Interludio
La almirante Judy Ivans, Férrea, siempre dedicaba tiempo a leer los informes de bajas.
Hacía que mataran a personas. En cada batalla, tomaba decisiones, algunas erróneas, que apagaban vidas. Quizá hubiera alguna carta de equilibrio astral en algún lugar, rellenada en las estrellas por los antiguos Santos, que comparase las vidas de los Desafiantes que Judy perdía con las que salvaba.
De existir, esa balanza se había inclinado mucho por la batalla de ese día. Dos cadetes habían muerto después de apenas un mes de entrenamiento en cabina. Judy leyó los nombres e intentó memorizarlos, aunque sabía que fracasaría. Eran ya tantos…
Con reverencia, dejó la lista de nombres y biografías breves en su escritorio. Habían caído otros dos pilotos, y escribir cartas a sus familias le quitaría parte de la tarde, pero iba a hacerlo de todos modos. A esas familias, la pérdida les quitaría parte de la vida.
Ya iba por la mitad, escribiendo a mano en vez a máquina, cuando al fin llegó Cobb para liarse a gritos con ella. Lo vio reflejado en el latón bruñido del catalejo que tenía en la mesa. Era una reliquia de tiempos muy muy antiguos. Cobb se detuvo en la puerta y, en lugar de atacarla de inmediato, dejó que terminara la carta que estaba escribiendo. Judy la firmó, haciendo una floritura con la pluma, un gesto que, por algún motivo, parecía a la vez necesario y ostentoso en un escrito como aquel.
—¿Ya estás contenta? —preguntó él por fin—. Tirda, Judy, ahora que has hecho matar a dos de ellos, ¿ya estás contenta?
—No estoy contenta desde hace años, Cobb.
Judy hizo rodar la silla, se reclinó y alzó los ojos hacia la mirada furibunda del hombre. Había anticipado, quizá incluso esperado con ganas, su inevitable llegada. Era bueno que aún tuviera a alguien que la desafiara. Casi todos los demás que lo habían hecho estaban muertos.
El capitán entró renqueando en el pequeño despacho, que estaba abarrotado de papeles, recuerdos y libros, tan desordenados que daban vergüenza. Pero aun así, era el único sitio en el que se sentía cómoda.
—No puedes seguir haciéndolo —dijo Cobb—. Primero bajaste la edad del examen, ¿y ahora los envías a la batalla antes de que sepan volar de verdad? No puedes seguir disparando en automático mientras, al mismo tiempo, robas munición del almacén. Al final, se te van a terminar las balas.
—¿Preferirías que dejara caer Alta?
Cobb miró a un lado, hacia un viejo plano que Judy aún tenía en la pared. El cristal estaba borroso por el paso del tiempo y el papel de dentro había empezado a enrollarse. Era un plan para la base Alta, creado en la sesión de desarrollo que habían celebrado casi una década antes. Habían imaginado una ciudad con vecindarios inmensos y grandes granjas.
Una fantasía. Reclamar un mundo muerto era una tarea más difícil de lo que habían esperado.
Se puso de pie, haciendo crujir su vieja silla de capitana.
—Seguiré sacrificando sus vidas, Cobb. Con mucho gusto pondré en peligro a todo el personal de la FDD, si así logro proteger Alta.
—En algún momento, las bajas dejan de merecer la pena, Judy.
—Sí, y resulta que sé cuál es ese momento. —Se acercó a él y le sostuvo la mirada—. Es cuando el ultimísimo Desafiante haya dado su ultimísimo aliento. Hasta entonces, defenderemos esta base.
Si perdían Alta, los krells podrían bombardear Ígnea desde el cielo, y así destruir el aparataje y la capacidad humana de construir naves. Llegados a ese punto, los Desafiantes tendrían que volver a vivir en clanes separados, como ratas esperando que las cazaran.
O defendían su territorio o renunciaban a la esperanza de alguna vez pasar a ser de nuevo una auténtica civilización.
Cobb cedió y se volvió para marcharse. Viniendo de él, la ausencia de protesta significaba aceptación.
—Me he fijado —dijo Judy— en que tu pequeña cobarde no ha llegado a la batalla hasta que ya había tenido lugar la mayor parte de la lucha.
Cobb se giró de nuevo hacia ella y casi rugió:
—Vive en una cueva sin acondicionar, Judy. Ella sola. Eres consciente de eso, ¿verdad? Una piloto tuya vive en un campamento improvisado más allá del límite de la ciudad porque tú, y no otra persona, te niegas a darle un catre.
Resultaba satisfactorio ver aquella ira en él. Judy temía que cualquier día terminara quemándose. Cobb no había vuelto a ser el mismo desde la Batalla de Alta.
—¿Sabes lo que dicen sus lecturas? —preguntó Judy—. ¿Los datos de su cerebro? Algunos médicos nuestros están seguros de que ya saben cómo distinguirlo. Supongo que eso te lo tengo que agradecer a ti. La oportunidad de estudiar a la hija de Perseguidor en pleno vuelo quizá me proporcione por fin la prueba que necesito. Spensa tiene el defecto.
Eso lo hizo callar un momento. Luego Cobb dijo:
—Apenas comprendemos lo que significa. Y tus médicos están sesgados. Unos pocos acontecimientos confusos y algunas historias del pasado no son suficientes para juzgar la vida entera de una chica, y menos la de una chica con tanto talento.
—Ese es el problema —replicó Judy. Era sorprendente que Cobb estuviera discutiendo, la verdad. Muchos políticos negaban la existencia del defecto, pero ¿Cobb? Cobb había visto sus efectos en persona—. Por muy útiles que sean estos datos, no puedo arriesgarme a concederle un puesto en la FDD. No sería más que una distracción y un golpe a la moral.
—Distracción para ti, tal vez. Y un golpe para tu moral. La forma en que estás actuando es una vergüenza para la FDD.
—A todos los efectos, yo soy la FDD. Que las estrellas nos amparen. No queda nadie más.
Cobb la fulminó con la mirada.
—Voy a dar a la chica una radio personal. No quiero tener a ningún cadete mío fuera de alcance. A no ser que te replantees concederle alojamiento.
—Si se lo pongo demasiado fácil, podría decidir quedarse en vez de hacer lo más sensato y pasar página.
Cobb cojeó hacia la puerta —se negaba a llevar bastón, incluso después de tantos años—, pero se detuvo allí, con una mano en el marco.
—¿Alguna vez deseas que hubiera sobrevivido alguno de los demás? —preguntó—. Sousa. Ruiseñor. Conflicto. El almirante Heimline.
—¿Cualquiera menos yo? —preguntó Judy.
—A grandes rasgos.
—No sé si les desearía este mando —respondió ella—. Ni siquiera a los que odiaba.
Cobb gruñó y desapareció por el pasillo.