34
Caminé pesadamente por el terreno seco y polvoriento. La brújula me mantenía en la dirección correcta, lo cual era importante, porque todo parecía igual allí fuera, en la superficie.
Intenté no pensar. Pensar era peligroso. A Bim y a Marea apenas los conocía, y sus muertes me dejaron turbada durante semanas. Y Arcada había sido mi compañera de ala.
Pero era más que eso. Arcada había sido como yo. Al menos, como yo fingía ser. Solía ir un paso por delante de mí, liderando la carga.
En su muerte, me vi a mí misma.
«No. Nada de pensar».
Pero eso no detenía las emociones. El agujero en mi interior, el dolor de una herida raspada hasta levantar carne. Después de aquello, nada podía volver a ser igual. El día anterior no solo había traído la muerte de una amiga. Había traído la muerte de mi capacidad para fingir que aquella guerra era, en cualquier forma concebible, gloriosa. Había una luz intermitente en mi radio. Pulsé el interruptor.
—¿Spensa? —dijo M-Bot—. ¿Estás segura de que hacer ese recorrido es sensato? No soy capaz de preocuparme, claro, pero…
—Quiero estar sola —dije—. Te llamaré mañana, o algo. Apagué la radio y la metí en la mochila, donde había guardado un poco de carne de rata y agua para la caminata. Si no me llegaba, siempre podía cazar. Quizá me perdiera en las cavernas para no volver jamás. Quizá me hiciera nómada, como lo era mi clan antes de la fundación de Ígnea.
¿Y no volver a volar jamás?
«Tú camina, Spensa —me dije—. Para de pensar y camina».
Eso era sencillo.
Eso podía hacerlo.
Estaría a unas dos horas de distancia de Alta cuando un sonido quebró el silencio y, al volverme, vi que se acercaba un coche aerodeslizador. Volaba a tres metros del suelo y levantaba una estela de polvo a su paso. ¿Alguien habría avisado a la almirante? ¿Férrea habría enviado a policías militares con alguna razón inventada sobre la marcha para que no pudiera estar allí fuera?
No. Cuando se acercó más, me di cuenta de que reconocía aquel coche azul. Era el de Jorgen. Debían de haberle puesto una matriz de energía nueva.
Gruñí, me volví de nuevo hacia delante y seguí andando. Jorgen se detuvo a mi lado e hizo descender su coche hasta que su cabeza quedó a menos de un metro por encima de la mía.
—Peonza, ¿de verdad pretendes caminar ochenta kilómetros?
No respondí.
—Ya sabes que estar aquí fuera es peligroso —dijo Jorgen—. Debería ordenarte que volvieras. ¿Y si te pilla una lluvia de escombros?
Me encogí de hombros. Llevaba meses viviendo cerca de la superficie y solo había corrido verdadero peligro aquella única vez, cuando había descubierto la cueva de M-Bot.
—Spensa —dijo Jorgen—. Por el amor de la Estrella Polar, sube. Te llevo.
—¿No tienes ninguna velada lujosa de ricos a la que deberías asistir?
—Mis padres aún no se han enterado de la baja médica. Será por poco tiempo, pero de momento soy tan libre como tú.
«¿Yo, libre?». Me dieron ganas de reírme en su cara.
Aun así, tenía un coche. Eso transformaría un trayecto de varios días en uno de pocas horas. Me molestó que Jorgen me diera la opción, porque quería estar sola. Para sufrir, tal vez. Pero una parte de mí sabía que no llegaría al cadáver de Arcada con lo que llevaba en la mochila. Lo más probable sería que me viera obligada a regresar después de un día caminando.
—Quiero acompañarte —dijo Jorgen—. Es buena idea. Arcada… se lo merece. He traído materiales para hacer la pira.
«Deja de tener razón, Jorgen», pensé. Pero rodeé el coche y subí al asiento del pasajero. Tenía las piernas manchadas de polvo hasta los muslos, polvo que repartí por todo el interior del coche, pero él no pareció darse cuenta.
Empujó el acelerador del coche y salimos disparados sobre el suelo. El coche tenía un anillo de pendiente pequeño y solo impulsores básicos, sin propulsor, pero, al estar tan cerca del suelo, daba la sensación de que íbamos más rápido que en la realidad. Sobre todo, al no haber techo y notar el viento revolviéndome el pelo.
Dejé que el movimiento me hipnotizara.
—¿Quieres hablar? —preguntó Jorgen.
No respondí. No tenía nada que decir.
—Se supone que un buen jefe debe poder ayudar a su escuadrón con sus problemas —dijo—. No podrías haberla salvado, Peonza. No había nada que pudieras haber hecho.
—Crees que debió eyectarse —dijo.
—Yo… Eso no es relevante ahora.
—Crees que no debería haberse lanzado a matar. Crees que desobedeció el protocolo y que no debería haberse alejado ella sola. Estás pensándolo. Sé que estás haciéndolo. La estás juzgando.
—¿Así que ahora te enfadas conmigo por cosas que podría estar pensando?
—¿Las estabas pensando? ¿La estabas juzgando?
Jorgen no dijo nada. Siguió conduciendo, con el viento soplando en su pelo demasiado arreglado, demasiado perfecto.
—¿Por qué tienes que ser siempre tan estirado? —pregunté—. ¿Por qué tu forma de «ayudar» suena siempre a que estás citando algún manual? ¿Eres alguna clase de máquina que piensa? ¿Te importa algo de verdad?
Hizo una mueca y yo cerré los ojos con fuerza. Sabía que le importaba. Lo había visto aquella mañana en el aula, intentando hallar la forma de salvar a Marea en la simulación. Una y otra vez.
Mis palabras habían sido estúpidas. Irreflexivas.
Que era justo lo que me había ganado por no pensar.
—¿Por qué me soportas? —pregunté. Abrí los ojos y eché atrás la cabeza para mirar el campo de asteroides que flotaba en las alturas—. ¿Por qué no me denunciaste por romperte el coche, ni por agredirte, ni por otra docena de cosas?
—Salvaste la vida a Nedd.
Bajé la cabeza y miré a Jorgen. Estaba conduciendo con la mirada fija hacia delante.
—Seguiste a mi amigo a la barriga de una bestia —continuó—. Y lo arrastraste cogido del cuello a un lugar seguro. Pero hasta antes de eso, lo sabía. Eres insubordinada, respondona y… bueno, y muy frustrante. Pero cuando vuelas, Peonza, vuelas como parte de un equipo, y mantienes a mi gente a salvo.
Me miró y encontró mis ojos.
—Puedes insultarme todo lo que quieras, amenazarme, lo que sea. Mientras vueles como lo hiciste ayer, protegiendo a los demás, te quiero en mi escuadrón.
—Arcada murió de todos modos —dije—. Kimmalyn se ha marchado de todos modos.
—Arcada murió por su temeridad. Rara se ha ido porque se sentía incompetente. Esos problemas, como tu insubordinación, son culpa mía. Mantener bajo control a mi escuadrón es mi trabajo.
—Bueno, pues ya puestos a encargarte trabajos imposible, ¿por qué no te piden que derrotes a los krells tú solito? Lo veo más o menos igual de factible para ti que meternos a todos en vereda.
Se tensó, con la mirad al frente, y comprendí que se lo había tomado como un insulto. Tirda.
Al cabo de un tiempo, pasamos cerca de la batería antiaérea y Jorgen los llamó para que no saltaran sus alarmas de proximidad. Le permitieron seguir adelante sin hacer preguntas, después de que dijera quién era, el hijo de un Primer Ciudadano.
Tras dejar atrás la batería antiaérea, fue sorprendentemente fácil encontrar el lugar donde había caído Arcada. Se había arrastrado por el suelo más de cien metros, dejando un amplio surco en la tierra polvorienta. La nave se había partido en tres grandes trozos. Al parecer, la cola del fuselaje, con el propulsor, había sido lo primero en salir despedido. Continuamos avanzando y encontramos el lugar donde la parte central del fuselaje, o más bien lo que quedaba de ella, había dejado una enorme marca negra en el suelo. La matriz de energía había explotado al dar contra unas rocas y había destruido el anillo de pendiente. Eso era el fogonazo que había visto.
Pero un trozo pequeño de la parte frontal, cabina incluida, se había soltado y había seguido resbalando. Me saltó el corazón en el pecho al encontrar los restos retorcidos de la cabina aplastados contra una pila de grandes peñascos que había más adelante.
Jorgen hizo aterrizar el aerodeslizador y yo salí a toda prisa y eché a correr por delante de él. Salté encima de la primera roca y me icé a otra, raspándome los dedos. Tenía que subir lo suficiente para ver el interior de la cabina aplastada. Tenía que saberlo. Subí a un peñasco más alto, desde el que pude mirar al interior de la cubierta rota.
Ella estaba allí.
Una parte de mí no había creído que fuera a estar. Una parte de mí había esperado que, de un modo u otro, Arcada hubiera salido de entre los restos, que estuviera regresando a pie, magullada pero viva. Segura de sí misma, como siempre.
Era una fantasía. Su traje de presión informaba de sus constantes vitales, y todos teníamos transmisores de emergencia que podíamos activar si necesitábamos que nos rescataran. Si Arcada hubiera sobrevivido, la FDD lo sabría. Bastó una breve mirada para confirmar que, con toda probabilidad, había muerto en el primer impacto. Estaba machacada, clavada en el metal partido de la cabina.
Arranqué la mirada de allí mientras el frío me inundaba el pecho. Dolor. Vacío. Miré hacia atrás, a lo largo de la cicatriz en el terreno que había dejado su nave al estrellarse. Que fuese tan larga parecía indicar que había logrado poner su nave horizontal en los últimos momentos, que se había aproximado a una posición de planeo.
Por lo tanto, casi lo había logrado. Con un ala explotada y un anillo de pendiente roto, aun así había estado a punto de aterrizar.
Jorgen gruñó mientras intentaba trepar. Le tendí una mano, pero a veces me olvidaba de lo menuda que era en comparación con alguien como él. Estuvo a punto de arrojarme al vacío con un tirón casual de su brazo.
Subió a la roca a mi lado y dio un vistazo rápido a Arcada. Palideció y se volvió a un lado para sentarse en la parte superior de un peñasco. Yo cuadré la mandíbula y me obligué a meterme en la cabina y desenganchar la insignia de Arcada de su traje de vuelo ensangrentado. Lo menos que podíamos hacer era devolvérsela a su familia.
Miré la cara lacerada de Arcada, el único ojo que le quedaba mirando hacia delante. Desafiante hasta el final, aunque le hubiera servido de poco. Valor, cobardía… seguía estando muerta, así que ¿qué importaba?
Sintiéndome una amiga pésima por albergar esos pensamientos, le cerré el ojo, salí de la cabina y me limpié las manos en mi mono.
Jorgen señaló el coche con el mentón.
—Tengo las cosas para la pira en el maletero.
Descendí con mi línea de luz, seguida por Jorgen. En el maletero del vehículo encontramos aceite y un fardo de madera, lo cual me sorprendió. Había esperado carbón. Sí que debía de ser rico, si tenía aquello tan a mano. Trepamos de vuelta hacia la nave y luego izamos el fardo con mi línea de luz.
Empezamos a meter la madera en la cabina, listón a listón.
—Así es como lo hacían nuestros antepasados —dijo Jorgen mientras trabajaba—. Quemaban el barco en el océano.
Asentí, preguntándome lo mala que consideraba que había sido mi educación, si daba por sentado que no sabía eso. Ninguno de los dos había visto nunca un océano, por supuesto. En Detritus no los había.
Vertí aceite sobre la madera y el cuerpo, di un paso atrás y Jorgen me entregó el encendedor. Inflamé un palito y lo tiré al interior de la cubierta.
La repentina intensidad de las llamas me cogió desprevenida, y el sudor empezó a picarme en la frente. Retrocedimos más los dos y terminamos subiendo a uno de los peñascos más altos.
Siguiendo la tradición, hicimos el saludo marcial a las llamas.
—Regresa a las estrellas —dijo Jorgen, recitando la parte que correspondía al oficial—. Navega bien entre ellas, guerrera.
No era la elegía completa, pero bastaba. Nos sentamos en la roca para mirar, también siguiendo la tradición, hasta que el fuego se apagara. Froté la insignia de Arcada para devolverle el brillo.
—No soy desafiante —dijo Jorgen.
—¿Qué? ¿No te habías criado en las cavernas profundas?
—A ver, soy Desafiante en el sentido de que vengo de las cavernas Desafiantes. Pero no me siento desafiante. No sé ser como tú. O Arcada. Desde pequeño, he tenido toda la vida organizada. ¿Cómo voy a dejarme inspirar por los grandes discursos, desafiar a los krells, desafiar nuestra perdición, si todo lo que hago lleva siete normas pegadas?
—Al menos, así tuviste lecciones de vuelo y acceso automático a la FDD. Al menos, tú puedes volar.
Se encogió de hombros.
—Seis meses.
—¿Disculpa?
—Es el tiempo que tendré después de graduarme, Peonza. Me pusieron en la clase de Cobb porque se supone que es la más segura para los cadetes, y cuando me gradúe, deberé volar durante seis meses. Llegado ese momento, tendré un expediente lo bastante largo como piloto para que me respeten mis iguales, así que mi familia me sacará.
—¿Pueden hacerlo?
—Sí. Supongo que harán que parezca una emergencia familiar. Hará falta que me incorpore a mi puesto en el gobierno antes de lo previsto. Pasaré el resto de mi vida en reuniones, haciendo de enlace de mi padre con la FDD.
—¿Y alguna vez… podrás volar?
—Supongo que podría hacerlo por diversión. Pero ¿cómo va a compararse eso con pilotar un verdadero caza estelar en batalla? ¿Cómo voy a salir a dar paseos, en momentos escasos, calculados y protegidos, cuando he tenido algo mucho más grandioso? —Alzó la mirada al cielo—. Mi padre siempre se preocupaba de que me gustara demasiado volar. Y si te soy sincero, en mis prácticas, antes de empezar el entrenamiento oficial, pensaba que un par de alas quizá me ayudaran a escapar de su legado. Pero no soy desafiante. Haré lo que se espera de mí.
—Vaya —dije en voz baja.
—¿Qué?
—A tu padre nadie lo llama cobarde, y aun así… sigues viviendo en su sombra.
De algún modo, Jorgen estaba atrapado tan por completo como yo. Ni todos sus méritos podrían comprar su libertad.
Juntos, vimos apagarse las ascuas de la pira mientras el cielo se oscurecía, al menguar el brillo de las antiguas cieluces. Compartimos unas palabras sobre Arcada, aunque ninguno de los dos había presenciado sus bufonadas a la hora de la cena y solo se las habíamos oído contar a otros.
—Era como yo —dije al final, mientras el fuego languidecía y la noche se asentaba—. Más yo que yo, últimamente.
Jorgen no me preguntó sobre eso. Se limitó a asentir, y con aquella luz, con el reflejo de unas pocas ascuas del fuego en los ojos, su cara no parecía tan aporreable como me había resultado siempre. Quizá fuese porque alcanzaba a atisbar las emociones detrás de aquella máscara de perfección autoritaria.
Cuando se apagó la última luz del fuego, nos levantamos y saludamos de nuevo. Al terminar, Jorgen bajó a su coche, explicándome que tenía que hablar con su familia. Yo me quedé en la roca alta, mirando de nuevo a lo largo del surco que había dejado Arcada al estrellarse.
¿Le reprochaba que hubiera desperdiciado su vida o la respetaba por negarse, a toda costa, a ser tachada de cobarde? ¿Podía sentir las dos cosas a la vez?
«De verdad estuvo a punto de lograrlo», pensé, reparando en el ala casi sin daños que había cerca. Y más atrás, la parte trasera del fuselaje. Arrancada, apartada de lo demás.
Propulsor incluido.
Tuve una repentina punzada de comprensión. Pasarían semanas antes de que llegara alguien para rescatar material de entre los restos. Y si llegaban a preguntarse dónde había ido a parar el propulsor, lo más seguro es que pensaran que había explotado con el impacto inicial de destructor.
Si lograba llevarlo a mi cueva de alguna manera…
No sería robar a los muertos. Tirda, Arcada me habría dicho que me llevara el propulsor. Habría querido que yo volara y luchara. Pero ¿cómo estrellas iba a deshacer el camino con él a cuestas? Un propulsor sería varios órdenes de magnitud más pesado de lo que podía levantar, por no hablar de…
Miré hacia Jorgen, sentado en su coche. ¿Me atrevería?
¿Tenía alguna otra opción? Además, había visto unas cadenas en el maletero mientras descargábamos la madera.
Bajé de los peñascos y me dirigí hacia el coche. Llegué mientras él apagaba la radio.
—Aún no hay emergencias —dijo—, pero deberíamos ir volviendo.
Me debatí un momento antes de preguntar por fin:
—Jorgen, ¿cuánto puede levantar este coche?
—Bastante. ¿Por?
—¿Estás dispuesto a hacer algo que va a sonar un poco loco?
—¿Tanto como venir volando y dar nuestro propio funeral a una amiga?
—Aún más loco —dije—. Pero necesito que me ayudes sin hacerme demasiadas preguntas. Supon que he perdido el juicio por el dolor, o lo que sea.
Me miró, cauteloso.
—¿Qué es exactamente lo que quieres hacer?