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Era un caza estelar.
Antiguo, de un diseño que me era desconocido del todo. Tenía mayor envergadura que las naves de la FDD, y forma de diabólica W. Unas alas horizontales y finas como cuchillas a ambos lados de una cabina vieja y cubierta de polvo en el centro. El anillo de pendiente, lo que permitía elevarse a los cazas estelares, estaba enterrado en los cascotes bajo la nave, pero, por lo que pude ver, parecía entero.
Durante un momento, me olvidé del examen. ¡Una nave!
¿Cuanto tiempo llevaba allí, para haber acumulado tantos escombros alrededor y tanto polvo? Un ala estaba doblada casi hasta el suelo, supuse que por algún derrumbamiento, y los propulsores traseros estaban hechos polvo del todo.
No conocía el modelo. Eso era lo más increíble de todo. Me sabía todos los diseños de la FDD, todas las naves krells y los modelos de naves comerciales itinerantes que usaban los clanes nómadas humanos. Hasta había estudiado las viejas naves que habíamos pilotado durante las primeras décadas después de estrellarnos en Detritus.
Casi podía recitarlas todas de un tirón incluso durmiendo, y dibujar sus siluetas de memoria. Pero aquel diseño no lo había visto nunca. Dejé la mochila en el suelo y trepé, con cuidado, por el ala que estaba doblada. Mi brazalete iluminó el ascenso mientras yo raspaba con las botas la capa de polvo incrustado, revelando una superficie metálica llena de rayaduras. La parte derecha de la nave estaba más destrozada que el resto.
«Hizo un aterrizaje forzoso aquí —pensé—, hace mucho tiempo».
Llegué hasta cerca de la cabina circular, cuya cubierta de cristal (bueno, probablemente de plástico de fusión) me sorprendió por estar intacta. Debían de haber transcurrido generaciones enteras desde la última vez que la nave tuvo la suficiente energía para abrir la cabina, pero encontré el panel de liberación manual justo donde esperaba que estuviera. Le quité el polvo de encima y encontré letras… en inglés. Decía: APERTURA DE CUBIERTA DE EMERGENCIA.
Por lo tanto, la nave de verdad era de manufactura humana. Así que debía de ser vieja. Casi con toda seguridad, tan antigua como el aparataje y el cinturón de cascotes.
Tiré de la palanca de liberación, pero fue en vano. La cubierta estaba atascada. Puse los brazos en jarras y me planteé romperla, pero me pareció que sería una lástima. Aquello era una antigüedad y debería estar sobre un pedestal en el museo de naves de Ígnea, donde rendíamos homenaje a los guerreros del pasado. No había ningún esqueleto en la cabina, de modo que o bien el piloto había escapado o bien llevaba allí tanto tiempo que incluso los huesos se habían convertido en polvo.
«Muy bien, vamos a hacer esto con delicadeza». Yo podía ser delicada. Era pero que muy delicada. Siempre, siempre.
Adherí el extremo de mi línea de luz a la palanca de apertura y fui por encima de la nave hasta los escombros de la cola, donde uní la otra punta a un peñasco. Separé la cuerda de energía por completo del brazalete, que dejó de brillar. La cuerda podía funcionar una o dos horas separada de su fuente de energía, pero se quedaba fija en la longitud que tenía al liberarla.
Me agaché, apoyé la espalda contra la pared y empujé el peñasco con los pies. Empezó a rodar hacia abajo sobre los escombros, y en el instante en que oí un chasquido procedente de la cabina, desactivé la línea de luz con un golpecito. La cuerda brillante se separó por los dos extremos y el brazalete la reabsorbió.
Una vez hecho eso, regresé y encontré la palanca accionada y la antigua cabina abierta de par en par. Con gran reverencia, levanté del todo la cubierta, lo que hizo caer el polvo por ambos lados. El interior parecía muy muy bien conservado. De hecho, al meterme en la cabina, descubrí que el asiento estaba duro, pero el cuero no estaba agrietado ni descomponiéndose.
«Los controles son parecidos», pensé, apoyando la mano izquierda en el acelerador y la derecha en la esfera de control, con los dedos en sus surcos. Ya me había metido en modelos de cabinas en el museo, pero nunca en una nave de verdad.
Metí la mano en el bolsillo y toqué la insignia de mi padre, que había sacado de su escondrijo antes de internarme en los túneles. La sostuve en alto y dejé que reluciera, iluminada por mi brazalete. ¿Sería aquello lo que había sentido mi padre, esa acogedora sensación de pertinencia al sentarse en una cabina? ¿Qué pensaría si supiera que su hija dedicaba el tiempo a cazar ratas? ¿Que estaba allí, en una caverna polvorienta, en vez de haciendo el examen de piloto?
¿Que se había rendido en vez de pelear?
—¡No me he rendido! —exclamé—. ¡No he huido!
Pero… bueno, en realidad, sí. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? No podía enfrentarme al sistema entero. Si la líder de la FDD, la mismísima almirante Férrea, no quería que entrara, no había nada que yo pudiera hacer.
Me inundó la rabia. La frustración, el odio. Odio hacia la FDD por cómo había tratado a mi padre, ira hacia mi madre y mis profesores, hacia todos los adultos que me habían dejado seguir soñando cuando seguro que todos habían sabido la verdad.
Cerré los ojos y casi pude sentir la fuerza del propulsor de la nave detrás de mí. Casi podía sentir el tirón de la aceleración al hacer un viraje. El aroma del aire limpio y fresco recogido de la atmósfera superior y enviado al interior de la cabina.
Quería sentir todo aquello más que nada en el mundo. Pero al abrir los ojos, estaba de vuelta en una antigüedad vieja, rota y polvorienta. Jamás iba a volar. Me enviarían a casa.
Una voz susurró desde el fondo de mi mente.
«¿Y si eso es precisamente la prueba?».
¿Y si… y si querían ver cómo reaccionaba? Tirda, ¿y si la señora Vmeer me había mentido? ¿Y si había salido corriendo por nada? O peor, ¿y si acababa de demostrarles que era una cobarde, como todos afirmaban que había sido mi padre?
Solté un reniego y miré la hora en el brazalete. Cuatro horas. Me quedaban cuatro horas hasta el examen. Pero llevaba casi un día completo vagabundeando. No había forma de que pudiera regresar a Ígnea a tiempo, ¿verdad?
—Reclama las estrellas, Spensa —susurré.
Tenía que intentarlo.