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Aceché a mi enemigo con sigilo por la caverna.

Me había quitado las botas para que no chirriaran. Me había sacado los calcetines para no resbalar. La roca bajo mis pies me transmitió un cómodo frescor al dar otro silencioso paso adelante.

A tanta profundidad, la única luz procedía del tenue resplandor de los gusanos del techo, que se alimentaban de la humedad que se colaba por las grietas. Había que quedarse parada unos minutos en la oscuridad para que los ojos se adaptaran a una iluminación tan débil.

Otro estremecimiento en las sombras. Allí, cerca de aquellos bultos oscuros que debían de ser las fortificaciones enemigas. Me quedé muy quieta, acuclillada, escuchando a mi enemigo rascar la roca al moverse. Imaginé a un krell, un terrible alienígena de ojos rojos y oscura armadura.

Con una mano firme y una lentitud agónica, me llevé el fusil al hombro, contuve el aliento y disparé.

Obtuve un chillido de dolor como recompensa.

«¡Sí!».

Me di un golpecito en la muñeca para activar la línea de luz de mi padre. Cobró vida con un fulgor entre rojizo y anaranjado que me cegó durante un momento.

Entonces corrí para reclamar mi premio: una rata muerta, atravesada de lado a lado.

Bajo la luz, las sombras que había visualizado como fortificaciones enemigas se revelaron como rocas. Mi enemigo era una rata rolliza y mi fusil era un arpón que me había fabricado yo misma. Habían pasado nueve años y medio desde aquel fatídico día en que subí a la superficie con mi padre, pero mi imaginación era tan potente como siempre. Me ayudaba a sobrellevar la monotonía, a fingir que estaba haciendo algo más emocionante que cazar ratas.

Sostuve la rata en alto por la cola.

—Así se manifiesta la inclemencia de mi ira, bestia caída.

Resultaba que las niñas raras crecían para convertirse en jóvenes raras. Pero supuse que no pasaba nada por practicar mis insolencias, para cuando de verdad combatiera contra los krells. La yaya me había enseñado que los grandes guerreros saben hacer grandes alardes para llenar de miedo e incertidumbre los corazones de sus enemigos.

Me guardé el premio en el saco. Llevaba ocho hasta el momento, que no era mala caza. ¿Me daría tiempo a buscar otra?

Eché un vistazo a mi línea de luz; el brazalete que la albergaba tenía un pequeño reloj al lado del indicador de batería. 09.00. Quizá debería dar media vuelta. No podía perderme demasiadas horas de clase.

Me eché el saco al hombro, recogí mi arpón, que había creado a partir de restos encontrados en las cavernas, y emprendí el camino de vuelta a casa. Me guiaba con mis propios mapas dibujados a mano, que siempre estaba actualizando en un pequeño cuaderno.

Una parte de mí se entristeció por tener que regresar, por dejar atrás aquellas cavernas silenciosas. Me recordaban a mi padre. Además, me gustaba lo… vacías que estaban. Sin nadie que se burlara de mí, sin nadie que susurrara insultos hasta obligarme a defender el honor de mi familia hundiéndoles el puño en sus caras de idiotas.

Me detuve en una intersección que conocía, donde el suelo y el techo daban paso a unos extraños patrones metálicos. Las dos superficies estaban cubiertas de diseños circulares y escritura científica, que yo siempre había creído que debían de ser antiguos mapas de la galaxia. En el extremo opuesto, de la roca salía un enorme y vetusto tubo. Era de los que desplazaban el agua entre cavernas, la limpiaban y la usaban para enfriar la maquinaria. De una juntura caían gotas de agua a un cubo que había dejado yo allí, y lo encontré medio lleno, así que di un largo sorbo. Estaba fresca y tenía un leve matiz a algo metálico.

No sabíamos gran cosa de la gente que había construido toda aquella maquinaria. Al igual que el cinturón de cascotes, ya estaba allí cuando nuestra flotilla cayó en el planeta. Habían sido humanos, dado que la escritura presente en lugares como el techo y el suelo de esa intersección estaba en idiomas humanos. Pero incluso en aquellos momentos, seguía siendo un misterio lo cercana o lejana que pudiera ser la relación que guardaban con nosotros. No quedaba ninguno de ellos, y las zonas fundidas y los restos de chatarra que había en la superficie sugerían que también ellos habían sufrido una guerra.

Pasé el resto del agua a mi cantimplora y di una cariñosa palmadita a la inmensa tubería antes de colocar de nuevo el cubo y seguir adelante. La maquinaria pareció responderme con un distante y familiar repiqueteo. Seguí el sonido hasta llegar a una brillante interrupción de la piedra a mi izquierda.

Me acerqué al hueco y contemplé Ígnea. Era mi caverna natal y la mayor de las ciudades subterráneas que componían la Liga Desafiante. Desde mi posición elevada, tenía una vista impresionante de la inmensa caverna, llena de apartamentos rectangulares construidos como cubos que salían unos de otros.

El sueño de mi padre se había hecho realidad. Al derrotar a los krells aquel día, más de nueve años antes, aquellos pilotos novatos de caza estelar habían inspirado una nación. Decenas de clanes que una vez habían sido nómadas se habían congregado para colonizar Ígnea y las cavernas que la rodeaban. Cada clan conservaba todavía su propio nombre, procedente de la nave o la sección de la nave en la que había trabajado. Mi clan era el de los Makinkaps, que procedía de las antiguas palabras para designar a los técnicos de motores.

Todos juntos, nos hacíamos llamar los Desafiantes, por el nombre de nuestra nave insignia original.

Por supuesto, al congregarnos, habíamos llamado la atención de los krells. Los alienígenas seguían decididos a destruir a la humanidad, de modo que la guerra continuaba y necesitábamos un suministro constante de cazas estelares y pilotos para proteger nuestra incipiente nación.

Por encima de los demás edificios de Ígnea se alzaba el aparatare: antiguas forjas, refinerías y fábricas que bombeaban roca fundida desde abajo y creaban las piezas de los cazas estelares. El aparataje eran tan asombroso como único: aunque la maquinaria de las otras cavernas proporcionaba calor, electricidad o agua filtrada, solo el aparataje de Ígnea era capaz de llevar a cabo una manufactura compleja.

Por el hueco llegaba un aire caliente que me perló la frente de sudor. Ígnea era un lugar muy caluroso, al tener tantas refinerías, fábricas y cubas de algas. Y aunque estaba bien iluminado, por algún motivo el lugar siempre parecía tenebroso, con aquel resplandor entre rojo y anaranjado de las refinerías que lo iluminaba todo.

Dejé atrás la grieta y llegué a una vieja taquilla de mantenimiento que había descubierto en aquella pared. A primera vista, la puerta no se distinguía de cualquier otra parte del túnel de piedra, por lo que era relativamente segura. Al abrirla, dejé a la vista mis escasas posesiones secretas: piezas de recambio para mi arpón, otra cantimplora de reserva y la antigua insignia de piloto de mi padre. La froté para que me diera suerte y luego dejé la línea de luz, el cuaderno de los mapas y el arpón en la taquilla.

Saqué una basta lanza con punta de piedra, cerré la puerta y me eché de nuevo el saco al hombro. Ocho ratas pueden ser pero que muy incómodas de llevar, sobre todo cuando, incluso con diecisiete años, se tiene un cuerpo que se niega a superar el metro cincuenta y uno de altura.

Fui hasta la entrada normal de la caverna. Había dos soldados del ejército de tierra, que apenas entraba jamás en combate, vigilando la entrada. Aunque los conocía a los dos por su nombre de pila, me hicieron quedarme a un lado mientras fingían solicitar autorización para abrirme el paso. En realidad, era solo que les gustaba hacerme esperar.

Todos los días. Todos los tirdosos días.

Al final, Aluko vino hacia mí y empezó a registrar mi saco con mirada sospechosa.

—¿Qué clase de contrabando crees que intento colar en la ciudad? —le pregunté—. ¿Guijarros? ¿Musgo? ¿Alguna roca que haya insultado a tu madre, quizá?

Miró mi lanza como si se preguntara cómo había podido cazar ocho ratas con un arma tan simple. Bueno, pues que se lo preguntara. Al terminar, me devolvió al saco lanzándolo por el aire.

—Tira para adelante, cobarde.

Fuerza. Alcé la barbilla.

—Algún día —le dije—, escucharás mi nombre y se te llenarán los ojos de lágrimas de gratitud al pensar en lo afortunado que eres por haber ayudado alguna vez a la hija de Perseguidor.

—Preferiría olvidar hasta que te conozco. Tira para adelante.

Con la cabeza bien alta, entré en Ígnea y recorrí las calles hacia las Gloriosas Cotas de la Industria, que es como se llamaba mi barrio. Había llegado a la hora de un cambio de turno y me crucé con trabajadores en monos de distintos colores, cada cual ocupando su lugar en la enorme maquinaria que mantenía en marcha la Liga Desafiante y su guerra contra los krells. Operarios sanitarios, técnicos de mantenimiento, especialistas en cubas de algas.

No había pilotos, claro. Los pilotos fuera de servicio, en la reserva, dormían en las cavernas profundas, y los que estaban de servicio vivían en Alta, la misma base que mi padre había muerto protegiendo. Ya no era secreta. Había crecido hasta convertirse en una gran planta en la superficie, que alojaba docenas de naves, la estructura de mando aérea e instalaciones de entrenamiento. Era el lugar donde viviría yo a partir del día siguiente, cuando aprobara el examen y me convirtiera en cadete.

Pasé bajo una gran estatua metálica de los Primeros Ciudadanos, un grupo de personas que empuñaban armas simbólicas hacia el cielo en poses desafiantes, con naves elevándose tras ellos que dejaban estelas de metal. Aunque representaba a quienes habían combatido en la Batalla de Alta, mi padre no estaba entre ellos.

La siguiente esquina era la última antes de nuestro apartamento, uno de los muchos cubos de metal que brotaban de uno central más grande. El nuestro era pequeño, pero bastaba para tres personas, sobre todo teniendo en cuenta que yo pasaba días enteros en las cavernas, cazando y explorando.

Mi madre no estaba en casa, pero encontré a la yaya en el tejado, haciendo rollitos de algas para venderlos en nuestro carrito. A mi madre le habían prohibido tener un empleo oficial por lo que se suponía que había hecho mi padre, así que teníamos que ganarnos la vida por métodos poco convencionales.

La yaya alzó la mirada al oírme. Se llamaba Becca Nightshade —yo tenía el mismo apellido—, pero incluso quienes apenas la conocían la llamaban yaya. Había perdido la visión casi por completo hacía unos años y sus ojos se habían puesto de un blanco lechoso. Estaba encorvada y trabajaba con unos brazos flacos como palos, pero aun así era la persona más fuerte que conocía.

—¡Anda! —exclamó—. ¡Pero si suena a que llega Spensa! ¿Cuántas has cazado hoy?

—¡Ocho! —Solté mi botín delante de ella—. Y algunas están muy jugosas.

—Siéntate, siéntate —dijo la yaya, apartando el tapete lleno de rollitos—. ¡Vamos a limpiarlas y a cocerlas! Si nos damos prisa, podemos tenerlas listas para que tu madre las venda hoy mismo, y yo empezaré a curtir las pieles.

En realidad, debería haberme ido a clase; la yaya había vuelto a olvidarse. Pero ¿qué sentido tenía? En los últimos tiempos solo nos daban charlas sobre los distintos trabajos que podían hacerse en la caverna, y yo ya había elegido qué quería ser. Aunque se suponía que el examen para hacerse piloto era difícil, Rodge y yo llevábamos diez años estudiando. Íbamos a aprobar seguro. Así que ¿para qué quería escuchar lo genial que era hacerse operario de cubas de algas, o lo que fuese?

Además, como tenía que dedicar tiempo a la caza, me saltaba muchas clases, por lo que no sería apta para ningún otro trabajo. Me preocupaba de asistir a las clases que tenían que ver con el vuelo: diseño y reparación de naves, matemáticas, historia militar. Si conseguía llegar a alguna otra, mejor para mí.

Me senté y ayudé a la yaya a desollar y destripar las ratas. Aunque ella trabajaba al tacto, era limpia y eficiente.

—¿De quién quieres que te hable hoy? —me preguntó, con la cabeza gacha y los ojos casi cerrados.

—¡De Beowulf!

—Ah, conque el rey de los gautas, ¿eh? ¿No te apetece Leif Erikson? Era el preferido de tu padre.

—¿Ese mató a un dragón?

—Descubrió un nuevo mundo.

—¿Con dragones?

La yaya soltó una risita.

—Una serpiente emplumada, según algunas leyendas, pero no conozco ninguna historia de que lucharan. Pues bien, Beowulf fue un hombre poderoso. Era antepasado tuyo, ¿sabes? No mató al dragón hasta que ya era bastante mayor, pero se ganó su fama luchando contra monstruos.

Trabajé en silencio con mi cuchillo, pelando y sacando las tripas a las ratas para luego trocear la carne y echarla en una cacerola para hacer estofado. En la ciudad, casi todo el mundo se alimentaba a base de pasta de algas. La carne de verdad, de reses o cerdos criados en unas cavernas con iluminación especial y equipamiento ambiental, era demasiado escasa para comerla a diario. Así que la gente recurría al trueque para conseguir carne de rata.

Me encantaba la forma que tenía la yaya de contar historias. Bajaba la voz cuando los monstruos siseaban y la subía cuando los héroes proclamaban sus bravatas a los cuatro vientos. Trabajaba con dedos hábiles mientras narraba el relato del antiguo héroe vikingo que acudió en ayuda de los daneses en su hora de mayor necesidad. Era un guerrero amado por todos, que luchó con valentía incluso cuando se enfrentaba a un adversario más grande y poderoso que él.

—Y cuando el monstruo se hubo escabullido para morir —dijo la yaya—, el héroe sostuvo en alto el brazo entero de Grendel, hombro incluido, como un macabro trofeo. Había vengado la sangre de los caídos, demostrándose un hombre fuerte y valeroso.

Sonó un tintineo desde abajo, en el apartamento. Mi madre había vuelto. De momento, no le hice caso.

—¿Le arrancó el brazo solo con las manos? —pregunté.

—Era fuerte —dijo la yaya—, y un auténtico guerrero. Pero era del pueblo antiguo, que luchaba con las manos y la espada. —Se inclinó hacia delante—. Tú lucharás con la destreza de tus manos y tu ingenio. Pilotando una nave estelar, no te hará falta arrancarle el brazo a nadie. Dime, ¿has hecho tus ejercicios?

Puse los ojos en blanco.

—Eso lo he visto —dijo la yaya.

—Mentira.

—Cierra los ojos.

Cerré los ojos y eché atrás la cabeza, con la cara hacia el techo de la caverna, muy por encima de nosotras.

—Escucha las estrellas —dijo la yaya.

—Solo oigo…

—Que escuches las estrellas. Visualízate a ti misma volando.

Suspiré. Adoraba a la yaya y sus historias, pero aquella parte siempre me aburría. Aun así, intenté hacer lo que me había enseñado y, allí sentada con la cabeza hacia atrás, traté de imaginar que me elevaba hacia el cielo. Traté de hacer que todo lo demás se desvaneciera a mi alrededor y de visualizar unas estrellas que brillaban con fuerza por encima.

—Yo hacía este ejercicio con mi madre en las salas de máquinas de la Desafiante —dijo la yaya en voz baja—. Trabajábamos en la mismísima nave insignia, un crucero de guerra más grande que toda esta caverna. Me quedaba sentada y escuchaba el zumbido de los motores, y también algo que había más allá de él. Las estrellas.

Intenté imaginármela de pequeña, y por algún motivo eso me ayudó. Con los ojos cerrados, sentí casi que flotaba. Que extendía los brazos hacia arriba…

—Los técnicos de motores —dijo la yaya— éramos los raros entre los demás grupos de la tripulación. Nos veían como a gente extraña, pero éramos quienes mantenían la nave en movimiento. Hacíamos que viajara entre las estrellas. Mi madre decía que era porque podíamos oírlas.

Creí… solo por un momento… que estaba oyendo algo allí fuera. ¿Sería producto de mi imaginación? Era un sonido puro y lejano…

—Incluso después de estrellarnos aquí, los de motores nos mantuvimos unidos —prosiguió la yaya—. El clan Makinkaps. Si los demás dicen que eres rara, es porque se acuerdan de eso, y tal vez porque nos teman. Esa es tu herencia. La herencia de guerreros que surcaron el cielo y que al cielo regresarán. Escucha.

Dejé escapar un largo y relajante suspiro mientras eso, lo que fuese que creyera haber oído, se desvanecía. Abrí los ojos y me sorprendió, durante un segundo, hallarme de vuelta en aquel tejado, rodeada por la rojiza luz de Ígnea.

—¿Nos dedicábamos al mantenimiento de los motores y a hacer avanzar la nave? —dije—. ¿Qué tiene que ver eso con ser guerreros? ¿No habría sido mejor disparar las armas?

—¡Solo un bobo creería que las armas son más importantes que la estrategia y el movimiento! —exclamó la yaya—. Mañana volveré a hablarte de Sun Tzu, el mayor general de todos los tiempos. Sun Tzu enseñaba que lo que ganaba las guerras era la posición y la preparación, no las espadas o las lanzas. Era un gran hombre. Y antepasado tuyo, ¿sabes?

—Prefiero a Gengis Kan —dije yo.

—Un tirano y un monstruo —repuso la yaya—, aunque sí, hay mucho que aprender de la vida de Gengis Kan. Pero ¿te he hablado alguna vez de la reina Boudica, la rebelde que se alzó desafiante contra los romanos? Era…

—¿Antepasada suya? —interrumpió mi madre, que subía por la escalera exterior del edificio—. Era una celta británica. Beowulf era sueco, Gengis Kan mongol y Sun Tzu chino. ¿Y se supone que todos ellos son antepasados de mi hija?

—¡Toda la antigua Tierra es nuestro linaje! —dijo la yaya—. Tú, Spensa, procedes de una estirpe de guerreros que se remonta milenios atrás en el tiempo, una línea que nos une a la antigua Tierra y a la mejor de su sangre.

Mi madre puso los ojos en blanco. Era todo lo que no era yo: alta, hermosa, tranquila. Se fijó en las ratas, pero entonces me miró y se cruzó de brazos.

—Puede que tenga la sangre de guerreros, pero hoy llega tarde a clase.

—Ya está en clase —objetó la yaya—. En la clase importante.

Me levanté y me limpié las manos con un trapo. Sabía cómo se enfrentó Beowulf a monstruos y dragones, pero ¿cómo se enfrentaría a su madre en un día en el que debería estar en la escuela? Me conformé con un vago encogimiento de hombros.

Mi madre me miró.

—Murió, ¿sabes? —dijo—. Beowulf murió luchando contra ese dragón.

—¡Luchó hasta el último ápice de sus fuerzas! —exclamó la yaya—. Derrotó a la bestia, aunque le costara su vida. ¡Y llevó una paz y una prosperidad sin precedentes a su pueblo! Todos los grandes guerreros luchan por la paz, Spensa. Eso recuérdalo.

—Como mínimo, luchan por la ironía —dijo mi madre. Volvió a mirar las ratas—. Gracias. Pero andando, venga. ¿No tienes el examen de piloto mañana?

—Estoy preparada para el examen —respondí—. Hoy solo van a aprender cosas que no necesito saber.

Mi madre me siguió mirando, inflexible. Todos los grandes guerreros sabían cuándo estaban derrotados, así que di un abrazo a la yaya y le susurré:

—Gracias.

—El alma de un guerrero —me respondió ella con otro susurro—. Recuerda tus ejercicios. Escucha las estrellas.

Sonreí, me marché y me limpié a toda prisa antes de salir hacia lo que esperaba que fuese mi último día de clase.