24
Hacía años que no perdía tanto la cabeza.
Por mucho que hablara con tanta agresividad, lo cierto era que no me había metido en tantas peleas de niña. Fingía ser una guerrera o cualquier cosa, pero la verdad era que, cuando la mayoría de los niños oían cómo hablaba, se apartaban de mí. Y para ser sincera, era probable que su vacilación tuviera menos que ver con que me tuvieran miedo que con que los incomodaba mi estrafalaria actitud confiada.
Pero funcionaba. Los mantenía lejos y no me hacía meterme en situaciones donde perdía el control. Porque podía perderlo a base de bien, y no como una valiente guerrera salida de las historias, sino más bien como una rata acorralada y frenética. Como cuando había pillado a Finn Elstin robando la comida de Gali. Finn había terminado con un ojo morado y un brazo roto. Yo tuve que pasar un año de período de prueba, con el expediente abierto, y me echaron de clase de judo por uso inadecuado de la violencia.
Por aquel entonces estaba por debajo de la edad mínima de responsabilidad legal, por lo que mis actos no hicieron peligrar mis posibilidades de entrar en la escuela de vuelo. La agresión de ese día era muy distinta. Ese día ya era lo bastante mayor para saber que no debía hacerlo.
Me senté en un banco del huerto, fuera del complejo de la FDD. ¿Qué iba a hacerme Jorgen? Si iba con el cuento a la almirante, me expulsarían. Se habría acabado todo. Y lo tendría bien merecido. Desde luego, no era una guerrera de las historias de la yaya. Ni mucho menos. Apenas lograba funcionar si mis amigos morían en combate, ¿y acababa de perder el control por un par de insultos mezquinos? ¿Por qué no era capaz de reprimirme? ¿Por qué me erizaba cuando Jorgen decía aquellas cosas, si las había soportado toda la vida?
Mientras la cieluz más cercana se alejaba y el cielo se oscurecía, me quedé allí sentada en el huerto, esperando, pensando que en cualquier momento vendrían policías militares a por mí. Pero lo único que oí fue un sonido tenue. ¿Un zumbido? ¿Procedente de mi mochila?
Frunciendo el ceño, hurgué hasta encontrar la radio. La levanté y pulsé el botón de recepción.
—¿Hola? —dijo M-Bot—. ¿Spensa? ¿Estás muerta?
—Tal vez.
—¡Anda, como el gato!
—Esto… ¿Qué?
—No estoy muy seguro, la verdad —dijo M-Bot—. Pero la lógica dicta que, si estás hablando conmigo, es que la probabilidad ha colapsado a nuestro favor. ¡Viva!
Apoyé la espalda en el banco y mastiqué un trozo de cecina sin muchas ganas. Si tenían que venir a por mí, vendrían. Ya puestos, podía comer. No tenía hambre, pero últimamente no la tenía nunca. Demasiada rata.
—¿Vas a explicarme contra quién luchabas? —preguntó M-Bot.
—Ya lo hemos hablado. Contra los krells.
—Bueno, en realidad has dado alguna vuelta sobre el tema. Pero a mí no me lo ha explicado nadie. Creo que esperabas que lo supiera ya.
Me obligué a tragar un trozo de rata curada y lo hice bajar con un sorbo de agua. Entonces suspiré, con la radio a la altura de la cabeza.
—Los krells son alienígenas.
—Y vosotros también —señaló M-Bot—. En términos estrictos. Dado que no estamos en vuestro planeta natal. ¿Verdad?
—De todos modos, intentan destruirnos. Son unas criaturas que llevan armaduras extrañas y tienen unas armas terroríficas. Nuestros ancianos dicen que destruyeron nuestro imperio en las estrellas y estuvieron a punto de exterminarnos. Es posible que nosotros seamos lo único que queda de la humanidad, y los krells están decididos a acabar con nosotros. Envían escuadrones de naves, algunas con unas bombas llamadas aniquiladoras, capaces de penetrar en el suelo hasta las cavernas y arrasar los seres vivos de allí abajo.
—Vaya —dijo M-Bot—. ¿Y por qué no os bombardean desde la órbita?
—¿Qué?
—No es que sepa mucho de estas cosas —añadió—, al ser una máquina no combativa. Como es evidente.
—Tienes no un cañón, sino cuatro.
—Me los debió de poner alguien mientras no estaba mirando.
Suspiré.
—Si lo que preguntas es por qué no lanzan las aniquiladoras desde muy arriba, este planeta está rodeado por un antiguo sistema de defensa. La estrategia habitual de los krells es rebasarlo volando y luego lanzar un ataque masivo e intentar abrumar a nuestros cazas, o colar a escondidas un equipo de asalto a baja altitud. Si consiguen destruir nuestras baterías antiaéreas o meter un bombardero por debajo de su alcance, pueden eliminar nuestra capacidad de fabricar cazas nuevos. Y entonces, se acabó todo para nosotros. Lo único que se alza entre la humanidad y la aniquilación es la FDD.
Me hundí en el asiento. «Lo que significa —pensé— que debería dejarme de rencillas insignificantes y centrarme en volar».
¿Qué era lo que me había dicho mi padre?
«Sus cabezas son cabezas de roca, sus corazones están tallados en roca. Tú tienes que aspirar a algo más elevado».
—¿M-Bot? —dije—. ¿Recuerdas alguna cosa sobre la civilización humana, antes de los krells? ¿Sabes cómo era?
—Mis registros de memoria sobre esos asuntos están corrompidos casi por completo.
Suspiré decepcionada, guardé la comida y me dispuse a volver a casa. Pero no pude hacerlo. No mientras sentía que tenía una pistola apuntada a la cabeza. No pensaba quedarme en mi cueva encogida de miedo, esperando a que me llamaran para tomar medidas disciplinarias.
Tenía que afrontar aquello de cara y aceptar el castigo.
Me eché la mochila al hombro, regresé a la entrada de la base Alta y superé el control de seguridad. Cogí el camino largo, el que rodeaba la escuela de vuelo y pasaba por el comedor y por la plataforma de lanzamiento, para echar un último vistazo a mi Poco.
Recorrí la silenciosa hilera de naves, atendidas por los siempre laboriosos equipos de tierra. A la izquierda, vi a los miembros de mi escuadrón sentados a una misma mesa en el comedor, cenando y riendo. Jorgen no estaba con ellos, pero era normal que no comiera con la tropa rasa. Además, seguramente había ido derechito a hablar con la almirante para contarle lo que le había hecho.
Hacía tiempo ya que los policías militares no me acompañaban hasta fuera del terreno de la base. Todos conocíamos las reglas, y daban por hecho que yo las cumpliría. En consecuencia, nadie me impidió que volviera a la escuela de vuelo, donde pasé por delante de nuestra aula, vacía, y llegué a la puerta del despacho de Cobb. También vacío.
A grandes rasgos, eran los dos únicos lugares en los que había estado. Respiré hondo, vi a una asistente que pasaba cerca y le pregunté si sabía dónde podría encontrar a la almirante a esas horas.
—¿A Férrea? —dijo ella, mirándome de arriba abajo—. No suele tener tiempo para los cadetes. ¿Quién es tu instructor de vuelo?
—Cobb.
Su expresión se suavizó.
—Ah, él. Es verdad, ha aceptado llevar un grupo de alumnos este semestre, ¿verdad? Ya hacía unos años. ¿Quieres presentar una queja sobre él?
—Eh… Algo parecido.
—Edificio C —dijo ella, señalando con un gesto de la cabeza—. El personal de la almirante trabaja en la antecámara de la oficina D. Pueden trasladarte a otro escuadrón. La verdad es que me sorprende que no pase más a menudo. Ya sé que es Primer Ciudadano y todo eso, pero… En fin, buena suerte.
Salí del edificio. A cada zancada que daba, se reafirmaba mi resolución, de modo que apreté el paso. Explicaría lo que había hecho y exigiría mi castigo. Era yo quien controlaba mi propio destino, aunque ese destino fuera la expulsión.
El Edificio C era una intimidante estructura de ladrillo situada al fondo de la base. Construido como un búnker, con estrechas troneras por ventanas, parecía el tipo exacto de lugar donde podría encontrar a Férrea. ¿Cómo iba a abrirme paso entre su personal? No quería que fuese algún funcionario menor quien me expulsara.
Miré por algunas ventanas desde fuera del edificio, y Férrea no resultó difícil de encontrar, aunque su despacho era sorprendentemente pequeño. Era una pequeña sala que hacía esquina, repleta de libros y recuerdos de aire náutico. A través de la ventana, la vi mirar al anticuado reloj de la pared, cerrar un cuaderno y levantarse.
«La pillaré cuando salga», decidí. Fui a la fachada delantera del edificio para esperar, mientras iba preparando mi discurso. Nada de excusas. Solo una exposición de los hechos.
Mientras esperaba, oí otro zumbido saliendo de mi mochila. ¿Sería que me llamaban para que me presentara a ser disciplinada? Saqué la radio y pulsé el botón.
Llegó algo raro por la línea. Música.
Era increíble. Sobrenatural, diferente a cualquier cosa que hubiera oído antes. Un grupo numeroso de instrumentos tocando juntos con una coordinación fluida, emotiva, hermosísima. No era solo una persona con una flauta o un tambor. Eran cien preciosos instrumentos de viento, un vibrante latido de percusión y metales agudos, como nuestra llamada a las armas, pero que no se usaban como grito de batalla. Eran más… más como un alma para la majestuosa y poderosa melodía.
Me quedé paralizada, escuchando, aturdida mientras las notas iban llegando por la radio. Eran como luz, de algún modo. La belleza de las estrellas, pero… pero en forma de sonido. Un sonido triunfal, asombroso, increíble.
Se interrumpió de sopetón.
—No —dije, sacudiendo la radio—. No, dame más.
—Mi grabación está corrompida a partir de ahí —dijo M-Bot—. Lo siento.
—¿Qué era?
—La Sinfonía del Nuevo Mundo. Dvořak. Me has preguntado cómo era antes la sociedad humana. He encontrado este fragmento.
Muy a mi pesar, noté que me flaqueaban las rodillas. Me senté en un macetero que había al lado de las puertas del edificio, sosteniendo la valiosa radio.
¿Habíamos creado cosas como aquella, sonidos tan bellos? ¿Cuánta gente había tenido que juntarse para interpretarlo? Nosotros teníamos músicos, por supuesto, pero, antes de que existiera Alta, reunir a demasiada gente en un mismo lugar había conllevado la destrucción. Así que, por tradición, nuestros músicos formaban tríos como mucho. Aquello había sonado a centenares de personas.
¿Cuántos ensayos, cuánto tiempo se había dedicado a algo tan frívolo, y tan maravilloso, como crear música?
«Tienes que aspirar a algo más elevado».
Oí que se acercaban voces dentro del edificio. Guardé la radio y, sintiéndome un poco tonta, me sequé las comisuras de los ojos. Vale, sí. Iba a confesar. Era el momento de hacerlo.
La puerta se abrió y vi que salía Férrea, con un impoluto uniforme blanco.
—No sé por qué iba a pensar eso tu padre, cadete —estaba diciendo—. Por supuesto, te habríamos asignado un instructor distinto, de no ser por las exigencias de tu propia familia…
Se detuvo en seco al verme allí fuera. Me mordí el labio. Había un asistente sosteniéndole abierta la puerta… y caí en la cuenta de que reconocía a ese asistente. Era un joven de piel marrón con mono de cadete y chaqueta de uniforme.
Caracapullo. Había llegado allí antes que yo.
—Almirante —dije, haciendo el saludo militar.
—Tú —dijo ella, y los labios se le inclinaron hacia abajo—. ¿No tienes prohibido utilizar las instalaciones de la FDD después de clase? ¿Tendré que llamar a la Policía Militar para que te acompañe a la salida? En realidad, tenemos que mantener una conversación sobre eso. ¿De verdad estás viviendo en una cueva no cartografiada en vez de volver abajo?
—Señora —dije, sin retirar el saludo. No miré a Jorgen—, asumo toda la responsabilidad por mis actos. Creo que debo solicitar formalmente que se me someta a…
Caracapullo cerró la puerta de golpe, sobresaltando a la almirante e interrumpiendo mi discurso. Me lanzó una mirada furiosa.
—Yo… —continué, devolviendo mis ojos a la almirante—. Debo solicitar formalmente que se me someta a acciones…
—Disculpe, almirante —se apresuró a decir Caracapullo—. Esto tiene que ver conmigo. Solo será un minuto.
Vino hacia mí y me agarró por el brazo. Se encogió cuando mi reacción inmediata fue alzar un puño, pero me dejé apartar a regañadientes.
La almirante no parecía muy inclinada a esperar a dos cadetes. Siguió su camino con un bufido y subió a un elegante aerodeslizador negro que la esperaba en la calzada.
—¿Se puede saber qué te pasa? —siseó Caracapullo.
—Que voy a confesar —dije, alzando el mentón—. No permitiré que la única versión que oiga sea la tuya.
—Por las estrellas del cielo. —Echó una mirada al coche y bajó la voz—. Vete a casa, Peonza. ¿Es que quieres hacer que te expulsen?
—No pienso quedarme quieta y esperar a que me los eches encima. Voy a luchar.
—¿No has luchado ya bastante por un día? —Se frotó la frente—. Venga, vete. Nos veremos mañana en clase.
«¿Cómo?». Me costaba seguir su lógica. ¿Quería hacerme sufrir antes de acabar conmigo, quizá?
—¿Planeas chivarte de mí mañana en vez de hoy? —le pregunté.
—No pretendo «chivarme de ti» en absoluto. ¿Crees que quiero perder a otro miembro de mi escuadrón? Necesitamos hasta al último piloto.
Puse los brazos en jarras y lo observé. Parecía… sincero. Molesto, pero sincero.
—Entonces… Un momento. ¿Por qué estabas hablando con la almirante?
—Invitamos a la almirante a una cena formal una vez por semana, en casa de mis padres, en las cavernas bajas —dijo él—. Es solo un poquito peor que otras noches, cuando nos visitan los líderes de la Asamblea Nacional. Mira, lo siento. No debería haberte provocado. Un buen jefe tiene que tirar de los demás tras él, no empujarlos por delante.
Asintió con la cabeza, como si bastara con lo que había dicho. Pero no me convencía. Estaba toda concienciada con aquello, me había preparado para el impacto, estaba dispuesta a llevarme un disparo de destructor en la cara. ¿Y él iba a… dejarme marchar, sin más?
—Robé la matriz de energía de tu coche —le solté.
—¿Qué?
—Sé que sospechas de mí. Bueno, pues sí que fui yo. Así que adelante, denúnciame.
—¡Estrellas! ¿Eso fuiste tú?
—Eh… Sí, pues claro. ¿Quién iba a ser si no?
—Le fallaba el arranque, así que llamé a un mecánico del gremio. Creía que se había pasado al trabajar en él, por algún motivo.
—¿En la base?
—¡Y yo qué sé! En estos sitios hay una burocracia increíble. Cuando llamé para protestar, me pusieron excusas, así que pensé… —Se llevó la mano a la cabeza—. ¿Por qué narices arrancaste la matriz de energía de mi coche?
—Eh… Tenía que destruir tu moral. —Hice una mueca por lo mala que era la mentira—. ¿Dejándote desamparado e impotente? ¡Sí, era un símbolo de lo total y absolutamente que había socavado tu autoridad! ¡Un símbolo de desafío! Me la llevé, como un antiguo caudillo bárbaro después de robar el corazón de…
—¿No fue demasiado esfuerzo? ¿No podrías haber descargado el anillo de pendiente, como hacen los seres humanos normales?
—Eso no sé hacerlo.
—Da lo mismo. Ya me lo compensarás más adelante. Por ejemplo, dejando de insultarme delante del resto del escuadrón. ¿Durante un día al menos?
Me quedé allí plantada, procesando. Parecía que de verdad no buscaba pelea. Qué cosas.
—Mira —dijo Caracapullo, con una mirada al coche negro—, yo también sé lo que es vivir en la sombra de tus padres, ¿vale? Lo siento. No volveré a hacer… lo que hice. Pero tú tienes que dejar de darme puñetazos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Se despidió con un asentimiento, se marchó al trote y empezó a disculparse con la almirante mientras se metía en el vehículo.
—¡La próxima vez serán patadas! —grité a su espalda—. ¡Ja!
Pero claro, ya no podía oírme. Vi cómo se marchaban, negué con la cabeza y recogí la mochila. No entendía a Jorgen en absoluto. Yo seguía en la FDD, por algún motivo. Y él… Jorgen no buscaba venganza. No quería estar peleado conmigo.
Y aunque en otros tiempos podría haberme reído de eso, lo más raro fue que encontré noble su forma de actuar. Estaba anteponiendo el escuadrón a lo demás.
«Tienes que aspirar a algo más elevado».
Me acerqué la radio a la boca mientras salía de la base, hecha un revoltijo de emociones en conflicto, pero sobre todo aliviada.
—M-Bot, vuelve a ponerme ese trozo de canción unas cuantas veces más, por favor.