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Busqué refugio en las silenciosas cavernas. No me atrevía a volver con mi madre y mi abuela. Mi madre sin duda se alegraría: había perdido a su marido a manos de los krells, y la aterrorizaba la idea de que yo sufriera el mismo destino. La yaya… me diría que peleara.

Pero ¿pelear contra qué? Eran precisamente los militares quienes no me querían.

Me sentía como una idiota. Llevaba un montón de tiempo diciéndome a mí misma que sería piloto y, en realidad, nunca había tenido ni la menor oportunidad. Seguro que mis profesores habían estado todos esos años riéndose de mí a escondidas.

Recorrí una caverna desconocida en el límite de la zona que había explorado, a horas de distancia de Ígnea. Y aun así, me perseguían los sentimientos de vergüenza y rabia.

Menuda imbécil había sido.

Llegué al borde de un precipicio subterráneo, me arrodillé y activé la línea de luz de mi padre dándome un golpecito en la palma con dos dedos, un acto que el brazalete era capaz de detectar. Empezó a brillar más. La yaya decía que habíamos traído esos dispositivos con nosotros a Detritus, que formaban parte del equipo que usaban los exploradores y guerreros de la antigua flota espacial humana. Yo no debería tener el mío, pero todo el mundo creía que había quedado destruido cuando mi padre se estrelló.

Coloqué la muñeca contra la piedra del acantilado y me di otro golpecito en la palma de la mano. Esa orden hizo que una línea de energía se adhiriera a la roca, enlazando mi brazalete con la piedra.

Un golpecito con tres dedos hizo salir más cuerda luminosa. Usando ese margen y con la cuerda en la mano, podía superar el borde y descender hasta el fondo. Cuando puse los pies en el suelo, otro toque con dos dedos hizo que la cuerda se soltara de la piedra de arriba y se replegara al interior del brazalete. No sabía cómo funcionaba la línea de luz, solo que tenía que recargarla cada mes o dos, cosa que hacía a hurtadillas conectándola a los enchufes de las cavernas.

Entré despacio en una cueva llena de setas kurdi. Sabían a rayos, pero eran comestibles y a las ratas les encantaban. Aquel sería un territorio de caza estupendo, así que apagué la luz y me senté a esperar, afinando el oído.

Nunca había tenido miedo a la oscuridad. Me recordaba al ejercicio que me enseñó la yaya, el de ascender flotando hacia las estrellas que cantaban. No podías temer la oscuridad si eras una luchadora. Y yo era una luchadora.

Iba… Iba a… a ser piloto…

Levanté la mirada, intentando apartar esa sensación de pérdida. Me descubrí elevándome. Hacia las estrellas. Y de nuevo me pareció oír que algo me llamaba, como el sonido de una flauta distante.

Un sonido rasposo me devolvió a la caverna. Garras de rata contra la piedra. Alcé mi arpón, guiada por movimientos que tenía muy interiorizados, y activé un ápice de iluminación en la línea de luz.

La rata, presa del pánico, se volvió hacia mí. Me tembló el dedo en el gatillo, pero la vi huir sin disparar. Total, ¿para qué? ¿De verdad iba a seguir con mi vida como si no hubiera pasado nada?

Lo normal era que explorar me hiciera olvidar los problemas. Pero ese día no me los quitaba de la cabeza; era como si tuviera una piedrecita en el zapato. «¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas que acaban de robarte tus sueños?».

Me sentía igual que en los primeros días después de la muerte de mi padre. Cuando todos los momentos, todos los objetos, todas las palabras me recordaban a él y al repentino hueco que se había abierto en mi interior.

Suspiré, enlacé un extremo de la línea de luz al arpón y le ordené que se enganchara a lo siguiente que tocase. Apunté a la cima de otro acantilado y disparé, con lo que la cuerda brillante e ingrávida se quedó adherida. Empecé a trepar, con el arpón traqueteando contra mi espalda en sus correas.

De niña, había tenido la fantasía de que mi padre sobrevivía al impacto. Que lo tenían prisionero en aquellos túneles inacabables e inexplorados. Imaginaba que iba a salvarlo, como si fuese la protagonista de una historia de la yaya. Gilgamesh, o juana de Arco, o Tarzán de Greystoke. Una heroína.

La caverna se sacudió un poco, como enfurecida, y cayó polvo del techo. Un impacto, arriba, en la superficie.

«Sí que ha caído cerca», pensé. ¿Tanto había ascendido por las cuevas? Saqué mi cuaderno de mapas dibujados a mano. Llevaba fuera bastante rato ya. Horas, como mínimo. Me había echado una siestecilla unas cavernas más atrás…

Miré el reloj de la línea de luz. La noche había llegado y pasado y ya era casi mediodía de la fecha del examen, que tendría lugar con la tarde avanzada. Supuse que debería haber emprendido el regreso. Mi madre y la yaya se preocuparían si no aparecía para el examen.

«Al cuerno el examen», pensé, imaginándome lo indignada que me sentiría si no me dejaban pasar por la puerta. Así que continué ascendiendo por un paso angosto que daba a otro túnel. Allí fuera, por una vez, mi tamaño era una ventaja.

Otro impacto sacudió las cavernas. Con tantos cascotes cayendo, subir a la superficie era una estupidez de aúpa. Me daba igual. Tenía el ánimo temerario. Sentí, casi oí, algo que me impulsaba a seguir avanzando. Continué el ascenso hasta que por fin llegué a una grieta en el techo. Brillaba luz desde el otro lado, pero era de un color blanco constante, no lo bastante anaranjada. También entraba aire fresco, lo que era buena señal. Empujé la mochila por delante, me interné en la grieta y salí a la luz.

La superficie. Miré hacia arriba y contemplé el cielo de nuevo. Por mucho que lo viera, siempre me dejaba sin aliento.

Una cieluz lejana iluminaba un sector del terreno, pero yo estaba en las sombras. Por encima, el cielo centelleaba con una lluvia de escombros. Líneas radiantes, como tajos. Una formación de tres cazas estelares de clase exploradora volaban entre ellas, observando. Los cascotes que caían solían ser partes rotas de naves o basura espacial de otros tipos, y podían recuperarse cosas valiosas de ellos. Pero nos fastidiaban las lecturas de radar y podían ocultar una incursión krell.

Me quedé en pie sobre la arena azul grisácea y me dejé inundar por el asombro que me provocaba el cielo, por la peculiar sensación del viento en las mejillas. Había salido cerca de la base Alta, visible en la lejanía, quizá a una media hora andando de distancia. Desde que los krells sabían dónde estábamos, no tenía mucho sentido ocultar la base, de modo que se había expandido a partir del búnker escondido inicial hasta estar formada por varios edificios grandes con un perímetro amurallado, baterías antiaéreas y un escudo invisible que la protegía de los cascotes.

Fuera de esa muralla había grupos de personas trabajando en una pequeña franja de algo que siempre me había parecido extraño: árboles y campos. ¿Qué estaban haciendo? ¿Intentaban cultivar comida en aquel suelo polvoriento?

No me atrevía a acercarme. Los guardias me tomarían por una carroñera de alguna caverna lejana. Aun así, había algo muy vistoso en el brillante verde de aquellos campos y las tercas murallas de la base. Alta era un monumento a nuestra determinación. Durante tres generaciones, la humanidad había vivido en aquel planeta como ratas y nómadas, pero no estábamos dispuestos a seguir escondiéndonos.

La escuadrilla de naves estelares regresó hacia Alta y yo di un paso en su misma dirección. «Tienes que aspirar a algo más elevado —me había dicho mi padre—. A algo más grandioso».

¿Y dónde me había llevado hacerlo?

Me eché al hombro la mochila y el arpón y arranqué a andar en la dirección opuesta. Había estado en un pasaje cercano hacía un tiempo y pensé que, si exploraba más, podría conectar varios de mis mapas. Por desgracia, al llegar descubrí que la entrada del pasaje estaba completamente derruida.

Unos escombros espaciales cayeron contra la superficie no muy lejos, levantando una nube de polvo. Alcé la mirada y vi que caían desde arriba unos trozos más pequeños, metálicos e incandescentes.

Directos hacia mí.

«¡Tirda!».

Di media vuelta y retrocedí a toda velocidad.

«No. ¡Nonononono!». El aire rugió y sentí el calor de los cascotes cada vez más cercanos.

«¡Ahí!». Distinguí la pequeña abertura de una caverna en la superficie, medio grieta, medio boca de cueva. Me arrojé hacia ella, resbalé y llegué al interior.

Sonó un estruendo enorme a mi espalda, que pareció agitar el planeta entero. Frenética, activé la línea de luz y me di con el brazo contra una piedra mientras me precipitaba a un revoltijo arremolinado. Levanté la mano de golpe y conecté la línea de luz con la pared mientras caían lascas de roca y guijarros a mi alrededor. La caverna tembló.

Luego, todo se quedó quieto. Parpadeé para quitarme el polvo de los ojos y me encontré colgando de mi línea de luz en el centro de una caverna pequeña, de unos diez o quince metros de altura. En algún momento había perdido la mochila, y tenía el brazo lleno de rasguños.

«Genial. Maravilloso, Spensa. Esto es lo que pasa cuando coges una rabieta». Gemí, con la cabeza palpitando, y di un golpe con los dedos contra la palma de la mano para extender la línea de luz y descender al suelo.

Me dejé caer para recobrar el aliento. Sonaban más impactos en la distancia, pero iban menguando.

Por fin me puse de pie con dificultades y me quité el polvo de encima. Conseguí localizar la correa de mi mochila asomando de unos escombros cercanos. La saqué de un tirón y comprobé que dentro estaban aún la cantimplora y los mapas. Parecían intactos.

El arpón era otro cantar. Encontré la empuñadura, pero no había ni rastro de lo demás. Estaría todo enterrado en el montón de escombros.

Me dejé caer sentada contra una piedra. Sabía de sobra que no debía subir a la superficie durante las lluvias de cascotes. Me había ganado a pulso lo que me había pasado.

Oí el sonido de arañazos cercanos. ¿Sería una rata? Alcé el mango del arpón al instante, y entonces me sentí doblemente tonta. De todos modos, me obligué a levantarme, me eché la mochila al hombro e incrementé la luz del brazalete. Una sombra se escabulló y fui tras ella, cojeando solo un poco. Quizá lograra encontrar otra salida de aquel sitio.

Levanté el brazalete para iluminar la caverna. La luz se reflejó en algo’ que tenía delante. ¿Metálico? ¿Quizá alguna tubería?

Anduve hacia ello y a mi cerebro le costó un momento comprender lo que estaba viendo. Allí, encajada en una esquina de la caverna y rodeada de cascotes, había nada menos que una nave.