a través de él y se estrelló contra el cascote.

—¡Tirda! —gritó mientras su nave explotaba.

Reparé en que Caracapullo aún no había empezado el circuito.

Crucé el cuarto anillo, que flotaba entre dos escombros, pero fallé el último, que estaba detrás de una gran caja metálica que requeriría un giro con lanza de luz para rodearla. Acabé la primera pasada con tres puntos, aunque Arcada sacó cuatro. No había contado los de los demás. La pobre Kimmalyn se estrelló al intentar cruzar el cuarto anillo.

Los demás rodeamos el perímetro del campo de escombros para hacer otra pasada, y Caracapullo por fin entró para dar su primera. «Estaba mirando cómo lo cruzábamos —comprendí—. Estaba estudiando el campo de batalla».

Listo. Y en efecto, logró atravesar cuatro anillos, igual que Arcada.

Arcada se lanzó de inmediato para dar su segunda pasada, y me di cuenta de que el entusiasmo nos había hecho ir varias veces más deprisa que la velocidad mínima que había impuesto Cobb. ¿Por qué íbamos a querer volar tan deprisa? ¿Solo para terminar en primer lugar? Cobb no nos había ofrecido puntos por llegar los primeros.

«Qué idiota —pensé—. Esto no es una carrera, sino una prueba de precisión». Reduje a Mag 1 mientras Arcada, al tratar de enganchar otra vez el tercer anillo para hacer un giro cerrado, perdió el control y envió su nave contra un trozo de roca cercano.

—¡Ja! —exclamó. No parecía importarle haber perdido. Daba la impresión de estar contenta de que la instrucción se hubiera convertido en un juego.

Me concentré en el tercer anillo, repasando en mi mente una y otra vez las cosas que nos había enseñado Cobb. Al pasar, disparé mi lanza de luz contra el asteroide y no solo lo enganché, sino que, para mi sorpresa, rodé sobre la línea de energía de forma que la curva me hizo atravesar el anillo.

Bim silbó.

—Muy buena, Peonza.

Liberé la lanza de luz y ascendí.

—¿Quieres probar a hacerlo, Arturo? —preguntó Nedd mientras los dos volaban hacia el tercer anillo.

—Creo que tendremos más posibilidades de victoria si nos saltamos ese anillo en cada pasada.

—¡Pues mala suerte! —dijo Nedd. Enganchó a Arturo con su lanza de luz y tiró de él mientras caía en picado hacia el anillo.

Por supuesto, se estrellaron los dos. Crucé el cuarto anillo con facilidad, pasando como una exhalación entre los dos trozos de escombro flotantes. Pero fallé el quinto al atravesar solo el aire con mi lanza de luz.

—Nedd, ¡serás idiota! —gritó Arturo por mi auricular—. ¿Por qué has hecho eso?

—Quería ver qué pasaba —respondió Nedd.

—¿Querías…? Nedd, estaba clarísimo lo que iba a pasar. ¡Nos has matado a los dos!

—Mejor aquí que en el mundo real.

—Mejor en ningún sitio. Ahora no podemos ganar.

—De todas formas, nunca me como mi único postre —dijo Nedd—. Es malo para la figura, amigo mío.

Los dos siguieron riñendo por la radio. Me fijé en que FM no intentaba ningún anillo difícil. En su segunda pasada, atravesó únicamente los tres más fáciles.

Apreté los dientes y me centré en la competición. Tenía que derrotar a Jorgen. Era cuestión de honor.

Caracapullo terminó su segunda pasada con otros cuatro puntos, habiendo cruzado el tercer anillo pero no el último, que era el más difícil. Con eso, se puso en ocho puntos, y yo solo en siete. FM, que iba a lo seguro, tendría seis. No estaba muy segura de qué había hecho Marea, pero intentó el último anillo y falló, por lo que lo más probable era que fuese por detrás de mí.

Los cuatro que quedábamos rodeamos de nuevo el circuito para hacer la última pasada. De nuevo, Caracapullo se quedó atrás y dejó que entráramos antes los demás. «Muy bien», pensé, accionando la sobrecarga y cruzando el primer anillo a toda velocidad. Tenía que atravesarlos todos para tener alguna posibilidad. FM me llamó la atención al no intentar ni siquiera atravesar el primer anillo. Se quedó volando con cautela por encima del principio del circuito.

—FM, ¿qué haces? —preguntó Cobb.

—Me parece que todos estos payasos van a matarse, señor. Creo que podría ganar hasta sin haber sacado ni un solo punto.

«No —pensé mientras cruzaba raudo el segundo anillo—. Cobb ha dicho que conservamos los puntos si nos estrellamos, es solo que ya no podemos conseguir más». Por lo tanto, FM no ganaría, por mucha cautela que emplease. Cobb había tenido en cuenta esa posibilidad.

Me aproximé al tercer anillo, con las manos sudorosas. «Venga… ¡ya!». Activé la lanza de luz y di de lleno al cascote, pero no aceleré como debía y terminé rodando pero fallando al anillo.

Con los dientes rechinando, desconecté la lanza de luz y logré salir del giro sin golpear nada. Marea intentó cruzar el mismo anillo y estuvo a punto de conseguirlo, pero terminó estrellándose. Caracapullo seguía esperando fuera, observándonos para ver exactamente cuántos anillos necesitaría para ganar. «Listo. Otra vez».

Tirda, cómo odiaba a ese chico.

Estaba tan distraída que fallé el cuarto anillo, que era uno de los fáciles. Furiosa, notando cómo se me helaba la cara, usé la lanza de luz para ensartar el cascote grande y cuadrado, giré hacia abajo y la curva me llevó derecha a través del quinto anillo, que, por lo que había visto, nadie más había logrado cruzar.

Lo cual me dejaba con un total de diez puntos, y Caracapullo tenía ocho. No le costaría nada superarme. Noté bullir mi rabia mientras por fin se dignaba a dirigirse hacia el circuito. ¿Quién se creía que era, allí sentado como un rey de la antigüedad, mirando a los plebeyos revolverse a sus pies? ¡Menudo arrogante! Pero lo peor de todo era que había hecho bien en esperar. Había sido más listo que yo, y había obtenido una ventaja clara. Iba a ganar.

A no ser…

En mi mente arraigó una idea espantosa. Giré y sobrecargué el propulsor para acelerar hasta Mag 5 y esprintar de vuelta hacia la línea de salida. Por encima de mí, Caracapullo atravesó el primer anillo a ritmo tranquilo, justo a la velocidad mínima permitida.

—Eh, Peonza —me llamó Nedd—. ¿Qué estás haciendo?

Sin hacerle caso, giré hacia arriba y esquivé los cascotes flotantes. Por delante de mí, Caracapullo se acercaba al segundo anillo, uno de los fáciles… y el que lo pondría en diez puntos.

«Todo hacia delante», pensé, sin dejar de sobrecargar. Acercándome a la línea roja tras la que, en un ascenso como aquel, me arriesgaría a quedarme inconsciente.

—¿Peonza? —preguntó Bim.

Sonreí de oreja a oreja. Y estampé mi nave contra la de Caracapullo, sobrecargando los dos escudos y haciéndonos estallar en pedazos. Nos convertimos en luz.

Y luego, volvimos a cobrar forma en el borde del campo de batalla.

—¿Qué narices ha sido eso? —gritó Caracapullo—. ¿Se puede saber en qué pensabas?

—Pensaba en ganar —respondí, reclinándome en el asiento, satisfecha—. La senda del guerrero, Caracapullo.

—¡Formamos un equipo, Peonza! —dijo él—. ¡Eres una descarada, una egoísta, una asquerosa y un pedazo de…!

—Ya basta, Jorgen —lo interrumpió Cobb.

Caracapullo se quedó callado, pero caí en la cuenta de que no respondía con su habitual y obsequioso: «¡Sí, señor!».

Los hologramas se desactivaron y Cobb vino hacia mi cabina.

—Estás muerta.

—Pero he ganado de todas formas —dije.

—Es una táctica que no te serviría de nada en un combate real —insistió Cobb—. No te llevas ningún punto a casa si estás muerta.

Me encogí de hombros.

—Las normas las ha puesto usted, Cobb. Yo tengo diez puntos y Caracapullo, nueve. No es culpa mía que no haya podido intentar llevarse los últimos puntos.

—¡Claro que lo es! —exclamó Caracapullo, levantándose fuera de su cabina—. ¡Es culpa tuya del todo!

—Ya basta, hijo —dijo Cobb—. No merece la pena enfadarse por esto. Has perdido. A veces, pasa. —Me miró—. Aunque creo que voy a tener que cambiar las normas de ese juego.

Me levanté, sonriendo de oreja a oreja.

—Descanso de cinco minutos —dijo Cobb—. Quiero que os enfriéis y no os estranguléis entre vosotros. Provocaría demasiado papeleo.

Fue renqueando a la puerta y salió, tal vez para coger su café del mediodía.

Kimmalyn corrió hasta mi asiento, haciendo rebotar sus rizos oscuros.

—¡Peonza, ha sido maravilloso!

—¿Qué dice la Santa sobre los juegos? —le pregunté.

—«No puedes ganar si no juegas» —dijo Kimmalyn.

—Pues claro.

—¡Pues claro! —Volvió a sonreír.

Bim pasó al lado y me levantó el pulgar. Por encima de su hombro, vi que Caracapullo me miraba con abierta hostilidad mientras Arturo y Nedd intentaban tranquilizarlo.

—No te preocupes, Jorg —dijo Nedd—. Aun así, has ganado a Arturo.

—Muchísimas gracias, Nedd —espetó Arturo.

Kimmalyn salió del aula para buscar algo de beber, y yo me senté en mi cabina y saqué una de las cantimploras que llevaba en la mochila. Todos los días rellenaba las tres en el cuarto de baño.

—Bueno —dijo Bim, apoyándose contra mi proyector holográfico—, así que te gustan mucho los guerreros y tal, ¿eh?

—Me inspiran —repuse—. Mi abuela me cuenta historias de héroes antiguos.

—¿Tienes algún favorito?

—Supongo que Beowulf —dije, y di un largo sorbo de agua de la cantimplora—. Mató un dragón, nada menos, y arrancó el brazo a un monstruo. Tuvo que hacerlo con las manos, porque no podía cortarlo con la espada. Pero también está TKasína Máni, que derrotó al gran guerrero Custer, y Conan el Cimmerio, que luchó en tiempos antiguos, antes de que hubiera escritura.

—Sí, eran geniales —dijo Bim, y me guiñó el ojo—. Bueno, en realidad no había oído hablar de ellos hasta ahora. Pero seguro que eran geniales. Hum… Tengo sed.

Se sonrojó y se marchó, dejándome confundida. ¿Qué había sido…?

«Estaba… estaba flirteando conmigo —comprendí, aturdida—. O al menos, intentándolo».

¿Era posible? O sea, en realidad era bastante guapo, así que ¿por qué iba a…?

Volví a mirarlo y lo pillé en lo que parecía el punto álgido de un rubor. ¡Tirda! Era lo más raro que me había pasado desde que empecé en la escuela de vuelo, y eso que pasaba las mañanas hablando con una babosa.

Pensaba en los chicos, pero la vida nunca me había dejado demasiado tiempo para esas cosas. La última vez que había tenido un impulso romántico había sido a los ocho años, cuando había regalado a Gali un hacha de mano que me había salido muy bien, hecha con una piedra y un palo. Pero a la semana siguiente había decidido que Gali daba asco. Porque… en fin, porque tenía ocho años.

Me levanté de un salto.

—Esto… ¿Bim? —dije.

Él volvió a mirarme.

—¿Has oído hablar de Odiseo?

—No —dijo él.

—Era un antiguo héroe que combatió en la mayor guerra que hubo jamás en la Tierra, la guerra de Troya. Se dice que tenía un arco tan fuerte que, aparte de él, solo un gigante podía tirar de la cuerda. Él… tenía el pelo azul, ¿sabes?

—¿Ah, sí? —preguntó Bim.

—Molaba bastante —dije, y acto seguido me senté y di un largo sorbo de mi cantimplora.

«¿He estado fina? He estado fina, ¿verdad?».

No estaba muy segura de qué dirían Sun Tzu o Beowulf sobre flirtear con chicos guapos. ¿Quizá que tenías que compartir los cráneos de tus enemigos con él, como gesto de afecto?

Noté en mi interior una calidez y como un empalagamiento, en el buen sentido, hasta que vi a Caracapullo mirándome desde el otro lado del aula. Le sostuve la mirada, dura y furiosa.

Él se volvió hacia Nedd y Arturo con gesto teatral.

—Supongo que no podíamos esperar nada de verdadero honor —dijo— en la hija de Zeen Nightshade.

Me inundó una oleada de frío.

—¿De quién? —preguntó Nedd—. Un momento, ¿quién has dicho que es?

—Ya sabéis —dijo Caracapullo, con la voz lo bastante alta para que se oyera por toda el aula—. Identificador: Perseguidor. El Cobarde de Alta.

La estancia quedó en silencio. Sentí que los ojos de todos se volvían hacia mí. ¿Cómo lo había averiguado? ¿Quién se lo había dicho?

Me levanté. Tirda, hasta Kimmalyn parecía saber quién era Perseguidor. Se le cayó de la mano la cantimplora y rebotó contra el suelo, derramando agua sin que ella se diera cuenta.

—¿Quién? —preguntó Marea—. ¿Qué pasado?

Quería salir corriendo. Esconderme. Escapar de todos aquellos ojos. Pero no pensaba huir.

—Mi padre —dije— no era un cobarde.

—Lo siento —dijo Caracapullo—. Solo estoy citando la historia oficial.

Me miró con aquella cara arrogante que tantas ganas daba de aporrear. Me descubrí a mí misma enrojeciendo de vergüenza… y luego de ira.

No debería sentir vergüenza. Había pasado casi toda mi vida con aquello encima. Estaba acostumbrada a las miradas, a los bisbiseos. Y no me daba vergüenza mi padre, ¿verdad que no? Así que ¿por qué debería importarme que los demás se hubieran enterado? Pues bueno. Pues muy bien. Estaba contenta de ser la hija de Perseguidor.

Era solo que… había estado bien. Me había gustado poder abrirme mi propio camino, sin estar en la sombra de nadie.

Pensarlo me hizo sentir como si traicionara a mi padre, y eso me puso incluso más furiosa.

—Vive en una cueva, ¿sabes? —dijo Caracapullo a Arturo—. Va allí todas las noches. Los operadores del ascensor me han dicho que la ven salir andando del pueblo, porque no puede…

Se interrumpió al ver que Cobb entraba con una humeante taza de café en la mano. Cobb me miró de inmediato, y luego a Caracapullo.

—Volved a los asientos —nos ladró—. Todavía nos queda trabajo para hoy. Y Rara, ¿se te ha caído esa cantimplora?

Kimmalyn se movió por fin y recogió su cantimplora, y todos entramos en nuestras cabinas sin decir nada más. Hubo un momento, poco después de que empezáramos a practicar con las lanzas de luz de nuevo, en el que vi a Cobb mirándome con expresión adusta, con unos ojos que parecían decir: «Tenía que ocurrir en algún momento, cadete. ¿Vas a rendirte?».

Jamás.

Pero eso no impidió que tuviera náuseas durante toda la sesión de prácticas.

Unas horas más tarde, salí del lavabo de mujeres con las cantimploras rellenadas. Una pareja nueva de policías militares me escoltó hasta las puertas, me vio salir y, como siempre, me dejó allí.

Recorrí con paso pesado los terrenos de la base, sintiéndome frustrada, enfadada y sola. Debería haber seguido hacia fuera de la base, hacia mi cueva. Pero en vez de eso, cogí un camino que rodeaba el edificio de entrenamiento, que pasaba por delante del comedor.

Miré por una ventana y vi a los demás sentados a una mesa de metal, charlando, riendo, discutiendo. Hasta habían convencido a Caracapullo de que esa noche cenara con ellos: una concesión muy poco frecuente a la plebe, ya que normalmente se marchaba en coche hasta su ascensor exclusivo. Nedd decía que podía llegar a las cavernas inferiores en menos de un cuarto de hora.

Allí estaba él, disfrutando lo que a mí se me prohibía, después de arrojar por los aires mi secreto como si fuera un puñado de raciones caducadas. Lo odiaba. En ese momento, los odiaba un poco a todos. Casi odiaba hasta a mi padre.

Me interné furiosa en la noche y salí de la base por la entrada principal. Giré a la izquierda, hacia el huerto, y atajé a través de él para abandonar la civilización. Pasé por delante de los pequeños garajes donde Caracapullo aparcaba su aerodeslizador.

Paré allí, en la oscuridad, y miré su garaje. En esa ocasión, la puerta frontal estaba cerrada, pero había otra lateral abierta que me dejaba ver el coche en el interior. Tardé como medio segundo en tener otra idea espantosa.

Miré alrededor y no vi a nadie observándome. Las cieluces estaban lejos y había anochecido temprano, y los labradores ya se habían marchado a casa. Estaba lo bastante lejos de las puertas principales de la base para que los guardias apostados allí no pudieran verme en la penumbra.

Me colé por el lado del pequeño garaje, cerré la puerta y encendí mi línea de luz para poder ver algo. Encontré una llave en la pared del minúsculo cobertizo y abrí el capó del aerodeslizador azul.

Que Caracapullo volviera caminando a casa esa noche. Sería lo justo. A fin de cuentas, a mí me tocaba caminar hasta la caverna, y esa noche tendría que hacerlo cargando con una enorme matriz de energía, de tamaño coche, atada a la espalda.