37
Cuando llegué a la base Alta, ya tenía un plan bastante coherente.
Giraba todo en torno a la única persona de la que sabía que tenía acceso a las reproducciones de las batallas.
El despacho de Cobb era una sala pequeña que mantenía inmaculada y completamente libre de objetos personales. No había fotografías en las paredes ni libros en las estanterías.
Ese día estaba sentado, trabajando en su estrecha mesa, leyendo informes y marcándolos con un bolígrafo rojo. Alzó la mirada cuando llamé al cristal de la puerta, pero volvió a su trabajo.
Abrí la puerta sin hacer ruido.
—FM te está buscando —dijo, pasando un papel a otro montón—. Le he dicho que no sé dónde está tu caverna. Pero si quieres localizar a los demás, sintoniza la frecuencia 1.250 en tu radio. Es la banda de casa de Arturo.
—Gracias. —Respiré hondo y repasé las palabras que con tanto esmero había preparado—. Señor, espero no meterme en problemas por esto, pero Jorgen y yo fuimos en coche y recogimos la insignia de Arcada. Para su familia. —Di un paso adelante y la dejé en la mesa—. Llamó al personal de tierra y les advirtió de que pasaríamos cerca.
Cobb suspiró.
—Bueno, supongo que no está prohibido. —Cogió la insignia. ¿Teníais el visto bueno del equipo de rescate?
—Esto… no, señor.
—Me supondrá más papeleo —gruñó él.
—Le dimos un funeral de piloto, señor —dije—. El mejor que pudimos. ¿Querrá decírselo a su familia de mi parte?
Cobb guardó la insignia.
—Les gustará saberlo, cadete. Y dudo de que ni el equipo de rescate proteste cuando se lo plantee en esos términos. Pero intenta no darme más problemas esta semana.
—Lo intentaré, señor —dije, buscando una buena forma de pasar al tema que de verdad me interesaba. Algo que no le despertara demasiadas sospechas—. Me gustaría tener algo que hacer con mi tiempo. Estar tantos días de baja es un poco frustrante.
—Por mí, las bajas médicas pueden dispararse a sí mismas hacia el sol —convino Cobb—. Me cae bien Thior. No para de presionar para que tengamos cosas como terapia para pilotos; buenas ideas. Pero tiene que entender que lo último que necesita un puñado de soldados que lloran la muerte de sus compañeros es más tiempo libre.
—No me dejan volar ni entrenar, pero quizá… —Fingí pensar un poco—. ¿Quizá podría ver batallas antiguas? ¿Para aprender de ellas?
—El archivo está en el edificio H —dijo Cobb, señalando—. Tienen unos aparatos que sirven para ver las batallas. Necesitarás mi código de autorización si quieres pasar por la puerta. Dos-seis-cuatro-cero-siete.
Una docena de argumentos distintos, los que había preparado para convencerlo de que me concediera justo aquello, murieron en mis labios.
Había sido… fácil.
—Hum, gracias —dije, intentando disimular lo emocionada que estaba—. Pues supongo que me iré a… hacer eso.
—Se supone que los cadetes no utilizan el archivo. Si tienes algún problema, diles que te he enviado a traerme algo y márchate. Yo me ocuparé del papeleo, si eso ocurre. Tirdosos burócratas. —Cobb pasó un papel de un montón a otro—. Y… ¿Peonza?
—¿Señor?
—A veces, las respuestas que necesitamos no se corresponden con las preguntas que hacemos. —Alzó la mirada hacia mí—. Y a veces, el cobarde deja en evidencia a personas más sabias.
Crucé la mirada con él y me ruboricé, recordando lo que le había dicho el día anterior. Furiosa. «¡Que usted quiera justificar su cobardía al eyectarse no significa que nosotros tengamos que hacer lo mismo!».
—Lo… lo siento, señor, por…
—Venga, andando. Aún no estoy preparado del todo para lidiar contigo.
—Sí, señor.
Salí del despacho. Esa mirada en sus ojos… Había sabido sin lugar a dudas para qué quería yo mirar batallas antiguas. No lo había engañado ni por un momento.
Entonces ¿por qué me había dado el código de acceso?
Llegué al edificio en cuestión, introduje el código y empecé a recorrer las estanterías de los archivos. Muchas contenían libros viejos que había traído consigo la tripulación de la flota: historias de la antigua Tierra o escritos de filósofos. Sobre todo era material muy antiguo, pero también había cosas más modernas. Manuales y tratados de historia.
Había pilotos pululando por allí, con brillantes insignias en sus monos azules. Al contemplarlos, comprendí una razón por la que Cobb podría haberme permitido entrar. Me faltaban menos de dos meses para graduarme. Por una parte, me parecía increíble que hubiera pasado tanto tiempo. Por otra, en esos pocos meses habían ocurrido muchas cosas.
En cualquier caso, no tardarían en concederme acceso al archivo. ¿Quizá Cobb sabía que era inevitable que terminara descubriendo los secretos y por eso no le había importado dejarme entrar ya? ¿O era porque temía que al final me denegaran ese privilegio, incluso si me graduaba, y estaba asegurándose de que tuviera al menos esa oportunidad?
No me atreví a pedir señas a nadie; no podía arriesgarme a que alguien reparara en el color de mi insignia y me preguntara qué hacía allí una cadete. Recorrí la estancia mohosa y demasiado silenciosa hasta encontrar una pared llena de pequeños estuches de metal, con fechas y nombres de batallas en los lomos. Tendrían unos cuatro centímetros de lado, y vi cómo una piloto sacaba uno de la pared y lo conectaba a una máquina de visionado. Se inclinó hacia delante y acercó los ojos al dispositivo para mirar.
Era lo que andaba buscando, aunque aquellos estuches solo se remontaran cinco años atrás. Doblé la esquina y encontré una segunda sala. Tenía la puerta cerrada, pero las ventanas de las paredes laterales me revelaron que tenía más estuches dentro. Probé el código de Cobb en la puerta.
Se abrió y me colé dentro, con el corazón aporreando. No había nadie más, y el corto estante de estuches metálicos iba retrocediendo hasta… hasta la batalla. La Batalla de Alta. Había otras antes que ella, pero la Batalla de Alta parecía brillar en el estante, atrayéndome.
No había huecos en la hilera. Aquellos estuches se sacaban pocas veces. Además, en la sala no había dispositivo de visionado. Así que… ¿qué? ¿Cogía la grabación y me marchaba?
«Audaz. Desafiante. Aunque de un tiempo a esta parte no te parezca que eres nada de eso».
Cerré los dedos en torno al estuche y salí disimulando de la habitación. No sonó ninguna alarma. Sin terminar de creérmelo, abandoné el edificio con el tesoro en la mano.
El secreto. Lo tenía allí mismo, entre los dedos. Había contraído una deuda inmensa con Cobb, no solo por aquel día, sino por todo. Por hacerme hueco en su aula cuando nadie más quería darme una oportunidad. Por aguantarme durante todas esas semanas, por no atizarme un puñetazo en la cara cuando lo había llamado cobarde.
Se lo compensaría. De algún modo. Me guardé el cuadrado de datos en el bolsillo y fui a zancadas hacia el edificio de entrenamiento. Era probable que pudiera conectarlo a mi pegabina, pero ¿tendría permitido usarla, estando de baja médica?
Estaba tan obsesionada que no me fijé en las personas con las que me cruzaba hasta que una me llamó.
—Espera. ¿Peonza?
Me detuve de golpe y me giré. Era FM, vestida con falda. Con una falda de verdad y una blusa, y el pelo rubio corto recogido con pasadores de plata.
—Estrellas, ¿dónde te habías metido? —dijo, cogiéndome del brazo—. ¿En tu cueva?
—¿Dónde querías que estuviera?
—Estás de permiso —dijo—. El autoritarismo dominante ha relajado su hiriente presa sobre nosotros. Podemos salir de la base.
—Yo salgo de la base todas las noches.
—Esto es distinto —repuso ella, tirando de mi brazo—. Ven. Tienes suerte de que Rara me haya enviado a hacerle un recado.
—¿Kimmalyn? —me sorprendí—. ¿La has visto desde que se marchó?
—Pues claro que sí. No es que se haya mudado a otro planeta ni nada por el estilo. Vamos.
Era improbable que hiciera cambiar de opinión a FM cuando se ponía en modo cruzada, así que dejé que se me llevara. Salimos por las puertas de la base. Recorrimos las hileras de edificios hasta entrar en uno al que nunca había prestado demasiada atención.
Y que contenía un mundo nuevo del todo.