29
Desperté acurrucada entre demasiadas mantas y extendí el brazo para tocar el lado de la cabina de M-Bot… pero mi mano dio contra el lado de un armazón de cama.
«Vale, sí». ¿Qué hora sería? Toqué mi línea de luz para mirar el reloj e iluminé el dormitorio con un brillo tenue. Eran casi las cinco de la madrugada. Quedaban dos horas para que tuviéramos que ir a clase.
Debería sentirme agotada, ya que nos habíamos quedado despiertas charlando hasta después de la una. Pero por raro que pareciera, me sentía muy despierta. Quizá mi cerebro sabía que, si quería usar el lavabo y limpiarme ese día, tenía que ser ya, mientras todos los demás ocupantes del edificio dormían.
De hecho, sería mejor si pudiera escabullirme al exterior y que se me viera caminando hacia el edificio antes de clase. Salí de mi nido de mantas, me desperecé y cogí mi mochila. Intenté hacer el menor ruido posible, aunque tampoco tenía por qué preocuparme. Si las otras dormían con los ronquidos de Arcada, que mi mochila rozara el suelo no iba a molestarlas.
Abrí la puerta con cautela y entonces me volví y miré a las tres chicas durmientes.
—Gracias —susurré.
Y en ese mismo instante, decidí que no permitiría que volvieran a hacer aquello. Era demasiado peligroso, y no quería que la almirante se pusiera a malas con ellas.
Había sido maravilloso. Aunque me hubiera confirmado sin lugar a dudas lo que me estaba perdiendo. Y pese a que me horrorizaba tener que marcharme, pese a que me retorcía las entrañas, no habría cambiado esa noche por nada del mundo. Había sido la única vez en que podría experimentar lo que se sentía formando parte de un verdadero escuadrón de pilotos.
La idea seguía fija en mi mente cuando entré en el lavabo para limpiarme. Después, mirándome al espejo, me eché hacia atrás el pelo mojado. En todas las historias, los héroes tenían el pelo negro como el carbón, dorado o rojizo. Tonos espectaculares. No un marrón sucio.
Suspiré, cogí la mochila y salí al pasillo vacío. Mientras caminaba hacia la salida, una luz que llegaba desde un pasillo me llamó la atención. Conocía esa sala: era nuestra aula. ¿Quién estaría allí a esas horas?
Mi curiosidad venció a mi sentido común. Crucé el pasillo a hurtadillas, eché un vistazo por la mirilla de la puerta y vi la cabina de Jorgen activada, rodeada por un holograma en marcha. ¿Qué estaba haciendo allí a las 05.30? ¿Echar unas horas más de práctica?
El holograma de Cobb, en el centro del aula, proyectaba una versión en miniatura del campo de batalla de entrenamiento, así que vi la nave de Jorgen virando con lanza de luz en torno a un cascote que flotaba y disparando a un krell. Había algo en ese combate que me sonaba…
Sí, era la batalla en la que habían muerto Bim y Marea. Ya había visto a Cobb reproducir aquella misma grabación.
La nave de Marea cayó en llamas y yo hice una mueca, pero, justo antes del impacto, el holograma se congeló y se reinició. Volví a mirar y distinguí la nave de Jorgen, que entró volando desde el otro extremo del campo de batalla, esquivando escombros, intentando alcanzar la nave que destruiría a Marea. Activó su PMI, pero, aunque logró anular el escudo enemigo, el krell acribilló la nave de Marea y la envió dando vueltas hacia el suelo.
El holograma se reinició y Jorgen volvió a intentarlo, probando otra cosa en esa ocasión.
«Quiere saber si podría haberlos salvado», comprendí.
Cuando Marea cayó esa tercera vez, el holograma siguió su curso, pero Jorgen se levantó con ímpetu de su asiento. Se arrancó el casco y lo estampó contra la pared con un sonoro estrépito. Me encogí y estuve a punto de salir corriendo, temiendo que el ruido llamara la atención de otros. Pero ver a Jorgen, siempre tan alto e imperioso, encorvado contra la pared… No podía marcharme.
Qué vulnerable parecía. Qué humano. Perder a Bim y a Marea me había afectado mucho. Ni se me había ocurrido pensar en cómo debía de ser para su jefe de escuadrón, para quien se suponía que debía mantenernos a todos a salvo.
Jorgen dejó caer el casco. Se volvió de la pared y se detuvo de golpe.
Tirda. Me había visto.
Me agaché, corrí y salí del edificio antes de que pudiera alcanzarme. Pero… ¿qué iba a hacer a continuación? De pronto, en nuestro pequeño plan clandestino se hizo evidente una laguna inmensa. ¿Y si los guardias de la puerta decían a la almirante que la noche anterior no me había ido?
Seguro que no informaban cada día a la almirante de quiénes entraban y salían de la base, ¿verdad? Pero si me iba y, al poco tiempo, volvía a entrar, sin duda se darían cuenta de que pasaba algo raro.
Así que, en vez de ir a la puerta, anduve sin rumbo por los caminos de la base, entre edificios. Fuera estaba oscuro, las cieluces tenues y los caminos casi desiertos. De hecho, vi más estatuas que personas, porque en aquella zona había unos bustos de los Primeros Ciudadanos mirando hacia el cielo.
Me asaltó una ráfaga de viento demasiado frío, que sacudió las ramas de un árbol cercano. En la penumbra, las estatuas eran figuras ominosas, con los ojos de piedra sumidos en la sombra. El aire olía a humo de las plataformas de lanzamiento cercanas, un aroma acre. Un caza debía de haber vuelto en llamas a la base hacía poco.
Suspiré, me senté en un banco del camino y dejé la mochila a mi lado. Me sentía… melancólica, y quizá un poco abatida. La luz de llamada seguía brillando intermitente en la radio. Quizá hablar con M-Bot me cambiaría el humor.
Puse la radio en modo de recepción.
—Hola, M-Bot.
—¡Estoy indignado! —exclamó M-Bot—. ¡Este ha sido el insulto que supera a todos los insultos! No puedo expresar con palabras mi enfado, pero mi diccionario de sinónimos dice que me siento insultado, afrentado, maltratado, profanado, herido, asolado, acosado y/o posiblemente importunado.
—Perdona, no tenía intención de apagarte.
—¿Apagarme?
—He tenido la radio apagada toda la noche. ¿No te has enfadado por eso?
—Ah, eso es solo un descuido humano normal y corriente. ¿Es que no te acuerdas de que iba a escribir una subrutina para expresar lo enfadado que estoy contigo?
Fruncí el ceño, intentando recordar de qué me estaba hablando la nave.
—¿Cuando me dijiste que era un krell? —continuó—. ¿Te acuerdas de que me enfadé? ¿De que fue así como algo muy importante?
—Ah, sí, lo siento.
—¡Disculpa aceptada! —respondió M-Bot. Sonaba satisfecho de sí mismo—. He proyectado una buena sensación de ira, ¿no te parece?
—Ha sido espléndida.
—Eso pensaba.
Me quedé un rato sentada en silencio. Era por la noche anterior. Me había dejado pensativa, callada.
«La almirante de verdad nunca va a dejar que vuele —pensé, oliendo el humo del incendio en la plataforma de lanzamiento—. Puedo graduarme, pero no significará nada».
—Sin embargo, estabas en lo cierto —añadió M-Bot—. Yo podría ser un krell.
—¿QUÉ? —exclamé, casi dándome en la cara con la radio cuando me la llevé a los labios.
—En fin, mis bancos de datos se han perdido casi por completo —dijo M-Bot—. Vete a saber lo que había en ellos.
—Entonces ¿por qué te has cabreado tanto conmigo por sugerir que podrías ser un krell?
—Parecía la reacción correcta. Se supone que simulo tener una personalidad. ¿Qué persona se dejaría calumniar de esa manera, por mucho que fuera una suposición lógica del todo y estuvieras haciendo un análisis de riesgo perfectamente válido al plantearte esa duda?
—De verdad que no sé qué pensar de ti, M-Bot.
—Yo tampoco. A veces, mis subrutinas se activan y arrojan respuestas antes de que mi simulador de personalidad principal tenga tiempo de contenerlas. Es muy confuso. Pero de una forma totalmente lógica y algorítmica, en absoluto irracional como las emociones humanas.
—Claro.
—Empleas el sarcasmo. Ve con cuidado, o activaré otra vez mi rutina de indignación. Pero debo decirte que no creo que los krells sean inteligencias artificiales, aunque así lo hayan determinado esos pensadores de la FDD.
—¿De verdad? ¿Por qué crees que no?
—He analizado sus patrones de vuelo. Y los vuestros también, por cierto. Quizá tenga algunos consejos para ayudarte a mejorar. Parece que… tengo subrutinas enteras dedicadas a ese tipo de análisis.
»Bueno, a lo que iba: no creo que los krells sean inteligencias artificiales, aunque es posible que algunos sí lo sean. Mi análisis concluye que la mayoría de sus pautas son individuales, pues no se ajustan a patrones lógicos sencillos de determinar. Y al mismo tiempo, son temerarios, lo cual resulta curioso. Sospecho que son drones de algún tipo, aunque debo reconocer que Cobb tiene razón y este planeta ejerce cierta interferencia en las comunicaciones. Al parecer, yo dispongo de tecnología ampliadora que me permite superar esa interferencia.
—Bueno, ya sabíamos que eres una nave de infiltración. Seguro que una tecnología de comunicación avanzada te ayudaba en tus misiones.
—Sí. Probablemente, si dispongo de proyectores holográficos, camuflaje activo y anulador de sonar, es por el mismo motivo.
—No sabía que podías hacer casi nada de eso. ¿Camuflaje? ¿Hologramas?
—Según mi configuración, tenía esos sistemas activados en modo de espera, creando una ilusión de escombros por encima de mí e impidiendo que los escáneres detecten mi caverna. Hasta hace poco, cuando se terminó mi energía de reserva. Te diría el momento exacto redondeado al nanosegundo, pero tanta precisión tiende a desagradar a los humanos, ya que me hace parecer calculador y ajeno.
—Bueno, supongo que eso explica por qué no te encontró nadie en todos estos años. —Di unos golpecitos en la radio, pensativa.
—En todo caso —dijo M-Bot—, espero no ser un krell. Eso sería súper vergonzoso.
—No eres un krell —respondí, y me di cuenta de que lo creía de verdad. Me había preocupado que lo fuese, pero en ese momento… no habría sabido decir por qué, pero sabía que no lo era.
—Quizá —dijo él—. Reconozco que me… inquieta poder ser algún tipo de entidad malvada y no saberlo.
—Si fueras un krell, ¿para qué querrías un espacio habitable para humanos y conexiones compatibles con las nuestras?
—Me podrían haber construido para infiltrarme en la sociedad humana imitando una de vuestras naves —repuso él—. O en realidad, ¿y si los krells son todos inteligencias artificiales, creadas por los humanos, que se han vuelto contra vosotros? Así se entendería que llevara vuestra escritura. O también puede que…
—No eres un krell —interrumpí—. Puedo sentirlo.
—Supongo que eso debe de ser algún tipo de sesgo de confirmación irracional humano —afirmó—. Pero mi subrutina que simula el agradecimiento… lo agradece.
Asentí con la cabeza.
—Viene a ser para lo que sirve —añadió—. Agradecer cosas.
—Nunca lo habría adivinado.
—Puedo agradecer cosas millones de veces por segundo. Así que podría decirse que tu comentario es probablemente lo más agradecido que hayas hecho jamás.
—Yo agradecería que dejaras de hablar de lo genial que eres de vez en cuando —dije, pero sonreí y volví a enganchar la radio en mi mochila.
—Ese último comentario no lo agradezco —dijo en voz baja—. Para que lo sepas.
Apagué la radio, me levanté y me estiré. Los bustos de algunos Primeros Ciudadanos dieron la impresión de mirarme furiosos desde cerca, entre ellos un Cobb más joven. Qué raro era ver una imagen de él, después de conocerlo tan bien. No debería parecer joven. ¿Es que no había nacido siendo un cincuentón cascarrabias?
Me puse la mochila al hombro y volví hacia el edificio de la escuela de vuelo.
Había un policía militar justo fuera de la entrada principal.
Me quedé quieta en el sitio. Luego, preocupada, me acerqué a él.
—¿Cadete Nightshade? —preguntó el policía militar—. Identificador: Peonza.
Se me cayó el alma a los pies.
—La almirante Férrea quiere hablar contigo.
Asentí.
El policía militar me llevó al edificio donde había visto a Jorgen y a la almirante una vez. A medida que nos aproximábamos, crecía en mí la resignación. De algún modo, había sabido que llegaría el momento. Quedarme con las chicas la noche anterior había sido mala idea, pero… aquello no era consecuencia de una leve infracción.
Mientras entraba en el edificio, pensé que se había ido volviendo cada vez más inevitable que hubiera una confrontación. Me lo merecía por lo que había hecho a Jorgen, dos veces. Y para colmo, la almirante era la persona más poderosa de la FDD, mientras que yo era la hija de un cobarde. Visto así, lo extraño era que no hubiera encontrado una forma de expulsarme antes de aquello.
Era hora de que todo terminara. Yo era una luchadora, sí, pero una buena luchadora sabía cuándo una batalla era imposible de ganar.
El policía militar me dejó en el despacho de la almirante, que sorprendía por lo desordenado que estaba. Férrea bebía café en su despacho, leyendo un informe, de espaldas a mí.
—Cierra la puerta —dijo.
Obedecí.
—Hay una anotación en este informe de seguridad de la puerta. Anoche no te marchaste. ¿Te has preparado un escondrijo en algún cuarto de mantenimiento, o algo por el estilo?
—Sí —respondí, aliviada de que, al menos, no supiera que las chicas me habían ayudado.
—¿Has consumido alimentos del comedor, robados por ti misma o proporcionados a escondidas por algún compañero de escuadrón?
Vacilé un momento.
—Sí.
La almirante dio un sorbito a su café, todavía sin mirarme. Yo mantuve los ojos fijos en su espalda, en su pelo plateado, preparándome para encajar las palabras: «Quedas expulsada».
—¿No crees que ya va siendo hora de acabar con esta farsa? —dijo, pasando la página—. Abandona ya. Te dejaré quedarte con tu insignia de cadete.
Fruncí el ceño. ¿Por qué me lo… pedía? ¿Por qué no decía las palabras y punto? Ahora que había transgredido sus normas, tenía poder para hacerlo, ¿no?
Férrea hizo girar su silla y me clavó una mirada gélida.
—¿Nada que decir, cadete?
—¿Por qué le importa tanto? —pregunté—. Soy solo una chica. No supongo ninguna amenaza para usted.
La almirante dejó el café en la mesa y se levantó. Se alisó la impecable chaqueta blanca de uniforme y se acercó a mí. Como casi todo el mundo, era bastante más alta que yo.
—¿Crees que esto es por mi orgullo, chica? —preguntó Férrea—. Si permito que sigas en la FDD, harás que maten a gente buena cuando, por fuerza, huyas. Así que te repetiré mi oferta: vete con la insignia. Abajo, en la ciudad, debería bastar para que obtengas una buena cantidad de empleos, muchos de ellos bastante lucrativos.
Me sostuvo la mirada sin parpadear. Y de pronto, todo cobró sentido.
Férrea no podía expulsarme. No porque careciera del poder, sino porque… necesitaba que yo demostrara que tenía razón. Necesitaba que abandonara yo, que me rindiera yo, porque eso era lo que haría una cobarde.
No había dictado sus normas para provocar que las incumpliera. Las había dictado para hacerme la vida tan difícil que acabara rindiéndome. Si me expulsaba, mi historia continuaría. Podría proclamar que se había cometido una injusticia con mi familia. Podía chillar que mi padre era inocente. El trato que se me había dado serviría solo para potenciar mi condición de víctima. ¿No podía dormir en los barracones de los cadetes? ¿No me daban de comer durante el entrenamiento? Férrea quedaría fatal.
Pero si me marchaba yo, ella ganaba. Era la única forma que tenía de ganar.
En ese momento, yo era más poderosa que la mismísima almirante al mando de la Fuerza de Defensa Desafiante.
De modo que hice el saludo militar.
—¿Puedo volver a clase ya, señora?
Un rubor tiñó sus mejillas.
—Eres una cobarde. Procedes de una familia de cobardes.
Mantuve el saludo.
—Podría destruirte. Arrojarte a la pobreza. No te intereso como enemiga. Si rechazas mi amable oferta, nunca volverás a tener la oportunidad de aceptarla.
Mantuve el saludo.
—Bah —dijo la almirante, apartándose de mí y sentándose con fuerza. Cogió la taza de café y bebió, como si ya no me tuviera delante.
Me lo tomé como un permiso para retirarme. Me volví y salí del despacho, y el policía militar, que aún estaba fuera de la puerta, me dejó marchar.
Nadie vino a por mí de camino al aula. Fui derecha a mi pegabina, me senté y saludé a los demás cuando fueron llegando. En el momento en que Cobb entró cojeando, me di cuenta de que tenía muchas ganas de empezar la clase. Me sentía como si tal vez, por fin, hubiera escapado de la sombra que había flotado sobre mí desde que murieran Bim y Marea.
La bondad de las chicas había formado parte de ello, pero no tanta como la conversación que había tenido con Férrea. La almirante me había proporcionado lo que necesitaba para seguir luchando. Me había fortalecido. En cierto modo, me había devuelto a la vida.
Lucharía. Resolvería el misterio de lo que de verdad había sucedido a mi padre. Y Férrea iba a arrepentirse de obligarme a hacer ambas cosas.