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Aun así, no me quedé convencida del todo.
Había decidido no acompañar a Nedd y los demás porque era demasiado peligroso. ¿Qué pasaba con el defecto?
En ese momento, la voz de Arcada regresó a mí. «Es un pacto —pareció susurrarme—. Valientes hasta el final. No recularemos, Peonza».
Nada de recular. Alta estaba en peligro, ¿y yo iba a quedarme allí sentada? ¿Porque me daba miedo lo que quizá podría hacer?
No. Era porque en el fondo, no sabía si era una cobarde o no. Porque no solo me preocupaba el defecto, sino si era digna de volar. En ese momento, la verdad me dio un buen golpe. Al igual que la almirante, estaba usando el defecto como excusa para evitar afrontar el problema real.
Para evitar descubrir por mí misma quién era.
Me levanté y salí del restaurante a la carrera. ¿Qué hacía pensando en el defecto? ¡Iban a soltar una aniquiladora para destruir tanto Alta como Ígnea! Daba igual si yo era peligrosa. Los krells lo eran mucho mucho más.
Corrí calle abajo hacia la base, mientras en mi mente empezaba a cuajar un plan poco definido de ir a buscar a M-Bot. Pero tardaría demasiado y, además, se había apagado a sí mismo. Me imaginé a mí misma irrumpiendo en la caverna para encontrar solo un pedazo de metal muerto, vacío, que no quería encenderse.
Me detuve en la calle, jadeando, sudada, y miré hacia las colinas… y luego hacia la base Alta.
Había otra nave.
Volví calle arriba y crucé las puertas, enseñando en alto mi insignia de cadete para que me dejaran pasar. Giré a la derecha, hacia las plataformas de lanzamiento y llegué casi sin aliento hasta donde el personal de tierra estaba lanzando transportes médicos en dirección a las baterías antiaéreas. Las naves voluminosas y lentas se alzaron con suavidad por el aire sobre grandes anillos de pendiente.
Vi a Dorgo, el operario que solía trabajar con mi nave, y corrí hacia él.
—¿Cielo Diez? —preguntó Dorgo—. ¿Qué estás…?
—La nave averiada, Dorgo —dije, resollando—. Cielo Cinco. El caza de Arturo. ¿Puede volar?
—Se supone que íbamos a desmontarlo para reutilizar las piezas —dijo él, atónito—. Empezamos a repararlo, pero está sin escudos y no nos han llegado repuestos. La dirección tampoco va bien del todo. No está listo para el combate.
—¿Puede volar?
Varios miembros del personal de tierra se miraron entre ellos.
—Técnicamente, sí —respondió Dorgo.
—¡Preparadlo para mí! —pedí.
—¿La almirante lo ha aprobado?
Miré hacia un lado de la plataforma de lanzamiento, donde había una radio parecida a la de Arturo escupiendo la conversación del canal de jefes de escuadrón. Habían estado escuchando todos.
—Hay un segundo grupo de krells que vienen directos hacia Alta —dije, señalando—. Y no tenemos reservas. ¿Quieres ir a hablar con la mujer que me odia por motivos irracionales o quieres lanzarme al tirdoso aire?
Nadie dijo nada.
—¡Preparad Cielo Cinco! —gritó por fin Dorgo—. ¡Vamos, vamos!
Dos operarios salieron corriendo y yo entré en el vestuario para salir un minuto más tarde, después del cambio de ropa más veloz hecho nunca, en un traje de vuelo. Dorgo me acompañó hasta un Poco que el personal estaba sacando a la plataforma de lanzamiento con una grúa para naves.
Dorgo cogió una escalera.
—¡Tony, ahí está bien! ¡Desengánchala!
Colocó la escalera de golpe mientras la nave terminaba de detenerse.
Subí a toda prisa y entré en la cabina abierta, intentando no mirar las negras cicatrices de destructor que tenía la nave en el costado izquierdo. Tirda, estaba hecha polvo.
—Escucha, Peonza —dijo Dorgo, que había subido detrás de mí—. No tienes escudo. ¿Lo entiendes? El sistema estaba fundido del todo, así que se lo sacamos. Volarás expuesta por completo.
—Entendido —respondí, poniéndome las correas.
Dorgo me puso un casco en las manos. Era el mío, con mi identificador escrito.
—Aparte del escudo, el anillo de pendiente será lo que más problemas puede darte —dijo él—. Está muy cascado, y no sé si te fallará o no. La esfera de control también la teníamos apuntada para arreglarla. —Me miró—. La eyección aún funciona.
—¿Qué importa eso?
—Que eres más lista que la mayoría —dijo él.
—¿Destructores? —pregunté.
—Siguen operativos. Tienes suerte. Íbamos a quitárselos esta noche.
—No sé yo si esto cuenta como suerte —dije, poniéndome el casco—. Pero es lo único que tenemos. —Le levanté el pulgar.
Él imitó el gesto, su equipo apartó la escalera y mi cubierta descendió y se selló.
La almirante Judy Ivans, Férrea, estaba en el centro de mando. Con las manos cogidas a la espalda, contemplaba un holograma proyectado desde el suelo en el que se veían minúsculas naves en formación.
El astillero había sido un señuelo desde el principio. Habían engañado a Judy: los krells habían anticipado lo que haría y habían aprovechado ese conocimiento.
Era una de las reglas más antiguas de la guerra. Si sabías lo que iba a hacer tu enemigo, ya tenías la batalla medio ganada.
Pronunció una orden en voz baja y el holoproyector pasó al segundo grupo de naves enemigas, el que se aproximaba a Alta. Quince krells. Brillantes triángulos azules, ya visibles para el radar de corto alcance, que era mucho más preciso que los de largo alcance.
Y mostraba que una de aquellas naves era, en efecto, un bombardero.
Las naves siguieron acercándose a la zona mortal, delimitada por una línea imaginaria a partir de la cual, si detonaban una aniquiladora, asolarían Alta. Pero los krells no pensaban detenerse ahí. Seguirían adentrándose e intentarían soltarla justo encima de la base. De ese modo, su bomba penetraría hasta las profundidades y destruiría Ígnea.
«He condenado a toda la humanidad», pensó Ivans.
Quince figuras azules. Sin nada que se les opusiera.
Entonces, alzándose desde Alta, apareció un solitario triángulo rojo. Una nave Desafiante.
—¿Rikolfr? —dijo Férrea—. ¿Los dueños de naves privadas al final han respondido a mi llamada? ¿Están reuniendo sus cazas?
Solo había ocho en las cavernas profundas, pero serían mejor que nada. Quizá bastaran para evitar un desastre.
—No, señora —respondió Rikolfr—. Lo último que sabemos es que se preparaban para evacuar.
—Entonces ¿quién va en esa nave? —preguntó Férrea.
Por toda la frenética sala de mando, la gente se volvió de sus pantallas para mirar el holograma y su único triángulo rojo. Una voz se conectó al canal de jefes de escuadrón.
—¿Lo he hecho bien? ¿Me lo confirma alguien? Aquí Cielo Diez, identificador: Peonza.
Era ella.
—La defectuosa —susurró Férrea.