48
Asistí a la graduación.
Estaba en el público con todos los demás, en la plaza de armas que había al lado del parque de las estatuas, dentro de la base Alta.
Sobre una tarima de madera, Férrea puso en el pecho a los ocho graduados los símbolos de su éxito. Yo estaba al fondo del escaso público, rodeada de otras personas con insignias de cadete. Gente que no había llegado a graduarse, como yo. Aunque no pudiéramos volar, nuestras insignias nos permitían acceder a los ascensores siempre que quisiéramos, y se nos invitaba a actos como aquel. Me había llegado un modelo de carta firmado por Férrea.
Sentí emociones complicadas mientras veía a Jorgen y FM aceptar sus insignias. Desde luego, estaba orgullosa. Y también tenía una envidia tremenda, mientras a la vez sentía un vergonzoso alivio. No sabía si era lo bastante de fiar para haber estado allí arriba, en aquella tarima. Con aquello se resolvía el problema. No había tenido que decidirlo.
Pero en lo más profundo del corazón, mi mundo se caía en pedazos. ¿No iba a volar nunca más? ¿Podía vivir siquiera, sabiéndolo?
Jorgen y FM saludaron con manos enguantadas, vestidos con uniformes nuevos muy blancos. Aplaudí a los ocho graduados junto al resto del público, pero no pude evitar pensar que habíamos perdido como mínimo el triple de naves en los anteriores cuatro meses. No hacía tanto tiempo, un buen piloto de la FDD podía volar durante cinco años, acumular un par de docenas de muertes enemigas y retirarse para pilotar naves de carga. Pero las bajas iban cada vez a peor, y había menos y menos pilotos que duraran esos cinco años.
Los krells estaban ganando. Sin prisa pero sin pausa.
Férrea se adelantó para hablar.
—Lo normal sería que ahora mismo estuvierais preparándoos para que pronuncie un mal discurso. Prácticamente se ha convertido en traducción. Pero hoy tenemos entre manos una operación de cierta importancia, así que lo reduciré a unas pocas palabras. Estas personas que tengo detrás representan lo mejor de nosotros. Son nuestro orgullo, el símbolo de nuestro Desafío. No nos esconderemos. No retrocederemos. Reclamaremos nuestra tierra natal en las estrellas, empezando hoy mismo.
Más aplausos, aunque deduje de las conversaciones a mi alrededor que era extraño que la almirante diera un discurso tan breve. Mientras servían un refrigerio en las mesas que teníamos a nuestra derecha, la almirante y su personal de mando se marcharon sin hablar con nadie. Lo más raro fue que los pilotos recién nombrados la siguieron.
Estiré el cuello y vi que un escuadrón de cazas ascendía por el aire desde una plataforma de lanzamiento cercana. ¿Estaría produciéndose una incursión? ¿De verdad necesitaban a todos los graduados? Después de haber pasado unos días abajo con mi madre y la yaya, tenía ganas de ver otra vez a Jorgen y a FM.
Se oyeron explosiones lejanas cuando los cazas llegaron a una distancia segura de la base, sobrecargaron sus propulsores y superaron la barrera del sonido. Un hombre que estaba cerca de mí comentó que los líderes importantes de la asamblea, entre ellos quienes tenían hijos en la clase que se graduaba, no habían asistido a la ceremonia. Sin duda, ocurría algo.
Di un paso hacia las plataformas de lanzamiento, pero entonces metí las manos en el bolsillo de mi mono. Me volví para marcharme, pero me detuve. Cobb estaba allí de pie, sosteniendo un bastón con pomo dorado. Qué raro. No creía haberlo visto nunca con uno de esos.
Incluso con su elegante uniforme blanco, parecía tan viejo como un peñasco erosionado tirado en el polvo. Le hice el saludo marcial. No había sido capaz de enfrentarme a él, de enfrentarme a ninguno de ellos, desde que me habían derribado.
Cobb no me devolvió el saludo. Se acercó a mí cojeando y me miró de arriba abajo.
—¿Nos opondremos a esto?
—¿Qué hay a lo que oponerse? —pregunté, manteniendo el saludo.
—Baja esa mano, chica. Te quedaste muy cerca de graduarte. Puedo argumentar que, como mínimo, te deberían conceder la insignia de piloto igual que a Arturo.
—De todas formas no podría volar, así que ¿qué importa?
—Una insignia de piloto graduado tiene mucho valor en Ígnea.
—Esto nunca ha sido por una insignia —dije. Miré por encima de su hombro hacia otro escuadrón que despegaba—. ¿Qué está pasando?
—¿Te acuerdas de ese astillero que encontraste? Debería caer de su órbita hoy mismo. La almirante está decidida a hacerse con él y, si gana esta batalla, podríamos tener cientos de nuevos puestos para pilotos, más de los que podemos llenar.
Por fin bajé la mano de la cabeza, mientras el segundo escuadrón superaba la velocidad del sonido. Una sucesión de chasquidos lejanos resonaron en el aire e hicieron traquetear los platos en la mesa del refrigerio.
—¿Peonza? —dijo Cobb—. No pensaba que fueses de las que se…
—He oído las estrellas, Cobb.
Calló de inmediato.
—He visto los ojos —añadí—. Mil puntitos de luz azul. Más. Millones. Y como uno solo, se giraron para observarme. Y me vieron.
Cobb se puso blanco como una sábana. La mano le tembló en el bastón. Estábamos casi solos en el terreno apisonado de la plaza de armas.
—Tengo el defecto —susurré—, igual que mi padre.
—Ya… ya veo.
—¿Se comportó de forma errática antes de ese día? —pregunté—. ¿Mostró algún signo antes de volverse de repente contra su escuadrón?
Cobb negó con la cabeza.
—Veía cosas, oía cosas, pero nada peligroso. Judy, Férrea, siempre le decía que, aunque el defecto fuese real, podía superarlo. Luchó por él, lo defendió. Se arriesgó ella misma, hasta que…
Se lanzó un tercer escuadrón. Estaban empeñados de verdad en hacerse con aquel astillero.
Alcé la mirada hacia las sombras cambiantes del campo de escombros. Suspiré, desenganché la radio de mi cinturón y se la tendí a Cobb.
Él vaciló antes de cogerla. En sus ojos preocupados, en su cara blanquecina, pude ver la verdad. Saber que había visto aquellos ojos… le había hecho cambiar de opinión. Ya no quería que yo volara. Era demasiado peligrosa.
—Lo siento, chica —dijo.
—Es mejor así —repuse—. No tendremos que preocuparnos por lo que podría o no podría hacer.
Me obligué a sonreír y le di la espalda para ir hacia la mesa del refrigerio. Por dentro, me estaba desmoronando.
La persona que había sido cuatro meses antes jamás habría aceptado un «defecto» misterioso como excusa para impedirme volar. Pero ya no era esa persona. Era alguien distinta, alguien que no podía considerar el valor y la cobardía en los mismos términos que antes.
Me había eyectado. Había estado a punto de hundirme bajo el peso de mis amigos caídos. Incluso sin toda aquella locura de oír las estrellas, no estaba nada convencida de que mereciera volar.
Era mejor si me olvidaba de todo. Agaché la cabeza y me alejé de las mesas del refrigerio, sin ganas de estar con más gente.
Una mano me cogió del brazo.
—¿Dónde crees que vas tú?
Miré hacia arriba, preparada para dar un puñetazo… ¿a Nedd?
Tenía una sonrisa bobalicona en los labios.
—Me he perdido la ceremonia, ¿verdad? Creía que no pasaba nada por llegar un poco tarde, porque Férrea siempre se tira como diez horas hablando. ¿Dónde están Caracapullo y FM? Quiero darles la enhorabuena.
—Volando, en una misión.
—¿Justo hoy? —se sorprendió Nedd—. Qué mal pensado. Se supone que tenía que obligarlos a venir con nosotros a una fiesta de verdad. —Parecía molesto de verdad mientras, por detrás de nosotros, un cuarto escuadrón de naves se elevaba en el aire. Nedd suspiró y volvió a cogerme del brazo—. Bueno, por lo menos puedo obligarte a ti.
—Nedd, no lo conseguí. Me eyecté y…
—Lo sé. Pero así no perderás méritos por salir de la base y venir a la fiesta. —Tiró de mí—. Vamos. Los demás ya han llegado. La familia de Arturo tiene acceso a la radio. Podremos escuchar la batalla y animarlos.
Suspiré, pero lo último que había dicho Nedd me intrigaba. Dejé que se me llevara mientras un quinto escuadrón de naves se elevaba en el aire y volaba en la misma dirección que los anteriores.
—Cobb me ha dicho que la almirante va a intentar recuperar el astillero —expliqué mientras Arturo colocaba una radio grande y aparatosa en nuestra mesa del restaurante y hacía temblar las copas—. Nedd y yo hemos visto que despegaban al menos cinco escuadrones. Van en serio.
Los demás se congregaron. Me alegré de verlos otra vez, y me dio una extraña sensación refrescante no captar ninguna actitud de condena en sus ojos. Kimmalyn, Nedd, Arturo. Por lo demás, el restaurante estaba casi vacío. Lo ocupábamos solo nosotros y un par de adolescentes más jóvenes, que no llevaban insignias de vuelo y supuse que serían hijos de personal de tierra o trabajadores de la huerta.
—Han convocado a todo el mundo —dijo Arturo, llevando un cable desde la radio hasta la pared—. Hasta a los reservistas de las cavernas inferiores. ¡Menuda batalla va a ser!
—Sí —dije. Bajé la mirada a mi bebida y mis algas fritas, ninguna de las cuales había tocado.
—Oye —dijo Kimmalyn, clavándome el dedo índice en el costado—. ¿Estás enfurruñada?
Me encogí de hombros.
—Bien —dijo ella—. ¡Hoy es buen día para enfurruñarse!
—Día de graduación —repuso Nedd, y alzó su copa—. ¡Por el club de los fracasados!
—¡Hurra! —exclamó Kimmalyn, alzando también la suya.
—Sois idiotas los dos —dijo Arturo, trasteando con los diales de la radio—. Yo no fracasé. Me gradué antes que el resto.
—¿Ah, sí? —preguntó Nedd—. ¿Y le han llamado a usted para volar en esta batalla, don piloto graduado, señor?
Arturo se ruborizó. Me fijé por primera vez en que no llevaba su insignia de piloto. La mayoría de quienes las tenían se las ponían todos los días, fuesen de uniforme o no.
La radio empezó a escupir una conversación y Arturo se apresuró a bajar el volumen, y siguió sintonizando hasta llegar a un canal por el que hablaba una firme voz femenina.
—Allá vamos —dijo—. El canal de supervisión de la Asamblea. Esto debería ser una narración directa de la batalla para los líderes gubernamentales, no la versión censurada que transmiten a la gente que escucha abajo, en Ígnea.
Nos acomodamos mientras hablaba la mujer de la radio.
—Con el lanzamiento del Escuadrón Hiedra, ya tenemos once escuadrones en el aire y cinco tríos de exploradores. Que los Santos y la Estrella Polar nos guarden en este día, mientras los gloriosos luchadores de la Liga Desafiante entran en combate.
Nedd dio un silbido.
—¿Once? ¿Tenemos tantos escuadrones?
—Es evidente que sí —dijo Arturo—. En serio, Nedd, ¿alguna vez piensas antes de hablar?
—¡No! —Nedd dio un sorbo a su bebida verde con burbujas.
—Un hombre que dice lo que piensa —afirmó Kimmalyn, solemne— es un hombre con pensamientos de los que hablar.
—En general, mantenemos doce escuadrones —dijo Arturo—. Cuatro están de servicio en todo momento, normalmente uno o dos de ellos patrullando en el aire. Otros cuatro, preparados para responder de inmediato. Y los últimos cuatro en la reserva, protegidos en las cavernas inferiores. Antes intentábamos mantenerlos con diez naves por escuadrón, pero ahora tenemos solo once escuadrones, y casi todos están formados solo por unos siete cazas.
—Ochenta y siete valientes pilotos —prosiguió la locutora— vuelan para enfrentarse a los krells y recuperar el tesoro. ¡La victoria traerá a nuestra liga una gloria y un botín sin precedentes!
Tenía una voz parecida a la de los locutores que había escuchado abajo. Fuerte pero casi monótona, daba la impresión de estar leyendo las páginas que le iban poniendo delante.
—Esto es demasiado estéril —dije—. ¿Podemos oír las conversaciones reales, sintonizar la banda de los pilotos?
Arturo miró a los otros. Nedd se encogió de hombros, pero Kimmalyn asintió, de modo que Arturo bajó más aún el volumen.
—Se supone que esos no deberíamos escucharlos —dijo en voz baja—. Pero ¿qué van a hacer, expulsarnos de la FDD?
Usó el dial para sintonizar hasta que encontró el canal general de jefes de escuadrón. Las radios de Ígnea no podrían oír lo que estaban diciendo, pero estaba claro que la familia de Arturo era lo bastante importante como para tener una radio con descodificador.
—Ya vienen —dijo una voz que no conocía—. Tirda. ¡Son muchísimos!
—Dadnos un conteo —ordenó Férrea—. ¿Cuántos escuadrones? ¿Cuántas naves?
—Exploradores informando. —Esa voz sí la reconocí. Era Capa, una de los exploradores que habían volado con nosotros—. Enseguida tendrá las cifras, almirante.
—Todos los escuadrones activos —dijo Férrea—, permaneced a la defensiva hasta que tengamos el conteo de enemigos. Cambio y corto.
Acerqué más mi silla y escuché las conversaciones mientras intentaba imaginar la batalla. Otro explorador describió el astillero que caía. Era una construcción de acero enorme y antigua, con grandes agujeros abiertos y pasillos serpenteantes.
Llegaron las cifras de los exploradores. La primera oleada de krells estaba compuesta por cincuenta cazas, pero los siguieron otros cincuenta. El enemigo sabía lo importante que era aquel enfrentamiento y habían enviado todas las naves que podían. Estaban igual de comprometidos que nosotros.
—Cien naves —dijo Nedd sin alzar la voz—. Menuda batalla debe de ser.
Parecía turbado. Quizá estuviera recordando nuestra persecución por las entrañas del anterior astillero.
—Pues nada, han puesto toda la carne en el asador —dijo Férrea—. Escuadrones Contracorriente, Valquiria, Tungsteno y Pesadilla, quiero que proporcionéis fuego de cobertura. Escuadrones interiores, que los krells no se acerquen a ese astillero. ¡No permitáis que detonen una bomba sobre él!
Llegó una serie de respuestas afirmativas de los jefes de escuadrón. Cerré los ojos e imaginé la jauría de naves, los disparos de destructor en el aire. Era un campo de batalla relativamente abierto, con pocos escombros salvo el enorme astillero.
Mis manos empezaron a moverse como si estuviera pilotando una nave. Podía sentirlo. El traqueteo de mi cabina, las ráfagas de aire, la llama del propulsor…
¡Santos y estrellas, cómo iba a echarlo de menos!
—Eso es un bombardero —dijo una jefa de escuadrón—. Tengo la confirmación de tres naves.
—Confirmado también por los exploradores —añadió Capa—. Estamos viéndolo. Mando de Vuelo, un bombardero se dirige al astillero. Lleva una aniquiladora.
—¡Apartadlo! —ordenó Férrea—. Proteger los restos es nuestro objetivo más importante.
—Sí, señora —dijo un jefe de escuadrón—. Solicito confirmación. ¿Lo apartamos, aunque signifique empujar al bombardero hacia Alta?
Silencio en la línea.
—A velocidad de bombardero, tardará más de dos horas en tener Alta en su alcance —dijo Férrea—. Habrá tiempo para detenerlo antes de eso. La orden es firme.
—¿Dos horas? —se sorprendió Nedd—. Están más lejos de lo que pensaba.
—Bueno, los bombarderos son como la mitad de rápidos que un Poco —dijo Arturo—. Por lo tanto, el astillero está descendiendo como a una hora de distancia de nosotros, que es más o menos lo que han tardado nuestras fuerzas en llegar a él. Encaja, si te paras a calcularlo.
—¿Y para qué iba a hacerlo —replicó Nedd— si ya te ocupas tú del trabajo duro?
—¿Alguien más siente… ansiedad? —preguntó Kimmalyn.
—Han dicho que fuera hay una aniquiladora que podría acabar viniendo hacia aquí —respondió Arturo—, así que sí.
—No por eso —dijo Kimmalyn, mirándome—. Por estar aquí sentados, escuchando.
—Tendríamos que estar allí arriba —susurré—. Este es el combate definitivo, como lo fue la Batalla de Alta. Necesitan a todo el mundo… y aquí estamos nosotros. Escuchando. Bebiendo refrescos.
—Han desplegado todos los cazas que tienen la menor posibilidad de combatir —dijo Arturo—. Si hubiéramos vuelto a la FDD, solo estaríamos sentados allí, escuchando también.
—Lo hemos espantado —dijo un jefe de escuadrón—. Confirmado, el bombardero se ha apartado del objetivo de rescate. Pero almirante, sí que está intentando virar en dirección a Alta.
—Y ese bombardero es rápido —añadió Capa—, más que la mayoría.
—Contingentes de exploradores —dijo Férrea—, avanzad para interceptar. Todos los demás, no os distraigáis. ¡Seguid con ese astillero! Esto podría ser un señuelo.
—Me quedan solo tres naves —informó una jefa de escuadrón—. Solicito apoyo. Nos están abrumando, Mando de Vuelo. Tirda, ya…
Silencio.
—La jefa del Escuadrón Valquiria ha caído —dijo otra persona—. Voy a quedarme con los cazas que les quedan. Mando de Vuelo, están dándonos duro aquí fuera.
—Todas las naves, ofensiva total —ordenó Férrea—. Alejadlos. No dejéis que lleguen al astillero.
—Sí, señora —respondió un coro de jefes de escuadrón.
La batalla siguió su curso un tiempo y nosotros escuchamos, tensos. No solo por los pilotos que estaban muriendo para que pudiéramos reclamar el astillero, sino también porque, a cada momento que pasaba, aquel bombardero estaba acercándose más y más a Alta.
—Naves exploradoras —dijo Férrea al cabo de un tiempo—, ¿tenéis información nueva sobre esa aniquiladora?
—¡Seguimos tras ella, señora! —respondió Capa—. Pero el bombardero está bien defendido. Diez naves.
—Entendido —dijo Férrea.
—¡Señora! —exclamó Capa—. De verdad es más rápido que los bombarderos habituales. Y acaba de acelerar más. Si no vamos con cuidado, entrará en alcance de explosión respecto a Alta.
—Atacad —ordenó Férrea.
—¿Con solo naves exploradoras?
—Sí —dijo Férrea.
Me sentí impotente del todo. De niña, oyendo historias bélicas, se me había llenado la cabeza de dramatismo y emoción, de gloria y muerte. Pero ese día, percibía la tensión en las voces mientras los jefes de escuadrón veían morir a sus amigos. Oía las explosiones por el canal, y me encogía con cada una de ellas.
Jorgen y FM estaban allí fuera, en alguna parte. Yo debería estar ayudándolos. Protegiéndolos.
Cerré los ojos. Sin pretenderlo del todo, puse en práctica el ejercicio de la yaya y me imaginé elevándome entre las estrellas. Escuchándolas. Intentando alcanzar…
Dentro de mis párpados apareció una docena de puntitos de luz blanca. Luego centenares. Sentí que la atención de algo vasto, algo terrible, cambiaba hacia mí.
Di un respingo y abrí los ojos. Los puntitos de luz se desvanecieron, pero el corazón siguió atronándome en los oídos y no pude pensar más que en esa ineludible sensación de que había cosas viéndome. Cosas antinaturales. Cosas llenas de odio.
Cuando por fin logré concentrarme de nuevo en la batalla, Capa estaba informando de un conflicto pleno contra las naves que protegían la aniquiladora. Arturo pasó unas cuantas frecuencias hasta encontrar el canal de su escuadrón. Habían unificado a doce exploradores en un solo escuadrón para aquella batalla.
Arturo fue alternando entre el canal de los exploradores y el de los jefes de escuadrón. Los dos enfrentamientos eran intensos, pero por fin, para nuestro alivio, llegó una buena noticia.
—¡Bombardero destruido! —informó Capa—. La bomba aniquiladora está en caída libre hacia el suelo. ¡Todos los exploradores, apartaos! ¡Sobrecargad, ya! —Su canal vaciló y crepitó.
Esperamos, ansiosos. Y me pareció oír la secuencia de tres explosiones resonando en la lejanía. De hecho, estaba segura de que era eso. Tirda. Había sido muy cerca de Alta.
—¿Capa? —dijo Férrea—. Buen trabajo.
—Está muerta —dijo una voz suave por el canal. Era FM—. Aquí identificador: FM. Capa ha muerto en la explosión. Quedamos… Señora, quedamos tres pilotos en el escuadrón de exploradores. Los demás han muerto en la lucha.
—Confirmado —dijo Férrea—. Que las estrellas acojan sus almas.
—¿Quiere que… regresemos a la otra batalla? —preguntó FM.
—Sí.
—Muy bien. —Sonaba alterada.
Miré a los demás, llena de frustración. Seguro que había algo que pudiéramos hacer.
—Arturo —dije—, ¿tu familia no tenía naves privadas?
—Tres cazas —respondió él—. Abajo, en las cavernas profundas. Pero tienen por norma no involucrarse en batallas de la FDD.
—¿Ni siquiera en las más desesperadas, como esta? —preguntó Kimmalyn.
Arturo titubeó un momento y habló en voz más baja.
—Sobre todo, en batallas como esta. Están para proteger a mi familia si tenemos que evacuar. Cuanto peor se ponga la cosa, menos probable es que mis padres ofrezcan sus naves.
—¿Y si no se las pedimos? —propuso Nedd—. ¿Y si cogemos las naves y ya está?
Arturo y él cruzaron la mirada y sonrieron. Los dos me miraron, y el corazón me tembló de emoción. Volar otra vez. En una batalla como aquella, similar a la Batalla de Alta.
La batalla en la que… en la que mi padre se había venido abajo. Era demasiado peligroso que yo subiera allí arriba. ¿Y si hacía lo mismo que él y me volvía contra mis amigos?
—Llevaos a Kimmalyn —me descubrí diciendo.
—¿Estás segura? —preguntó Arturo.
—¡Yo no! —protestó Kimmalyn. Me cogió las manos—. Peonza, tú eres mejor que yo. Seguro que fallo otra vez.
—Las naves de mi familia están en una caverna protegida —dijo Arturo—. Tardaremos como mínimo quince minutos en subirlas con el montacargas privado para naves. Y eso, sin contar la parte de ingeniárnoslas para colarnos y robarlas.
Apreté las manos de Kimmalyn.
—Rara —le dije—, eres la mejor tiradora que he visto nunca, la mejor de la que he oído hablar en la vida. Te necesitan. FM y Jorgen te necesitan.
—Pero tú…
—Yo no puedo volar, Rara —la interrumpí—. Hay un motivo médico que no puedo explicar ahora mismo, así que tienes que ir tú. —Le apreté más las manos.
—Fallé a Arcada —dijo ella en voz baja—. Fallaré a los demás.
—No. La única forma de que falles, Kimmalyn, es no estando allí. Tienes que estar allí.
Se le humedecieron los ojos y me aferró en un abrazo. Arturo y Nedd salieron a toda prisa del restaurante y Kimmalyn corrió tras ellos.
Me hundí en mi asiento y me apoyé en la mesa, crucé los brazos y apoyé en ellos la cabeza.
La conversación continuó por el canal de radio, y se añadió a ella una voz nueva.
—Mando de Vuelo —dijo una voz entrecortada de mujer—. Aquí el puesto de avanzada antiaéreo cuarenta y siete. Nos han destruido, señora.
—¿Destruido? —dijo Férrea—. ¿Qué ha pasado?
—Nos ha alcanzado la onda expansiva de la aniquiladora —dijo la mujer—. Estrellas. Ahora mismo estoy saliendo de entre los escombros. He cogido esta radio del cadáver de mi oficial al mando. Parece que… las baterías antiaéreas cuarenta y seis y cuarenta y ocho también han caído. Esa bomba ha caído cerca. Tiene un agujero en sus defensas, señora. Tirda, tirda, tirda. ¡Necesito transportes médicos!
—Entendido, puesto de avanzada cuarenta y siete. Enviamos…
—¿Señora? —dijo de nuevo la voz de la artillera—. Dígame que ve eso en el radar.
—¿El qué?
Tuve un escalofrío.
—Lluvia de escombros —dijo la artillera—. Al norte de aquí. Un momento, tengo unos prismáticos por aquí.
Esperé, crispada, imaginando a una sola artillera trepando por los restos de su emplazamiento antiaéreo destruido.
—Tengo contacto visual con múltiples naves krells —informó la artillera—. Un segundo grupo, que desciende lejos de la batalla del astillero. Señora, vienen justo por donde nuestras defensas han caído. ¡Confirme! ¿Me ha oído?
—Te hemos oído —dijo Férrea.
—Señora, van derechos hacia Alta. ¡Despliegue las reservas!
No había reservas. El frío de mi interior se hizo hielo. Férrea había enviado todo lo que teníamos al combate por el astillero. Y acababa de aparecer un segundo grupo de krells en el cielo, justo en el punto donde la bomba había destruido nuestras defensas.
Era una trampa.
Los krells habían querido que el enfrentamiento se desarrollara así. Habían querido alejar a nuestros cazas atrayéndolos a una batalla lejos de Alta. Nos habían convencido de que todas las naves krells estaban luchando allí, para que lanzáramos todos nuestros efectivos contra ellas. Y luego habían dejado caer una aniquiladora contra nuestras baterías antiaéreas con el objetivo de abrir camino.
Así, podrían lanzar contra nosotros más cazas y otra bomba.
Pum.
Adiós Desafiantes.
—Escuadrón Contracorriente —dijo la almirante Férrea—, ¡os quiero de vuelta en Alta ya mismo! ¡A toda velocidad!
—¿Señora? —dijo el jefe de escuadrón—. Podemos retirarnos, pero estamos a más de treinta minutos de distancia, incluso volando a Mag 10.
—¡Daos prisa! —ordenó ella—. Volved aquí.
«Son demasiado lentos», pensé. Alta estaba condenada. No le quedaban naves. No le quedaban pilotos.
Excepto una.