6

Pasaron las horas.

La rabia que había sentido antes había sido tan abrasadora como el magma. Pero ya solo notaba frío. Entumecimiento.

Me llegaban los ecos de la fiesta desde alguna otra zona del edificio.

Me sentía utilizada, estúpida y, sobre todo… vacía. ¿No debería estar partiendo el lápiz y arrojando pupitres por los aires, enfurecida? ¿Vociferando una diatriba sobre vengarme de mis enemigos, de sus hijos y de sus nietos? ¿Mostrar el comportamiento típico de Spensa?

En vez de eso, lo que hice fue quedarme sentada con la mirada perdida, hasta que los sonidos de la fiesta fueron menguando. Al final, una ayudante llegó y miró en el aula.

—Esto… Se supone que tienes que marcharte.

No me moví.

—¿Estás segura de que no quieres marcharte?

Iban a tener que sacarme de allí a rastras. Me imaginé a mí misma en la situación, toda heroica y Desafiante, pero la asistente no parecía estar muy por la labor. Apagó las luces y me dejó allí, iluminada solo por el resplandor naranja rojizo de las luces de emergencia.

Al final, me levanté y fui a la mesa que estaba contra la pared, donde Férrea se había dejado, quizá sin querer, los exámenes que le habían entregado los hijos de los Primeros Ciudadanos. Repasé el montón y comprobé que todos ellos tenían rellenado solo el nombre, y las preguntas en blanco.

Cogí el de encima de todos, el primero que habían entregado. Tenía el nombre de Jorgen Weight, seguido de una pregunta:

1. Nombra las cuatro principales batallas que procuraron a las Cavernas Unidas Desafiantes su independencia y la situaron como el estado predominante en Detritus.

Era una pregunta con trampa, porque seguramente la gente pasaría por alto la Escaramuza de Unicarnia, de la que no se hablaba tanto. Pero fue cuando la incipiente FDD empleó por primera vez cazas con un diseño de segunda generación, construidos a escondidas en Ígnea. Regresé a mi pupitre, me senté y respondí la pregunta.

Pasé a la siguiente, y a la siguiente. Eran buenas preguntas, no solo meras listas de fechas o piezas. Había cuestiones matemáticas sobre velocidades de combate. Pero la mayoría eran preguntas sobre propósitos, opiniones y preferencias personales. Dudé en dos de ellas, intentando decidirme entre decir lo que creía que esperaba el examinador y la que yo creía que era la respuesta correcta.

Me decidí por lo segundo las dos veces. Al fin y al cabo, qué más daba, ¿no?

Cuando ya estaba terminando, empecé a oír que fuera había gente hablando. Conserjes, por cómo sonaba la conversación.

De pronto, me sentí tonta. ¿Iba a chillar y obligar a algún pobre conserje a sacarme tirándome del pelo? Me habían derrotado. No se podía ganar todas las peleas, y no era vergonzoso perder cuando te superaban en número. Di la vuelta al examen y le di unos golpecitos con el lápiz, allí, aún sentada en la penumbra, iluminada solo por el brillo de las luces de emergencia.

Empecé a bosquejar una nave con forma de W en la parte de atrás del examen, mientras en mi mente empezaba a cobrar forma una idea demencial. La FDD no había empezado como un cuerpo militar oficial, sino como un puñado de soñadores que habían tenido su propia idea demencial. Poner en marcha el aparataje y crear naves a partir de los diagramas que habían sobrevivido a nuestro impacto contra el planeta.

Habían construido sus propias naves.

La puerta se abrió y dejó entrar luz desde el pasillo. Oí que alguien dejaba un cubo en el suelo al otro lado de la puerta y a dos personas quejándose de líquidos derramados en la sala de la fiesta.

—Salgo en un minuto —dije, terminando el boceto. Pensando. Elucubrando. Soñando.

—¿Qué haces aquí dentro aún, chica? —preguntó un conserje—. ¿No querías ir a la fiesta?

—No tenía muchas ganas de celebraciones.

El hombre gruñó.

—¿No te ha salido bien el examen?

—Resulta que da lo mismo —repuse. Lo miré, pero estaba iluminado desde atrás y era solo una silueta en el umbral—. ¿Alguna vez…? ¿Alguna vez sientes que te obligaron a ser lo que eres?

—No. Pero puede que me obligara yo mismo, eso sí.

Suspiré. Seguro que mi madre estaba preocupadísima por mí. Me levanté y fui hasta la pared donde el asistente había dejado mi mochila.

—¿Por qué tienes tantas ganas de ser piloto? —preguntó el conserje. ¿Me sonaba de algo su voz?—. Es un oficio peligroso. Muchos pilotos terminan muertos.

—A casi el cincuenta por ciento los derriban durante sus primeros cinco años —respondí—. Pero no mueren todos. Algunos se eyectan. Otros caen derribados, pero sobreviven al impacto.

—Sí. Lo sé.

Me quedé petrificada, fruncí el ceño y volví a mirar hacia la silueta. No le distinguía la cara, pero algo resplandeció en su chaqueta. ¿Medallas? ¿Una insignia de piloto? Entrecerré los ojos y vislumbré la forma de una chaqueta de la FDD y unos pantalones de vestir.

No era un conserje. Todavía oía a los dos hablando en el pasillo, que habían pasado a bromear entre ellos.

Enderecé la espalda. El hombre se acercó caminando despacio a mi pupitre y las luces de emergencia me revelaron que era mayor, de cincuenta y tantos años, con un bigote blanco impecable. Andaba con una marcada cojera.

Cogió el examen que había rellenado y lo hojeó.

—¿Por qué? —me preguntó después—. ¿Por qué te importa tanto? En estos exámenes nunca hacen la pregunta más importante de todas: ¿por qué quieres ser piloto?

«Para demostrar que valgo y para redimir el nombre de mi padre». Era mi respuesta inmediata, aunque había otra batallando contra ella. Algo que mi padre decía a veces, algo que tenía enterrado en mi interior y a que a menudo quedaba eclipsado por las ideas de venganza y redención.

—Porque se alcanza a ver el cielo —susurré.

El hombre gruñó.

—Nos hacemos llamar los Desafiantes —dijo—. Es el ideal que define a nuestro pueblo, esa negativa nuestra a retroceder. Y aun así, Férrea siempre parece sorprenderse mucho cuando alguien la desafía.

Negó con la cabeza y volvió a dejar el examen. Le puso algo encima.

Se volvió para marcharse renqueando.

—Espera —dije—. ¿Quién eres?

Él se detuvo en la puerta y la luz de fuera me mostró su rostro más claro, con aquel bigote y aquellos ojos que parecían… viejos.

—Conocía a tu padre.

Un momento. Sí que conocía esa voz.

—¿Chucho? —dije—. Eres tú. ¡Eras su compañero de ala!

—En otra vida —respondió él—. Cero-siete-cero-cero en punto, pasado mañana, edificio F, sala C-14. Enseña la insignia para que te dejen entrar.

¿La insignia? Fui a la mesa y encontré, encima de mi examen, una insignia de cadete.

La cogí.

—Pero Férrea ha dicho que jamás me dejará meterme en una cabina.

—Ya me ocuparé yo de Férrea. Es mi clase y soy yo quien tiene la última palabra sobre mis alumnos, que ni siquiera ella puede anular. Tiene un cargo demasiado importante para eso.

—¿Demasiado importante para dar órdenes?

—Protocolo militar. Cuando te vuelves lo bastante importante para ordenar a un escuadrón que entre en combate, eres demasiado importante para interferir con la forma en que un intendente lleva su almacén. Ya lo verás. Sabes mucho, a juzgar por ese examen, pero aún hay cosas que desconoces. La pregunta diecisiete la has contestado mal.

—Diecisiete… —Pasé a toda velocidad las páginas del examen—. ¿La de enfrentarte a un enemigo avasallador?

—La respuesta correcta era retirarte y esperar refuerzos.

—No lo era.

El hombre se tensó y yo me apresuré a morderme la lengua. ¿Debería estar discutiendo con la persona que acababa de darme una insignia de cadete?

—Te dejaré llegar al cielo —dijo él—, pero no te lo van a poner fácil. Yo no te lo voy a poner fácil. No sería justo.

—¿Es que existe algo justo?

Sonrió.

—La muerte. La muerte nos trata a todos como a iguales. Cero-siete-cero-cero. No llegues tarde.