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Descendimos a toda prisa desde la atmósfera exterior.

—¡Escuadrón krell a nuestra cola! —informó Jorgen por radio—. Repito, tenemos un escuadrón krell completo, quizá dos, veinte naves, persiguiéndonos.

—¿Qué habéis hecho, cadetes idiotas? —preguntó Napia.

Jorgen no nos defendió como habría hecho yo.

—Lo siento, señora —dijo—. ¿Órdenes?

—Disgregaos y que cada uno entre en formación con una pareja de pilotos expertos. Voy a poneros con…

—Señora —la interrumpió Jorgen—. Preferiría volar con mi escuadrón, si nos lo permitís.

—Vale, vale —dijo Napia, y maldijo al ver aparecer a los krells descendiendo desde la atmósfera superior—. Pero que no os derriben. Escuadrón Pesadilla, todas las naves, pasad a posiciones defensivas. Atraed su atención y vigilad por si traen aniquiladoras. El Escuadrón Contracorriente está a solo unos kilómetros de distancia y deberíamos tener refuerzos pronto.

—Peonza, vas en punta —dijo Jorgen después de pasar a nuestro canal de vuelo privado—. Ya has oído las órdenes. Sin fanfarronadas y sin perseguir para matar. Posiciones defensivas hasta que lleguen los refuerzos.

—Hecho —dije, y FM hizo lo mismo. Formamos en triángulo y, al instante, cinco krells volaron hacia nosotros.

Descendí en picado para perder altitud y luego pivoté usando un trozo de cascote grande y casi estático. Dimos la vuelta y regresamos volando entre los krells que intentaban seguirnos. Se dispersaron.

—¿A eso lo llamas defensivo, Peonza? —preguntó Jorgen.

—¿He disparado a alguno?

—Ibas a hacerlo.

Aparté el pulgar del gatillo. Menudo aguafiestas.

Una cieluz que había más arriba perdió brillo y se apagó al iniciarse el ciclo nocturno. Mi cubierta tenía un dispositivo de visión nocturna que bastaba para aclarar el campo de batalla, pero se sumió en una cierta penumbra, una oscuridad puntuada por destructores rojos y el resplandor de los propulsores.

Seguimos juntos los tres, escorándonos y esquivando por entre la confusión mientras llegaba el Escuadrón Contracorriente.

—Hay cerca otros dos escuadrones de refuerzo —nos dijo Jorgen—. Estaban en alerta por si esas lluvias de cascotes traían enemigos. Pronto deberíamos tener la superioridad numérica. De momento, mantened las posiciones defensivas.

Confirmamos la recepción y FM empezó a ponerse en punta. Por desgracia, justo mientras estaba situándose en posición, un grupo de krells vino hacia nosotros disparando. Nuestras maniobras defensivas terminaron con Jorgen y yo virando en una dirección y FM en la otra.

Con los dientes rechinando, entré en formación detrás de Jorgen y los dos sobrecargamos y rodeamos un trozo de escombro para perseguir a los dos krells que estaban a la cola de FM. Los disparos de destructor brillaron a su alrededor mientras giraba sobre sí misma y recibió al menos dos impactos en el escudo.

—¡FM, vira a derecha cuando te diga! —ordenó Jorgen—. ¡Peonza, preparada!

Obedecimos, maniobrando como una máquina bien engrasada. FM giró con lanza de luz en torno a un cascote mientras Jorgen y yo ejecutábamos propulsiones en giro, para salir hacia el lado y cruzarnos en su camino. Dejé que Jorgen se alejara para activar su PMI y entonces disparé, acerté a un krell y lo envié dando vueltas en caída libre. El otro viró para apartarse de nosotros y huyó.

Atrapé a Jorgen con mi lanza de luz y usamos nuestro impulso común para virar en dirección a FM, que redujo la velocidad y entró en formación con nosotros. Entonces las dos adoptamos una postura defensiva en torno a Jorgen, que se apresuró a reactivar su escudo.

Todo había terminado antes de que tuviera tiempo de pensar en lo que acabábamos de hacer. Las horas y horas de práctica lo habían convertido en una segunda naturaleza. «Los guerreros victoriosos ganan primero y luego van a la guerra», había dicho Sun Tzu. Apenas empezaba a comprender lo que significaba.

Por lo que podía juzgar de la batalla, estábamos más o menos igualados en número con los krells, que también habían recibido refuerzos desde arriba. Me dieron ganas de pasar a la ofensiva, pero mantuve la formación, esquivando el fuego krell y haciendo que varios grupos de enemigos nos persiguieran por recovecos difíciles alrededor y a través de la batalla.

Me centré en el combate hasta que vi algo por el rabillo del ojo. Era una nave más grande que descendía detrás de un pedazo de escombro lento. Una vez más, no lo había estado buscando de forma consciente, pero mi cerebro, entrenado y con bastante práctica ya, lo distinguió de todos modos.

—¿Eso es una aniquiladora? —pregunté a los demás.

—¡Tirda! —exclamó Jorgen—. Mando de Vuelo, tenemos una aniquiladora. 53,1-689-12.000, descendiendo con un cascote rectangular que estoy marcando ahora mismo con una baliza de radio.

—Confirmado —respondió una voz fría por la línea. Era Férrea en persona. Rara vez hablaba directamente con nosotros, aunque a menudo escuchaba las conversaciones—. Retiraos de esa posición y haced como si no la hubierais visto.

—¡Almirante! —dije—. Puedo darle, y estamos muy lejos de donde una detonación pondría en peligro Alta. Déjeme derribarla.

—Negativo, cadete —dijo Férrea—. Retiraos.

Llegaron a mi mente recuerdos del día en que había muerto Bim. Noté la mano agarrotada sobre la esfera de control, pero la moví con fuerza hacia el lado, siguiendo a Jorgen y FM lejos de la aniquiladora.

Me sorprendió lo difícil que fue. Era como si hasta mi nave quisiera desobedecer.

—Así me gusta, Peonza —dijo Cobb por una línea privada—. Tienes la pasión. Y ahora estás mostrando autocontrol. Todavía haremos de ti una piloto de verdad.

—Gracias, señor —repuse—. Pero la aniquiladora…

—Férrea sabe lo que hace.

Nos replegamos y oímos que ordenaban a otros escuadrones ascender hacia el cielo. El campo de batalla cambió de forma mientras la aniquiladora, ignorada en apariencia, se acercaba al suelo e iniciaba su aproximación a Alta. Le seguí el rastro, nerviosa, hasta que cuatro ases del Escuadrón Contracorriente salieron de formación y se lanzaron tras ella. Entablarían combate lo bastante lejos de la batalla principal para protegernos a los demás si la bomba detonaba. En caso de que fracasaran, los refuerzos que estaban a punto de llegar se ocuparían de la aniquiladora.

Nuestro trío de naves atrajo a varios cazas krells, por lo que tuve que esquivar para evitar que me acribillaran. El grupo entero de krells me persiguió, pero un segundo después Jorgen y FM se lanzaron hacia ellos y los espantaron. FM hasta logró derribar a uno, saturando su escudo sin necesidad de activar el PMI.

—Bien hecho —dije, relajándome de la repentina e intensa sucesión de maniobras—. Y gracias.

En la lejanía, los ases estaban enfrentándose a la aniquiladora. Como había ocurrido durante la lucha con Bim, un grupo de naves más pequeñas se había separado del bombardero y estaba protegiéndolo.

—Cobb —dije por el comunicador—. ¿Sabemos algo de esas naves que vuelan con la aniquiladora?

—No mucho —respondió él—. Es un comportamiento nuevo, pero últimamente aparecen con todos los bombarderos. Los ases se ocuparán de ellos. No dejes de prestar atención a tu vuelo, Peonza.

—Sí, señor.

Aun así, no pude evitar observar la lucha contra la aniquiladora. Si explotaba, tendríamos que estar preparados para sobrecargar los propulsores antes de que se completara la secuencia de estallidos. Por eso sentí alivio cuando, al cabo de poco, la aniquiladora y su escolta se elevaron hacia el cielo, retirándose. Los ases los persiguieron como por cumplir, pero terminaron dejando que la bomba huyera hacia el lugar del que procedía. Sonreí.

—¡Socorro! —exclamó una voz por la línea general—. Aquí Lodazal. Voy sin escudo y sin compañera de ala. Por favor, ¡que venga alguien!

—55,5-699-4.000 —dijo FM y, al mirar hacia las coordenadas, vi un Poco asediado que dejaba una estela de humo y volaba hacia fuera, alejándose del campo de batalla principal. Lo seguían cuatro krells. La mejor manera de lograr que te mataran era dejarte aislar, pero saltaba a la vista que Lodazal no había tenido elección.

—Aquí Escuadrón Cielo, Lodazal —dijo Jorgen, poniéndose en punta—. Te cubrimos. Aguanta y trata de virar a la izquierda.

Nos lanzamos tras él y abrimos fuego a discreción por orden de Jorgen. Nuestra tormenta de disparos de destructor no abatió a ningún caza enemigo, pero sí los dispersó a casi todos. Tres de ellos viraron a la izquierda, con lo que cortarían la salida a Lodazal. Jorgen fue hacia ellos y FM lo siguió.

—Sigue teniendo uno a la cola —dije—. Me ocuparé de él.

—De acuerdo —dijo Jorgen después de una breve pausa. Estaba claro que no le gustaba nada dividir el escuadrón.

Fui tras la nave. Por delante de mí, Lodazal estaba ejecutando maniobras cada vez más alocadas, más temerarias, para impedir que le dieran.

—¡Dispárale! —chilló—. Por favor, dispárale. ¡Dispárale de una vez!

Desesperación, inquietud frenética… cosas que no habría esperado de un piloto graduado. Por supuesto, Lodazal parecía joven. Aunque debería habérseme ocurrido antes, comprendí que debía de haberse graduado en una promoción muy poco anterior a la mía. Llevaría como piloto seis meses, quizá un año, pero seguía siendo un chico de solo dieciocho años.

Empezaron a perseguirme dos naves que concentraron su fuego en mí. Tirda. Lodazal había llevado nuestra persecución tan lejos que sería difícil conseguir apoyo. No me atrevía a usar el PMI mientras estuviera rodeada de fogonazos de destructor, pero el krell que llevaba delante aún tenía su escudo activo.

Apreté los dientes y sobrecargué el propulsor. La aceleración me apretó contra el asiento y me aproximé al krell, pegada a su cola, apenas capaz de esquivar. Había llegado a Mag 3 y, a aquella velocidad, las maniobras de vuelo iban a ser difíciles de controlar.

«Solo un segundo más…».

Entré en alcance y enganché la nave krell con mi lanza de luz. Entonces viré, haciendo que la nave krell se desalineara con Lodazal.

La cabina tembló cuando el krell que había capturado se propulsó en sentido opuesto, resistiéndose a mí y haciendo que empezáramos a girar los dos a toda velocidad, descontrolados.

Mis perseguidores giraron y concentraron el fuego en mí. Les daba igual alcanzar a la nave que había enganchado. Los krells nunca se preocupaban de esas cosas.

Me vi engullida por una tormenta de fuego, que impactó contra mi escudo y empezó a taladrarlo. El caza krell que había ensartado con la lanza de luz explotó por el fuego de sus aliados, y me vi obligada a ascender de golpe, sobrecargando, para intentar alejarme.

Era una jugada arriesgada. Mis ConGravs se saturaron y la aceleración me golpeó como una patada en la cara. Tiró de mí hacia abajo, haciendo que la sangre me bajara a los pies. Mi traje de vuelo se infló para presionar mi piel, e hice los ejercicios de respiración que había practicado entrenando.

Aun así, la visión se me ennegreció por los bordes.

Luces brillantes en la consola.

Estaba sin escudo.

Desactivé el anillo de pendiente, roté sobre mi eje y sobrecargué directa hacia abajo. Los ConGravs lograron absorber parte del latigazo, pero el cuerpo humano, sencillamente, no estaba pensado para soportar una inversión de ese tipo. Me sentí enferma y estuve a punto de vomitar mientras pasaba entre los krells.

Las manos me temblaban en los controles, y la visión empezó a pasar al rojo. La mayoría de los krells no reaccionaron a tiempo, pero uno de ellos, una sola nave, logró rotar sobre su eje como había hecho yo.

Me apuntó y disparó.

Una explosión en mi ala.

Me habían dado.

De mi consola salieron unos pitidos chillones. Se encendieron luces. De pronto, mi esfera de control no parecía hacer nada, y la noté laxa al intentar maniobrar.

La cabina se sacudió y el mundo dio vueltas mientras mi nave empezaba a trazar una espiral, fuera de control.

—¡Peonza! —De algún modo, oí el grito de Jorgen sobre la confusión de pitidos—. ¡Eyéctate, Peonza! ¡Vas a caer!

«Eyectarme».

En teoría, era imposible pensar en momentos como ese. Se suponía que todo sucedía muy deprisa. Pero aun así, aquel segundo me pareció que se congelaba.

Mi mano avanzando despacio hacia la palanca de eyección que tenía entre las piernas.

El mundo, un remolino emborronado. Mi ala, desaparecida. Mi nave, en llamas. Mi anillo de pendiente, inutilizado.

Un momento congelado entre la vida y la muerte.

Y Arcada, en el fondo de mi mente. «Valientes hasta el final. No seremos cobardes. Es un pacto».

No iba a eyectarme. ¡Podía hacer aterrizar la nave! ¡Yo no era una cobarde! No me daba miedo morir.

«¿Y cómo los afectaría a ellos que murieras?», preguntó algo en mi interior. ¿Qué supondría para mi escuadrón perderme? ¿Qué supondría para Cobb, para mi madre?

Chillando, aferré la palanca de eyección y tiré de ella con fuerza. Mi cubierta salió despedida y mi asiento salió volando al cielo.

Lo primero que noté al despertar fue el silencio.

Y… el viento, acariciándome la cara. Mi paracaídas había caído al suelo polvoriento y yo estaba encarada hacia el cielo. El paracaídas ondeaba detrás de mí; podía oír el viento jugando con él.

Me había desmayado.

Me quedé allí tendida, mirando hacia arriba. Franjas rojas en la lejanía. Explosiones. Estallidos de luz anaranjada. Solo eran tenues sonidos sordos, oídos desde tan abajo.

Rodé para quedar de lado. Lo que quedaba de mi Poco ardía allí cerca, destruido.

Mi futuro, mi vida, ardieron con él. Permanecí tumbada hasta que terminó la batalla y los krells se retiraron. Jorgen dio una pasada por encima de mí para ver si estaba bien, y lo saludé con el brazo para que no se preocupara.

Cuando llegó un transporte de rescate a recogerme, descendiendo en silencio sobre su anillo de pendiente, ya me había quitado las correas. Mi radio y mi cantimplora habían sobrevivido a la explosión junto con mi asiento, así que había usado la primera para llamar y la segunda para beber. Un médico me hizo sentarme en un asiento del transporte y me echó un vistazo mientras una miembro del Cuerpo de Inspección bajaba a examinar los restos de mi Poco.

La mujer de rescate volvió al cabo de un tiempo, con una tablilla en la mano.

—¿Y bien? —pregunté en voz baja.

—Los ConGravs del asiento han evitado que te destroces la columna vertebral —dijo el médico—. Pareces tener solo un traumatismo cervical leve, a no ser que tengas algún dolor que no me hayas dicho.

—No me refería a mí. —Miré a la mujer de rescate y luego hacia mi Poco.

—El anillo de pendiente está destruido —dijo ella—. No hay mucho que recuperar.

Era lo que me había temido. Me puse las correas en el asiento del transporte y miré por la ventanilla mientras despegaba. Vi la luz de las llamas de mi Poco menguar hasta desvanecerse.

Por fin aterrizamos en Alta y salí del vehículo, agarrotada y dolorida. Recorrí el asfalto cojeando. De algún modo supe, incluso antes de verle la cara, que una de las siluetas que esperaban en la oscuridad junto a la plataforma de aterrizaje sería la almirante Férrea.

Por supuesto que había venido. Por fin tenía una verdadera excusa para expulsarme. ¿Y podía reprochárselo, sabiendo lo que había hecho?

Me detuve ante ella y saludé. Me sorprendió que Férrea me devolviera el saludo. Luego me desenganchó la insignia de cadete del uniforme.

No lloré. A decir verdad, estaba demasiado cansada y tenía demasiado dolor de cabeza.

Férrea hizo rodar la insignia entre sus dedos.

—¿Señora? —dije.

Me entregó de nuevo la insignia.

—Cadete Spensa Nightshade, quedas retirada de la escuela de vuelo. Por tradición, al ser una cadete derribada antes de la graduación, se te añadirá a la lista de posibles pilotos a los que convocar si en algún momento tenemos naves de sobra.

Esos «posibles pilotos» se convocaban solo por orden de la almirante. A mí nunca me llamarían.

—Puedes quedarte la insignia —añadió Férrea—. Llévala con orgullo, pero debes haber devuelto todo el resto del material a intendencia para las 12.00 de mañana.

Y sin decir más, dio media vuelta y se marchó.

Mantuve el saludo hasta que se perdió de vista, con la insignia apretada en la otra mano. Se había acabado. Yo estaba acabada.

Al final, el Escuadrón Cielo graduaría solo a dos de sus miembros.