11
Se me aceleró el pulso. Se me enfrió la cara.
Pero en ese momento, me di cuenta de que no estaba asustada. Siempre me había preocupado estarlo cuando llegara el momento. Siempre alardeaba y fingía como una campeona, pero ¿en cuántas peleas me había metido de verdad? ¿En un par de refriegas con otros niños, de pequeña? ¿En unos combates de práctica en clase de judo?
Una parte de mí siempre había temido que, cuando llegara al cielo, montaría en pánico. Que demostraría ser la cobarde que todos afirmaban que era. Igual que… igual que, según la mentira que circulaba, lo había sido mi padre.
Pero con una mano tranquila y firme, aflojé el acelerador y tracé una curva, intentando situarme detrás del enemigo. Conocía las técnicas de combate aéreo, me las sabía de cabo a rabo. Las había dibujado en los márgenes de prácticamente todos los apuntes que había tomado en clase, fuera cual fuese la asignatura.
Aun así, era una incompetente. La curva me salió demasiado amplia y Arcada estuvo a punto de chocar contra mí porque nos habíamos ladeado en momentos distintos.
—¡Hala! —exclamó Arcada mientras nos recuperábamos las dos—. Esto es más difícil de lo que parece, ¿eh?
La nave krell eligió atacar a Jorgen y descargó una ráfaga de brillante fuego de destructor. Intenté ayudar, pero en esa ocasión hice el giro demasiado cerrado. Jorgen, Nedd y la nave krell salieron disparados por debajo de mí en una secuencia de maniobras aéreas.
Me ruboricé, sintiéndome inútil. Siempre había pensado que… bueno, que aquello me saldría de forma natural. Pero me costaba esfuerzo hasta hacer que mi nave se encarara hacia donde quería.
El krell volvió a ponerse en posición detrás de Caracapullo, que susurró una palabrota y luego ejecutó una esquiva en vuelta gemela casi perfecta. De repente, todo aquello se volvió mucho más real para mí. Allí abajo tenía a un compañero de escuadrón. Y el enemigo estaba haciendo todo lo posible por matarlo.
—Bien hecho, Jorgen —dijo Cobb—. Pero de ahora en adelante, ten cuidado con esas maniobras. Si vuelas mucho mejor que tus compañeros, los krells irán a por ti de inmediato. Si identifican a los jefes de escuadrón, los atacan a ellos primero.
—¿No deberían atacar antes a los pilotos más flojos? —preguntó FM—. Serían más fáciles de matar.
Pero los krells no pensaban así. Siempre apuntaban a los mejores pilotos que encontraban, en un intento de hacer añicos nuestra cadena de mando.
—Luego os lo explico —dijo Cobb con la voz tensa—. Nedd, acércate más a Jorgen si puedes. Que el krell tenga que preocuparse de que te pongas a su cola si él intenta ponerse a la de Jorgen.
Fue una suerte que los krells se centraran en los pilotos buenos, porque Arcada y yo habríamos sido unos blancos de prácticas bien fáciles. Apenas sabíamos virar. En cambio, Caracapullo… hizo un bucle Ahlstrom perfecto y estuvo a punto de quitarse de encima la nave krell.
Por desgracia, el siguiente viraje de Caracapullo no fue tan diestro. Lo ejecutó bien, pero salió encarado hacia el resto del escuadrón. Lo oí maldecir por radio mientras intentaba cambiar de dirección, pero su maniobra envió los disparos del enemigo que lo perseguía hacia nuestro equipo.
Se dispersaron, haciendo virar sus naves en todas las direcciones. Bim rozó a Marea, la chica callada de los tatuajes. Las naves rebotaron una contra la otra, pero no golpearon a nadie más. Unos cuantos disparos de destructor alcanzaron de pleno la nave de Gali, pero su escudo resistió. Aun así, chilló por la radio mientras los estallidos de luz sacudían su Poco.
Apreté los dientes y el corazón me martilleó en el pecho mientras Arcada y yo lográbamos, por fin, desplazarnos en la dirección correcta. Pero para ello tuvimos que pasar entre las naves que se dispersaban y, en esa ocasión, estuve a punto de estrellarme yo contra Bim.
Tirda. Comprendía el razonamiento de la almirante, pero de ningún modo deberíamos estar allí arriba combatiendo. Si seguíamos así, las únicas piras funerarias que ardieran ese día serían las nuestras. La pobre Kimmalyn se había apoyado en sus controles de altitud y se había apartado unos quinientos pies por debajo de los demás.
Caracapullo a duras penas lograba mantenerse por delante del krell, aunque ya hacía tiempo que había dejado atrás a Nedd. Empujé hacia delante el acelerador y mi nave compensó durante un breve intervalo la fuerza de aceleración, pero a los pocos segundos me afectó, empujándome hacia atrás en el asiento y haciéndome sentir más pesada.
—¿Dónde están esos refuerzos? —preguntó Caracapullo mientras el enemigo le disparaba y castigaba su escudo.
—Llegarán en un momento —dijo Cobb.
—¡Puede que no tenga ese momento! —exclamó Jorgen—. Voy a intentar que la nave me siga hacia arriba para que puedan dispararle las baterías antiaéreas. Avíseles por radio.
—Hecho —dijo Cobb—. La nave krell aún tiene el escudo alzado, así que puede que tengas que mantenerla dentro del alcance de las baterías el tiempo suficiente para que le den varias veces.
—Vale… Lo intentaré… ¿Qué es esta luz roja intermitente del panel?
—Que estás sin escudo —respondió Cobb en voz baja.
«Puedo salvarlo —pensé, desesperada—. ¡Tengo que salvarlo!». Las dos naves habían ganado mucha altitud. Mi única esperanza era acercarme deprisa, ponerme a la cola del krell y abatirlo, así que levanté el morro de mi caza, empujé el acelerador hasta delante del todo y pulsé el botón de sobrecarga.
La aceleración me aplastó mientras ascendía y sentí que pesaba más a cada momento que pasaba. Era una sensación rarísima, muy distinta a lo que había imaginado. Noté que la piel me tiraba hacia abajo, como si me fuese a resbalar de la cara, y me pesaban cada vez más los brazos, hasta el punto de que me costaba dirigir la nave.
Lo peor de todo fue que me inundó la náusea cuando la aceleración tiró de mi estómago hacia abajo. A los pocos segundos, empecé a perder la conciencia.
«No…». Me vi obligada a agarrar el acelerador y tirar de él para ralentizar la nave. Apenas logré conservar el sentido.
Por debajo, las enormes armas antiaéreas que protegían Alta abrieron fuego, pero resultaban torpes y lentas comparadas con las naves que pasaban volando a toda velocidad. Unas explosiones sacudieron el aire detrás del pequeño Poco de Jorgen y la extraña e inacabada nave krell. Con un estallido de luz, un arma antiaérea acertó al krell y rompió su escudo, pero la nave siguió volando, persiguiendo de cerca a Jorgen.
Era imposible que el siguiente disparo del krell fallara.
«¡No!».
En ese momento, un rayo de luz pura llegó desde abajo y atravesó la nave krell por el mismo centro. Se hizo pedazos con una explosión de fuego y piezas.
Jorgen soltó un largo suspiro.
—Dé las gracias a los refuerzos de mi parte, Cobb.
—No han sido ellos, hijo —respondió Cobb.
—¡Anda! —dijo Kimmalyn—. ¿Le he dado? ¡Le he dado! Ah, ¿estás bien, Caracapullo?
Fruncí el ceño y miré hacia abajo. El disparo había sido de Kimmalyn. Se había situado a menos altitud y hacia un lado, no para huir, sino para poder disparar al enemigo sin tenernos a los demás en medio.
Siendo sincera, me quedé patidifusa. Jorgen sonó como si se sintiera igual que yo.
—¡Tirda! —exclamó—. Rara, ¿acabas de derribar un caza krell de un solo disparo a larga distancia?
Se oyó una risita de Cobb por la radio.
—Parece que tu expediente no se equivocaba, Rara.
—Mi identificador es… —empezó a decir, pero entonces suspiró—. Da lo mismo. Rara tendrá que ser. Bueno, que sí, señor.
—¿De qué hablamos? —preguntó Jorgen.
—Rara es hija de cañoneros antiaéreos de la Caverna Pródiga —dijo Cobb—. Según los datos históricos, quienes tienen buena puntería con las armas antiaéreas más pequeñas tienden a convertirse en buenos pilotos. Los asientos rotatorios de las baterías de armas pequeñas los acostumbran a moverse y disparar, y nuestra joven Rara tiene unas cifras de puntería pero que muy impresionantes.
—Ni siquiera iba a presentarme al examen de piloto, la verdad —dijo ella en tono conspirativo—. Pero se presentaron los reclutadores de la FDD y me pidieron que les hiciera una demostración, así que no tuve más remedio que andarme sin paños calientes. «La mejor modestia se demuestra fanfarroneando», como dijo la Santa. Y cuando me dijeron que quizá pudiera llegar a piloto… bueno, reconozco que la idea me emocionó un poquito.
De pronto, que Kimmalyn estuviera entre nosotros cobró sentido.
—Fuera sonidos vocales —dijo Jorgen, con tono perturbado—. Informe de estado, empezando por los heridos si los hay.
—Eh… —respondió Gali—. Me han dado.
—¿Cómo de grave estás?
—Sacudido, nada más —dijo Gali—. Pero… he devuelto dentro de la nave.
Arcada soltó una carcajada al oírlo.
—Galimatías, vuelve a la base —ordenó Jorgen al instante—. Marea, escóltalo. Los demás, formad en línea.
Obedecimos, con mucha más cautela que antes. La charla decayó mientras observábamos el combate en la lejanía, pero al poco tiempo apareció el reemplazo en torno a nosotros y nos relevó. Cobb nos ordenó regresar a la base y acompañamos hasta allí al otro escuadrón de cadetes que habían empleado como falsos refuerzos.
Aterrizamos cerca de las naves de Gali y Marea. Ya se habían marchado los dos, quizá para que Gali encontrara algún sitio tranquilo en el que sentarse y calmarse. Se ponía nervioso enseguida; tendría que buscarlo para ver si necesitaba hablar con alguien.
Cuando bajamos de las naves, Arcada dio un aullido emocionado y corrió hacia Kimmalyn.
—¡Tu primera muerte! ¡Como llegues a as antes de graduarte en la escuela de vuelo, vomitaré!
Se hizo evidente que Kimmalyn no sabía cómo reaccionar a los halagos cuando los demás nos congregamos a su alrededor con los cascos en la mano para darle la enhorabuena. Hasta Caracapullo asintió con la cabeza y levantó un puño a modo de aplauso.
Fui poco a poco hacia él. La verdad era que había volado de maravilla.
—Oye, Caracapullo… —empecé a decir.
Se volvió hacia mí y prácticamente me rugió:
—Tú. Tenemos que hablar, cadete. Necesitas un serio ajuste de actitud.
«¿Cómo?». ¿Justo cuando iba a hacerle un cumplido?
—Pues da la casualidad —restallé— de que tú necesitas un serio ajuste de cara.
—¿Así es como va a ser esto? ¿Seguirás dando problemas? Y por cierto, ¿de dónde sacaste ese mono de vuelo? Creía que saquear cadáveres era ilegal.
Tirda. Quizá me hubiera dejado pasmada con su forma de volar, pero aquella cara… seguía muriéndome de ganas de atizarle un buen puñetazo.
—Ve con cuidado —dije, deseando tener algo a lo que subirme para poner los ojos a la altura de los suyos—. Cuando estés destrozado y lamentando tu caída en desgracia, yo consumiré tu sombra con la mía y me reiré de tu desgracia.
—Eres una niñita de lo más rara, Peonza.
¿Niñita?
¿Niñita?
—Voy a…
—¡Atención! —gritó Cobb, que llegó cojeando junto a nosotros.
¿Niñita?
Bullía de rabia, pero, recordando la regañina que me había llevado, logré contenerme mientras me ponía en fila con los demás. Me cuidé mucho de mirar a Caracapullo.
—¡Eso ha sido la exhibición más bochornosa y al mismo tiempo inspiradora que he visto nunca de un grupo de cadetes! —dijo Cobb—. Deberíais sentir vergüenza. Y orgullo. Coged las mochilas de nuestra aula de entrenamiento y os espero en la sala épsilon de la escuela de vuelo para asignaros dormitorio. Tenéis que daros una ducha y comer.
Los otros cadetes se marcharon deprisa. Yo intenté hacerme la remolona para preguntar por Gali, pero Cobb me ordenó que tirara adelante. Por lo visto, no le gustaba que la gente lo esperara mientras renqueaba.
Aun así, me quedé algo atrás de los otros, sintiéndome… bueno, tal y como había dicho Cobb, en realidad. Tan avergonzada como orgullosa.
Había volado. Había participado en una batalla. Había…
Estaba en la Fuerza de Defensa Desafiante.
Pero a la vez, mi actuación había sido espantosa. A pesar de todos mis alardeos y mi preparación, había sido más una carga que un recurso. Me quedaba mucho trabajo que hacer.
E iba a hacerlo. Iba a aprender. Era una guerrera, como me había enseñado la yaya. Y la senda de la guerrera no pasaba por huir del fracaso, sino por aceptarlo y mejorar.
Mientras recorríamos los pasillos del edificio, el sistema de megafonía emitió un chasquido.
—El combate de hoy ha sido una victoria increíble —dijo la almirante Férrea—, una prueba de la fortaleza y la tenacidad de los Desafiantes. Recordad por qué lucháis. Recordad que, si el enemigo logra hacer entrar una bomba aniquiladora en alcance, no solo pueden destruir esta base, sino a todos los que viven abajo y todo lo que amamos. Vosotros sois la frontera entre la civilización y la locura.
»En particular, hoy quiero reconocer su mérito a los recién llegados de los Escuadrones de Cadetes B y C, todavía sin nombre. Su primera misión de combate demuestra que son, con posibles excepciones, un grupo al que admirar.
«Con posibles excepciones». Tirda. ¿Cómo podía la almirante al mando de toda la FDD ser tan tan mezquina?
Llegamos al aula, donde habíamos dejado las mochilas llenas de ropa que habíamos llevado a Alta. Al echarme la mochila al hombro, di un golpe con ella a Arcada. La chica atlética se rio y soltó una ocurrencia sobre cómo había estado a punto de estrellarse contra mí antes, y yo sonreí. Parecía emocionada, más que descorazonada, por cómo lo habíamos hecho.
Mientras íbamos hacia los pasillos donde estaban los barracones de cadetes, Arcada se quedó atrás conmigo para que no caminara sola. Por delante, los demás se reían de algo que había dicho Nedd, y decidí que no iba a dejar que Férrea me amargara el día. Tenía como aliado a mi escuadrón, y todos parecían, exceptuando a Caracapullo, personas decentes. Quizá allí, por primera vez en la vida, encontraría un lugar en el que encajara.
Llegamos a los barracones de cadetes, dos pasillos flanqueados de habitaciones, uno para los chicos y otro aparte para las chicas. Todo el mundo sabía que había estrictas reglas contra los romances durante la escuela de vuelo. No se permitía acaramelarse hasta después de la graduación. Pero de todas formas, ¿quién tenía tiempo para esas cosas? Aunque debía reconocer que Bim quedaba bastante bien con su traje de vuelo. Y también me gustaba aquel pelo azul.
Fuimos con los chicos para ver cómo estaba Gali. La habitación que compartían era casi tan pequeña como la que tenía yo con mi madre y la yaya en Ígnea. La pequeña estancia tenía una litera de dos camas contra cada pared. Arturo, Nedd y Caracapullo tenían placas en sus tres camas, y Gali ya estaba ocupando la cuarta. Habían metido un catre para Bim, pobrecillo.
Gali estaba durmiendo. O con toda probabilidad, haciéndose el dormido, lo cual significaba que de momento quería que lo dejaran en paz. Así que las chicas y yo volvimos hacia nuestro pasillo. Encontramos la habitación que nos habían asignado, que era igual de pequeña y apretada. Tenía cuatro camas, igual que la de los chicos, y en cada una había una placa que decía quién debía ocuparla. Eran de Kimmalyn, Arcada, FM y Marea, con sus verdaderos nombres, aunque yo prefería pensar en ellas usando sus identificaciones. Excepto quizá en Kimmalyn. ¿De verdad quería que la conocieran como Rara? Tendría que hablar con ella del asunto.
De todos modos, en ese momento estaba distraída por otra cosa. No había cama ni placa para mí. Ni siquiera un catre.
—Vaya, qué mala suerte —dijo Kimmalyn—. Supongo que te ha tocado el catre, Peonza. Cuando lo traigan. Te lo cambio noche sí, noche no, si quieres.
Esa chica era demasiado maja para ser militar.
Bueno, ¿dónde estaba mi catre? Miré pasillo abajo y vi que Cobb se acercaba cojeando. Otros dos hombres con uniformes de la Policía Militar se detuvieron en el pasillo a su espalda y se quedaron por allí, sin acercarse a nosotras pero dejando claro que estaban esperando.
Fui hacia Cobb, dejando a las demás en el dormitorio.
—¿Señor?
—Lo he intentado. No me han hecho caso. —Torció el gesto—. No vas a tener catre. Ni acceso al comedor.
—¿Cómo? —No podía haberlo oído bien.
—Se te permite estar en mi aula, porque a ese respecto mi palabra es ley, pero el resto de la FDD no aprueba lo que he hecho. No tengo autoridad sobre las demás instalaciones, y han decidido no destinarte ningún recurso. Puedes entrenar, y por suerte puedes volar en Poco, pero nada más. Lo siento.
Sentí que la cara se me helaba y la furia crecía en mi interior.
—¿Cómo voy a volar si ni siquiera puedo comer?
—Tendrás que hacerlo abajo, en Ígnea —dijo él—, donde tus tarjetas de solicitud familiares funcionarán. Tendrás que volver en los ascensores cada noche y luego subir otra vez por las mañanas.
—¡Esos ascensores pueden tardar horas! —protesté—. ¡Me pasaré todo el tiempo libre yendo y viniendo! ¿Cómo voy a formar parte del escuadrón si no puedo vivir con los demás? Esto es… Esto es…
—Indignante —dijo Cobb, mirándome a los ojos—. Estoy de acuerdo. Entonces ¿vas a rendirte?
Respiré hondo y negué con la cabeza.
—Así me gusta. Diré a los otros que se te ha negado un catre por algún estúpido motivo de política interna. —Echó una mirada a los policías militares—. Esos tipos tan amables te enseñarán por dónde se sale del complejo y se asegurarán de que no duermas en la calle. —Se inclinó hacia mí—. Es solo otra pelea, Peonza. Ya te lo advertí. No van a ponértelo fácil. Estaré atento por si llega la oportunidad de solucionarlo. Hasta entonces, mantente fuerte.
Y se marchó renqueando.
Me dejé caer contra la pared, sintiéndome como si me hubieran amputado las piernas. «Nunca voy a encajar aquí —comprendí—. La almirante se asegurará de que no encaje».
Los policías militares se tomaron la partida de Cobb como señal de que podían acercarse.
—Ya voy —dije, poniéndome la mochila al hombro y encaminándome hacia la salida. Me siguieron los dos.
Quería despedirme de los demás, pero… no quería dar explicaciones. Así que me marché sin más. Ya respondería a sus preguntas por la mañana.
De pronto, me sentí agotada del todo.
«Que no te vean flaquear», pensé, caminando con la espalda recta. Los policías militares me escoltaron hasta el exterior del edificio… y, en un pasillo por el que pasamos, me quedé bastante convencida de haber vislumbrado a Férrea mirando para confirmar que me marchaba.
Cuando estuve fuera de la escuela de vuelo, los soldados me dejaron sola. Conque iban a asegurarse de que no dormía en la calle, ¿eh? A lo mejor, eso era justo lo que quería Férrea: si me detenían por merodear, quizá pudiera hacer que me expulsaran de la FDD.
Me descubrí vagando por el exterior del edificio, sin muchas ganas de marcharme. No quería abandonar a mis compañeros, ni la sensación de camaradería que llevaba un tiempo imaginando.
Sola. De algún modo, seguía estando sola.
—¡Es que no lo soporto, Cobb! —casi gritó una voz cercana.
¿Era… Caracapullo?
Me acerqué despacio al edificio y asomé la cabeza por la esquina. Era la entrada trasera de la escuela. Y en efecto, allí estaba Caracapullo cerca de la puerta, hablando con Cobb, que se había quedado dentro.
Caracapullo levantó las manos de golpe.
—¿Cómo puedo ser jefe de escuadrón si no me respetan? ¿Cómo puedo darles órdenes si me llaman así? Tengo que impedírselo aunque sea a palos. Prohibirlo. Ordenarles que obedezcan.
—Hijo —dijo Cobb—, no sabes mucho sobre militares, ¿verdad?
—¡Llevo entrenando para esto toda la vida!
—Entonces, deberías saberlo. El respeto no viene de un parche o una insignia. Viene de la experiencia y el tiempo. Y en cuanto al nombre, ya ha empezado a calar, así que te quedan dos opciones válidas. No hacerle caso, seguir la corriente y confiar en que desaparezca… o adoptarlo y aceptarlo, para que deje de escocer.
—Eso no pienso hacerlo. Sería permitir la insubordinación.
Negué con la cabeza. Vaya líder más lamentable.
—Chico… —empezó a decir Cobb.
Caracapullo se cruzó de brazos.
—Tengo que volver a casa. Me esperan para la cena de gala con el embajador de la Caverna Autopista a las diecinueve-cero-cero.
Caracapullo fue hacia un vehículo de muy muy buen aspecto que había en la calle. ¿Era un coche aerodeslizador privado, con su propio y pequeño anillo de pendiente? Los había visto alguna vez en las cavernas inferiores.
Caracapullo se metió en el vehículo y lo encendió. El motor ronroneó con un sonido que, por algún motivo, resultó más primitivo que la potencia homogénea de un propulsor.
«Tiiiiiiirda —pensé—. ¿Cuán rico es este tío?».
Su familia debía de tener méritos a montones para poder permitirse algo como eso. Y al parecer, eso lo volvía a él demasiado rico para dormir con los demás. El vehículo emprendió la marcha con un movimiento fluido. Me pareció de una injusticia abrumadora que lo que se me negaba a mí, él lo rechazara como si fuese un mordisco de carne de rata rancia.
Me eché la mochila al hombro y me alejé con paso pesado. Salí por la entrada del complejo amurallado de la FDD, donde otra pareja de policías militares anotó mi partida en un cuaderno. Seguí por el amplio camino en dirección a los ascensores. Mi barrio estaba en el extremo opuesto de Ígnea, por lo que de verdad iba a pasar horas y más horas yendo y viniendo de aquel modo. ¿Podría encontrar algún sitio donde quedarme abajo, más cerca de los ascensores?
Aun así, me seguía revolviendo las tripas. Llegué al complejo de ascensores, pero había mucha cola, supuse que por los problemas que habían tenido antes. Me dispuse a esperar, pero entonces me volví y miré a mi derecha, más allá de los edificios y de los campos. Aunque la base Alta en sí disponía de escudo y muralla, aquel pueblo improvisado, lleno de granjeros que eran Desafiantes a su propia manera, no tenía verja. ¿Para qué iba a necesitarla? Fuera no había nada más que polvo, piedras… y cavernas.
Me asaltó una idea. No estaba lejos…
Salí de la cola de los ascensores y caminé hacia fuera, dejando atrás los edificios y los cultivos. Los granjeros que estaban trabajando me miraron, pero no dijeron nada cuando salí del pueblo. Aquel era mi auténtico hogar: las cavernas, las rocas y el cielo abierto. Había pasado más tiempo allí desde la muerte de mi padre que abajo, en Ígnea.
Había una caminata de una media hora hasta la caverna de la nave estrellada, pero la encontré sin demasiados problemas. La apertura era más angosta de lo que recordaba, pero llevaba mi línea de luz y pude descender.
Me pareció que la antigua nave tenía un aspecto más deteriorado que la vez anterior. Quizá la impresión se debiera a que acababa de volar en otra nueva. Pero aun así, la cabina era cómoda y el asiento se reclinaba hasta quedar horizontal.
Era una idea estúpida. Si caían cascotes encima, podía quedarme atrapada en un derrumbamiento. Pero estaba demasiado dolida, demasiado hecha polvo y demasiado entumecida para que me importara.
Y fue así como, tendida en el improvisado catre de una nave olvidada, me fui quedando dormida.