21

Cobb cumplió su promesa y nos hizo trabajar hasta agotarnos ese día.

Practicamos escoras coordinadas, formaciones y ejercicios de protección del compañero de ala. Volamos hasta que noté los dedos rígidos como engranajes, los brazos me dolieron como si hubiera hecho pesas y el cerebro se me deshizo en papilla. Nos hizo entrenar incluso durante la hora de la comida, obligando a un asistente a traer bocadillos para todos los demás. Yo comí rata curada y setas, como de costumbre.

Los diodos de mi casco se fueron enfriando a lo largo de la práctica. ¿La almirante creía que podía predecir por unas lecturas si yo iba a ser una cobarde? ¿Qué clase de locura era esa?

Pero no tuve tiempo de darle demasiadas vueltas. Cobb nos puso a esquivar cascotes, a hacer giros con lanza de luz y a reactivar los escudos. Fue agotador pero positivo, y el único momento en que pensé en Bim fue cuando me di cuenta de que no había nadie protestando porque, de nuevo, no se nos permitía usar las armas.

Cuando Cobb nos dejó marchar por fin, podría haberme acurrucado allí mismo y quedarme dormida.

—Oye, Arturo —dijo Nedd mientras se levantaba y se estiraba—, esos proyectores son bastante buenos. ¿Crees que podrían simular un tirdoso mundo en el que no seas un piloto malísimo?

—Lo único que necesitamos para eso —replicó Arturo— es un botón para desactivarte la radio. Estoy seguro de que todos mejoraríamos un montón si no tuviéramos que oírte parlotear sin freno. Además, que yo recuerde, el que se ha empotrado contra mí antes has sido tú.

—¡Te has metido en medio!

—Chicos, chicos —dijo Arcada, pasando por delante de ellos—. ¿No podéis hacer las paces? ¿Buscar un punto intermedio y aceptar que los dos sois pilotos malísimos?

—¡Ja! —exclamó Arturo—. Ya verás cómo un día te haré tragarte esas palabras, Arcada.

—Tengo tanta hambre que me las comería ahora mismo —dijo ella—, si vinieran con una salsa decente. Más vale que el comedor no esté cerrado. Rara, ¿me das tu postre?

—¿Qué? —dijo la otra chica, alzando la mirada de su arnés, que había estado cerrando y doblando para dejarlo bien pulcro en el asiento, como hacía siempre al salir de su pegabina.

—Eres una tía maja y tal —explicó Arcada—. He pensado que cederás si te aprieto lo suficiente. Así que dime, ¿puedo comerme tu postre?

—Benditas sean tus estrellas —dijo Kimmalyn—, pero como toques mi pastel, te arranco los dedos. —Se sonrojó al decirlo y se tapó la boca con la mano.

—Y lo hará, Arcada —bromeé—. Las majas son siempre las más peligrosas.

—Sí —dijo Arcada—, ya lo creo que… —Dejó la frase en el aire al darse cuenta de que era yo quien había hablado. Entonces dio media vuelta y salió por la puerta.

Conocía la mirada que había visto en sus ojos. Desde que Jorgen había revelado que yo era la hija de Perseguidor, las cosas no habían vuelto a ser como antes entre Arcada y yo.

Los demás salieron del aula. Yo suspiré, recogí la mochila y me preparé para la caminata de vuelta a mi caverna, agotada como estaba. Mientras me la echaba al hombro, caí en la cuenta de que FM no se había ido. Estaba de pie junto a la pared, observándome. Qué alta y bonita era. Como cadetes, estábamos obligados a cumplir las normas de vestimenta de los pilotos. Para el trabajo cotidiano, podíamos elegir entre los monos o los uniformes de la FDD, si queríamos. Eso sí, teníamos que estar preparados para ponernos los trajes de vuelo enseguida si nos llamaban.

La mayoría nos limitábamos a ponernos los monos, que eran lo más cómodo. Pero FM no. Además de sus botas bien lustradas, muchas veces llevaba un uniforme hecho a medida con una chaqueta que, por algún motivo, le quedaba mucho mejor a ella que a los demás. Era tan perfecta que casi parecía más una estatua que una persona.

—Gracias por lo que has dicho antes —me dijo—. Sobre Bim, Marea y las estrellas.

—¿No lo has encontrado «excesivamente agresivo»? —pregunté. FM siempre estaba quejándose de que los demás éramos demasiado agresivos, cosa que para mí no tenía sentido. ¿Acaso la guerra no se basaba en la agresividad?

—Bueno, casi todo lo que sale de tu boca son sandeces absolutas —dijo FM—. Bravuconadas huecas que sueltas como excusa para vendernos los mantras belicosos que te ha inculcado toda una vida de adoctrinamiento Desafiante. Pero lo que has dicho antes te salía del corazón. Yo… necesitaba oírlo. Gracias.

—Eres una chica muy extraña, FM —comenté. No tenía ni idea de lo que significaba casi nada de lo que había dicho.

En su escritorio, Cobb dio un bufido y me lanzó una mirada desde detrás de sus papeles. «¿Precisamente tú estás llamando extraña a alguien?», parecieron decir sus ojos.

Salí con FM a un pasillo vacío. Los demás escuadrones de cadetes habían terminado las clases horas antes.

—Quiero dejar claro que no te culpo de tu actitud —dijo FM mientras caminábamos juntas—. Eres producto de una inmensa presión social, que obliga a los jóvenes a adoptar posturas cada vez más agresivas. Estoy segura de que, por dentro, eres una persona muy amable.

—La verdad es que no —repuse, sonriendo—. Pero me parece bien que la gente me subestime. Quizá los krells hagan lo mismo y así podré degustar la sorpresa en sus ojos mientras les arranco esos mismos ojos del cráneo.

FM me miró horrorizada.

—Eso si tienen ojos debajo de esa armadura, claro. Y cráneos. Bueno, tengan lo que tengan, se lo arrancaré. —La miré y ensanché la sonrisa—. Es broma, FM. Un poco. Digo cosas como esa porque me hacen gracia. Como en las antiguas historias, ¿sabes?

—No he leído esas historias antiguas.

—Supongo que no te gustarían nada. ¿Por qué estás diciendo siempre que los demás somos demasiado violentos? ¿Tú no eres Desafiante?

—Me criaron como Desafiante —dijo ella—. Pero he elegido ser lo que la gente de abajo llama una disputadora. Expongo objeciones a la forma en que se está planteando la guerra. Creo que deberíamos librarnos del manto opresivo de un gobierno militar.

Me quedé quieta en el sitio, sorprendida. Nunca había oído pronunciar palabras como aquellas.

—Entonces… ¿eres una cobarde?

FM se ruborizó e irguió la espalda.

—Cualquiera diría que tú, más que nadie, irías con cuidado antes de acusar a nadie de eso.

—Perdona —dije, ruborizándome yo también.

FM había hecho bien en reprochármelo. Pero aun así, me costaba entender lo que estaba diciendo. Comprendía las palabras, pero no el significado. ¿Derrocar el gobierno militar? ¿Y quién se ocuparía entonces de la guerra?

—No es que no esté dispuesta a luchar —dijo FM, caminando con la cabeza bien alta—. Que quiera que las cosas cambien no significa que vaya a dejar que los krells nos destruyan a todos. Pero ¿te das cuenta de lo que está haciendo a nuestra sociedad que eduquemos a los niños, casi desde el nacimiento, para que idealicen y glorifiquen el combate? ¿Para que adoren a los Primeros Ciudadanos como si fueran santos? Tendríamos que enseñar a nuestros niños a ser más atentos, más inquisitivos. No solo a destruir, sino también a construir.

Me encogí de hombros. Esas cosas debían de ser fáciles de decir para alguien que vivía en las cavernas profundas, donde el impacto de una bomba no mataría a toda su familia. Aun así, me alegré de obtener algunas respuestas sobre aquella mujer. Se la veía tan serena, tan desenvuelta, que costaba pensar en ella como en una «chica» aunque tuviera la misma edad que todos nosotros.

Pero si la acompañaba demasiado tramo hacia el comedor, podría topar con los policías militares y meterme en líos. Habían dejado de escoltarme al salir de clase cada día, pero ni por asomo creía que significara que ya podía ir a cenar con los demás. De modo que me despedí de FM y ella se puso al trote para alcanzar a los otros.

Eché a andar hacia la salida mientras buscaba agua en la mochila, pero entonces recordé que me había dejado la última cantimplora llena en mi asiento del aula. Maravilloso. Notando que repuntaba el cansancio por el entrenamiento, volví al aula casi arrastrando los pies.

Cobb había activado el holograma del centro de la estancia, que estaba proyectando un campo de batalla en miniatura. Delante de él, unas naves del tamaño de rodamientos pasaban zumbando y volaban entre los escombros dejando atrás fuego y humo. Las naves krells, planas y no más grandes que tarjetas de mérito, disparaban diminutos destructores.

«Está volviendo a ver la batalla de ayer —comprendí—. En la que murieron Bim y Marea». No tenía ni idea de que la FDD grabara los enfrentamientos.

Identifiqué mi nave al verla volar derecha hacia la trifulca. Sentí de nuevo el caos abrumador, la emoción de estar por fin en una pelea real. Casi pude oír las explosiones. La voz preocupada de Kimmalyn. El sonido de mi propia respiración, ilusionada, atenta.

En mi interior creció la anticipación, y hasta un poco de miedo, mientras miraba impotente. Marea murió otra vez.

Se me agarrotó el estómago. Pero no pensaba permitirme mirar hacia otro lado.

En el aula, mi nave cruzó a toda velocidad la refriega y un krell empezó a perseguirla. Rodeé un cascote que caía, usando la lanza de luz para pivotar con exactitud, y luego me elevé entre otras dos naves krells.

Cobb detuvo la simulación haciendo un gesto. Dio un paso adelante y estudió mi nave, congelada en el aire en medio de una espectacular exhibición de destructores, franjas de luz en caída y naves explotando. Entonces rebobinó la simulación y volvió a reproducirla para observar más de cerca mi maniobra.

—Estuve a punto de desmayarme —dije desde la puerta—. No tenía control sobre mi velocidad y no interrumpí el giro antes de que se sobrecargaran los ConGravs.

—Aun así, fue toda una maniobra —respondió él—. Y más en una cadete. Notable, casi increíble.

—Caracapullo es mejor que yo.

—Jorgen es un excelente piloto técnico, pero no lo siente igual que tú. Me recuerdas a tu padre. —Pareció… lúgubre al decirlo.

De repente me sentí incómoda, así que fui a mi simulador y cogí la cantimplora. Cobb reprodujo el resto de la batalla, y me obligué a mirar mientras mi nave y la de Bim perseguían al bombardero krell. Cobb volvió a detener la simulación cuando las cuatro extrañas naves guardianas se separaron del bombardero enemigo. Las naves que, al cabo de poco tiempo, derribarían a Bim.

—¿Qué son? —pregunté.

—Algo nuevo. Llevaban más de una década sin modificar sus tácticas. ¿Qué es lo que ha cambiado ahora? —Entrecerró los ojos—. Nuestra supervivencia consiste en saber anticiparnos a los krells. Si puedes adivinar lo que va a hacer tu enemigo, cuentas con ventaja. Por muy peligrosos que sean, si sabes cuál será su próxima jugada, puedes contrarrestarla.

«Anda». Lo que decía me caló hondo, tanto que me descubrí asintiendo.

Cobb apagó el holograma y renqueó de vuelta a su escritorio.

—Toma —dijo, cogiendo un objeto rectangular de la mesa y entregándomelo—. Se me había olvidado darte esto.

¿Una radio personal?

—Lo normal es que se las demos solo a los pilotos graduados que están fuera de servicio abajo, en Ígnea. Pero ya que vives fuera de la base, he pensado que deberías tener una. Llévala encima a todas horas. Te llegará una llamada general de advertencia cuando ataquen los krells.

Cogí el dispositivo, que tenía forma de caja y el tamaño aproximado de una mancuerna pequeña. Mi padre había llevado una radio como aquella.

Cobb me despidió con un gesto, se sentó en su silla y se puso a hojear sus papeles.

Pero me quedé en el aula, con una pregunta en mente.

—¿Cobb?

—¿Sí?

—¿Por qué no vuela con nosotros? Los demás instructores de vuelo se despliegan con sus cadetes.

Me preparé para un ataque de furia o una regañina, pero Cobb se limitó a darse unas palmadas en la pierna.

—Viejas heridas, Peonza. Viejas heridas.

Lo habían derribado poco después de la Batalla de Alta. Se había dado en la pierna con el borde de la cubierta al eyectarse.

—No necesita la pierna para volar.

—Algunas heridas —dijo en voz baja— no son tan visibles como una pierna torcida. ¿Hoy te ha costado meterte en la cabina, después de ver morir a tus amigos? Pues prueba a hacerlo después de haber derribado a uno de los tuyos.

Sentí que me abrumaba una repentina e impresionante frialdad, como si me hubiera eyectado a gran altitud. ¿Estaba diciendo…?

¿Estaba diciendo que fue él quien derribó a mi padre?

Cobb me miró.

—¿A quién crees que iban a ordenar que le disparara, chica? Yo era su compañero de ala. Lo seguí cuando huyó.

—No huyó.

—Yo estaba allí. Huyó, Spensa. Él…

—¡Mi padre no era un cobarde!

Sostuve la mirada a Cobb y, por segunda vez ese día, terminó apartándola.

—¿Qué pasó de verdad allí arriba, Cobb? —Entorné los ojos—. ¿Por qué creen que pueden saber si yo haré lo mismo, solo vigilando mi cerebro? ¿Qué es lo que no me está contando?

Aunque nunca había aceptado la historia oficial, una parte de mí había dado siempre por sentado que la reputación de mi padre era consecuencia de algún tipo de error. Que en plena confusión, la gente había creído que se había vuelto cobarde cuando no lo era en realidad.

Pero en ese momento tenía la oportunidad de hablar con alguien que había estado allí. Alguien que… que había apretado el gatillo…

—¿Qué pasó? —pregunté, acercándome. Había pretendido decirlo con fuerza, como una Desafiante, pero salió como una súplica susurrada—. ¿Puede decírmelo? ¿Qué vio?

—Ya has leído el informe oficial —dijo Cobb, sin mirarme a los ojos—. Los krells llegaban en una oleada enorme, llevando una aniquiladora. Era la fuerza más numerosa a la que nos habíamos enfrentado jamás, y su posicionamiento sugería muy a las claras que habían localizado la base Alta. Repelimos un ataque, pero se reagruparon. Mientras se preparaban para lanzarse contra nosotros otra vez, tu padre montó en pánico. Se puso a chillar diciendo que la fuerza enemiga era demasiado grande, que íbamos a morir todos. Y…

—¿A quién se lo dijo, al escuadrón entero?

Cobb calló un momento.

—Sí. Bueno, a los cuatro que quedábamos. El caso es que chilló hasta desgañitarse, y luego rompió la formación y empezó a alejarse. Tienes que entender lo peligroso que era eso para nosotros. Estábamos luchando, literalmente, por la supervivencia de nuestra especie. Como empezaran a huir más naves, se habría desatado el caos. No podíamos permitirnos…

—Usted fue tras él —lo interrumpí—. Mi padre salió de la formación y se fue volando, y usted lo siguió. ¿Y entonces lo derribó?

—La orden llegó casi al instante de nuestra jefa de escuadrón. Yo tenía que dispararle, para dar ejemplo e impedir que nadie más huyera. Iba pegado a su cola, y no respondía a nuestros ruegos. Así que activé el PMI para anular su escudo y… y disparé. Soy soldado. Obedezco las órdenes.

El dolor de su voz era tan auténtico, tan personal, que casi me dio remordimientos estar presionándolo. Por primera vez… mi convicción se sacudió. ¿Podía ser verdad?

—¿Me lo jura? —pregunté—. ¿Pasó tal cual me lo ha contado?

Cobb por fin me miró a los ojos. En esa ocasión me sostuvo la mirada sin apartarla, pero no respondió a mi pregunta. Vi cómo se endurecía y apretaba la mandíbula. Y en ese instante, supe que su ausencia de respuesta era una respuesta. Me había explicado la historia oficial.

Y era mentira.

—Deberías haber salido de aquí ya hace tiempo, cadete —dijo Cobb—. Si quieres una copia del registro oficial, puedo conseguírtela.

—Pero es mentira, ¿a que sí? —Volví a mirarlo y me hizo un levísimo, casi imperceptible asentimiento.

Se iluminó mi mundo entero. Debería haberme enfadado. Debería haberme enfurecido con Cobb por apretar el gatillo. Pero estaba exultante.

Mi padre no había huido. Mi padre no era un cobarde.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Qué puede ganar nadie por fingir que un piloto huyó?

—Vete —dijo Cobb, señalando—. Es una orden, cadete.

—Por eso Férrea no me quiere en la FDD —comprendí—. Sabe que haré preguntas. Porque… Tirda, era su jefa de escuadrón, ¿verdad? ¿Fue quien dio la orden de derribar a mi padre? Su nombre estaba censurado en los informes, pero es la única que encaja.

Volví a mirar a Cobb, que estaba poniéndose rojo de ira. O quizá de vergüenza. Acababa de revelarme un secreto muy importante y… bueno, y parecía que empezaba a arrepentirse. Ya no podría sonsacarle nada más en esa conversación, por mucho que la prolongara.

Cogí la mochila y salí a toda prisa. Tenía el corazón roto por los amigos que había perdido, y para colmo iba a tener que lidiar con el hecho de que mi instructor era también el asesino de mi padre.

Pero de momento… me sentía como una soldado clavando la bandera en la cima de una colina conquistada con sangre y sudor. Había pasado años soñando, estudiando y confiando en que mi padre, en realidad, había sido un héroe.

Y había estado en lo cierto.