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Dos semanas más tarde, me sentía un poco más estable mientras pilotaba mi Poco por una secuencia de valles, sobrevolando de cerca la superficie del planeta.

—No veo nada —dije por el canal de vuelo.

—Yo tampoco —confirmó FM. Estaba volando a mi ala.

—El truco está en permanecer alerta durante las patrullas largas —dijo una voz femenina en nuestros cascos—. Ser buena exploradora no consiste en poder ver bien, sino en ser capaz de dedicar toda tu atención a un trabajo monótono. Consiste en no dejar que tu mente se pierda en ensoñaciones.

«Pues yo lo tendría difícil», pensé.

—Si acabáis en un equipo de exploradores —dijo la mujer, identificador: Llamarada—, os asignarán una nave de clase Val, que en vez de llevar destructores Stewart 138, lleva un solo 131, con mucho menos poder destructivo. Pero vuestros sistemas de sensores son mejores, tienen más alcance y más detalle. Sigue siendo complicado pillar a los krells que vuelan bajo el radar, pero, por suerte, tienden a emplear la misma táctica de acercarse con disimulo para atacar las baterías antiaéreas. Como ya sabéis lo que van a hacer, podéis anticiparos a sus movimientos.

El mismo proverbio de siempre. Si se sabía lo que iba a hacer el enemigo, se jugaba con ventaja. Había comprobado en persona su veracidad en la batalla en la que había muerto Arcada. Había salvado a Kimmalyn, pero había dejado a mi compañera de ala sola.

Nadie me lo reprochaba: había hecho bien en separarme y proteger a Kimmalyn. Pero a mí me seguía reconcomiendo.

Y… ya había dejado de prestar atención. Intenté centrarme de nuevo en buscar krells, pero sabía que no estaba hecha para aquella clase de tarea. Necesitaba algo que me inspirara, que me absorbiera, como un buen combate aéreo.

Llamarada siguió dándonos consejos. Cómo detectar la estela de un caza en vuelo bajo a partir de los patrones en el polvo. Cómo rodeaban las colinas los krells cuando intentaban ocultarse de los escáneres. Cómo saber si algo lejano era una nave o una ilusión óptica. Era buena información, e importante. Aunque explorar no fuera lo mío, me alegraba de que Cobb nos hiciera probar distintos roles de combate. Expandía mi experiencia y convertía conceptos abstractos, como «escuadrones de flanqueo», «naves de reserva» y «grupos de exploración» en cosas reales.

Oí un estallido en el cielo. Nuestro entrenamiento con los exploradores tenía lugar durante una batalla real.

—¿Cómo lidiáis con… las emociones? —preguntó Arturo por la línea—. De estar explorando… cuando… ya sabéis.

—¿Cuando los demás están luchando, quizá muriendo? —dijo Llamarada.

—Sí —confirmó Arturo—. Todos mis instintos me dicen que debería estar volando hacia esa batalla. Esto me da sensación de… cobardía.

—¡No somos unos cobardes! —dijo Llamarada, alzando la voz—. Pilotamos naves que llevan una fracción del armamento que tiene incluso un Poco. Y si interceptamos a krells, quizá tengamos que luchar y retrasarlos nosotros solos para ganar tiempo y…

—¡Perdona! —la detuvo Arturo—. ¡Me he expresado mal!

Llamarada soltó el aire.

—No somos cobardes. La FDD deja siempre muy claro que no lo somos. Pero quizá tengáis que aguantar alguna… miradita de vez en cuando. Forma parte del sacrificio que hacemos todos para que las Cavernas Desafiantes permanezcan a salvo.

Me escoré para una meticulosa sucesión de giros, intentando aprovechar el tiempo para practicar las maniobras a baja altitud. Al cabo de un tiempo, la lluvia de escombros que teníamos detrás cesó y Cobb nos ordenó regresar.

Entramos en formación, dimos las confirmaciones verbales, volamos de vuelta a la base y aterrizamos. Mientras esperaba al personal de tierra, miré por casualidad hacia el comedor y una leve sonrisa asomó a mis labios. Recordé haberme estrellado contra su holograma en mi primer día.

Una oleada de culpabilidad me borró la sonrisa. Solo habían pasado tres semanas desde la muerte de Arcada. No debería estar contenta.

Siv subió por la escalera, de modo que abrí la cabina, me quité el casco y se lo di.

—Buen aterrizaje —me dijo—. ¿Alguna cosa que deberíamos mirar hoy en la nave?

—La esfera de control parece que rasca en algún sitio —respondí—. Es como se me resiste al moverla.

—Engrasaremos bien el mecanismo esta noche —prometió ella—. ¿Cómo va ese botón de recepción? ¿Aún se atasca? Podemos…

Dejó la frase en el aire cuando, en una plataforma cercana, un caza de clase Camdon aterrizó con humo saliendo del lado izquierdo del fuselaje. Siv soltó una maldición, se dejó caer resbalando con las manos y los pies en los lados de la escalera y echó a correr junto con otros miembros del personal de tierra.

Con las tripas revueltas al ver aquella pobre nave, descendí y fui con Jorgen, que estaba de pie al borde de nuestra plataforma de lanzamiento.

—¿Estabas escuchando el canal de radio de jefes de escuadrón? —le pregunté.

—Sí —dijo él—. Los han flanqueado y han lanzado contra ellos dos escuadrones de naves enemigas. Como si los krells quisieran derribar precisamente estos cazas y no hicieran caso a ninguno más.

Solté el aire mientras Arturo y FM venían con nosotros y se quedaban mirando en silencio cómo el personal de tierra sacaba a la piloto, apenas consciente, de la nave en llamas y le salvaba la vida. Otros operarios acercaron una manguera y rociaron la nave de espuma.

—Peonza, tenías razón el otro día —dijo Arturo—, cuando dijiste que la FDD estaba perdiendo esta guerra.

—No estamos perdiendo —replicó Jorgen—. No hables así.

—Nos superan con mucho en número —argumentó Arturo—. Y la cosa va a peor. Puedo enseñarte las cifras. Los krells no paran de reponer sus naves, y no podemos mantenerles el ritmo.

—Hemos sobrevivido durante años —dijo Jorgen—. Siempre ha parecido que estábamos al borde de la perdición. No ha cambiado nada.

Arturo y yo nos miramos. Ninguno de los dos nos los creíamos.

Al rato, Jorgen se nos llevó con él para hacer el informe de después de la batalla a Cobb. Fuimos al edificio de entrenamiento y me sorprendió encontrar a Cobb fuera. Estaba charlando con unas personas en la entrada.

Arturo se detuvo en seco.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Esa es mi madre —dijo Arturo, señalando a la mujer que hablaba con Cobb. Llevaba uniforme militar—. Tirda.

Apretó el paso hasta casi correr en dirección a Cobb y su madre. Intenté acercarme más deprisa yo también, pero Jorgen me cogió del hombro y me frenó.

—¿Qué? —susurré—. ¿Qué está pasando?

Por delante de nosotros, Cobb saludó al llegar Arturo. De verdad hizo el saludo militar a Arturo. Miré a Jorgen, que tenía los labios apretados. Traté de adelantarme, pero volvió a retenerme.

—Déjales espacio —dijo.

FM paró a nuestro lado y se quedó mirando sin hablar. También parecía saber lo que estaba pasando.

Cobb entregó algo a Arturo. ¿Una insignia?

Arturo miró la insignia e hizo ademán de arrojarla al suelo, pero su madre le cogió el brazo. Poco a poco, Arturo se relajó y, de mala gana, devolvió el saludo a Cobb. Entonces se volvió para mirarnos y nos hizo también un saludo.

Su madre echó a andar y Arturo, muy despacio, se volvió y fue tras ella, seguido por dos hombres vestidos con trajes.

Cobb llegó cojeando junto a nosotros.

—Por favor, ¿puede decirme alguien lo que acaba de pasar? —exigí—. Venga. ¿Me dais una pista al menos? ¿Debería preocuparme por Arturo?

—No —dijo Jorgen—. Sus padres lo han sacado de la FDD. Llevaban ya unas semanas con idea de hacerlo, desde que casi lo derribaron. Estaban aterrorizados. En secreto, claro. Nadie reconocería nunca que tiene miedo por su hijo.

—Han movido sus contactos —dijo Cobb—. La almirante al final ha llegado a un acuerdo. Arturo se lleva una insignia de piloto, pero sin graduarse.

—¿Cómo es eso, cómo? —preguntó FM.

—No tiene ningún sentido —convine—. ¿No se gradúa pero termina como piloto de pleno derecho?

—Se ha licenciado con honor del servicio —dijo Cobb—. Oficialmente, es porque lo necesitaban para supervisar los vuelos de carga de su familia. Si queremos que algún día nos lleguen las suficientes piezas de activador, necesitaremos esos envíos de otras cavernas. Venga, los tres, vamos a hacer la reunión.

Cobb se marchó y FM y Jorgen fueron con él. Los dos parecían resignados, como si ya esperasen que pasara esa clase de cosas.

No los seguí. Me puse en la piel de Arturo y me sentí indignada. ¿Sus padres lo habían sacado de la escuela de vuelo, así, sin más?

«Jorgen espera que le pase lo mismo a él —recordé—. A lo mejor, todos ellos estaban preparados para esto. Los de las familias ricas en méritos, al menos».

Allí de pie, fuera de la escuela, caí por primera vez en la cuenta de que yo era la única persona ordinaria del escuadrón que había llegado tan lejos. Me entró un cabreo irracional. ¿Cómo se atrevían sus padres a proteger a Arturo, ahora que empezaba a haber mucho peligro? ¿Y para colmo, en contra de sus deseos?

Jorgen se detuvo en la puerta mientras los otros seguían hacia dentro.

—Eh —dijo, mirándome—. ¿Vienes?

Me acerqué a él.

—Los padres de Arturo no iban a dejar que volara para siempre, de todos modos —dijo—. La verdad es que me sorprende que hayan tardado tanto en asustarse.

—¿A ti te pasará lo mismo? ¿Tu padre vendrá a por ti mañana?

—Aún no. Arturo no va a meterse en política, pero yo sí. Tendré que haber combatido en unas pocas batallas como piloto de verdad antes de que mis padres me saquen.

—Así que un poco de peligro y luego estarás protegido. Mimado. A salvo.

Hizo una mueca.

—Te habrás dado cuenta de que los únicos que han muerto de nuestro equipo eran las personas normales y corrientes —espeté—. Bim, Marea, Arcada. ¡Ni uno solo de las cavernas profundas!

—También eran mis amigos, Peonza.

—Tú, Arturo, Nedd, FM. —Le clavé el índice en el pecho con cada nombre—. Habíais entrenado antes de esto. Teníais ventaja, para seguir con vida hasta que vuestras cobardes familias pudieran poneros unas medallitas y luciros por ahí para demostrar que sois mucho mejores que nosotros.

Me cogió el brazo para que dejara de darle golpecitos, pero en realidad no estaba enfadada con él. De hecho, vi en sus ojos que estaba tan frustrado como yo. Odiaba estar atrapado en aquella situación.

Le cogí la parte delantera de su traje de vuelo, con los dos puños cerrados. Entonces, sin hablar, le apoyé la frente en el pecho. Estaba defraudada y, sí, incluso asustada. Asustada de perder a más amigos.

Jorgen se tensó y luego me soltó los hombros y, al parecer sin saber muy bien qué otra cosa hacer, me rodeó con los brazos. Debería haber sido incómodo, pero en realidad me reconfortó. Él lo entendía. Sentía la pérdida igual que yo.

—Apenas he podido participar de verdad en la lucha —susurré—, y se está desmoronando todo otra vez. Una parte de mí se alegra de que Arturo esté a salvo y vaya a seguir estándolo, pero otra parte está furiosa. ¿Por qué no pudo estar a salvo Arcada, o Bim?

Jorgen no respondió.

—Cobb nos dijo el primer día que solo nos graduaríamos uno o dos de nosotros —dije—. ¿Quién será el próximo en morir? ¿Tú, yo? ¿Por qué, después de que hayan pasado décadas, ni siquiera sabemos contra qué luchamos ni por qué?

—Sí que sabemos por qué, Spensa —respondió él con suavidad—. Es por Ígnea, y por Alta. Por la civilización. Y tienes razón, la forma que tenemos de hacer las cosas no es justa. Pero son las normas que tenemos que cumplir. Son las únicas normas que conozco.

—¿Por qué contigo todo se reduce a las normas? —pregunté, con la frente aún apoyada en su pecho—. ¿Qué pasa con las emociones, con los sentimientos?

—Yo… no lo sé. Eh…

Apreté los párpados con fuerza y me aferré a él. Pensé en la FDD, en Alta e Ígnea, en el hecho de que ya no me quedaba nada que desafiar. Había pasado la vida entera luchando contra las cosas que decían de mi padre.

¿Qué iba a hacer ahora?

—Sí que siento cosas, Peonza —dijo Jorgen por fin—. Por ejemplo, ahora mismo siento una incomodidad enorme. No me parecía que fueses de las que abrazaban.

Le solté el traje de vuelo y él reaccionó dejando caer los brazos.

—Me has cogido tú primero —dije.

—¡Me estabas atacando!

—Eran unos golpecitos suaves en el pecho, para enfatizar.

Puso los ojos en blanco y el momento pasó. Pero lo raro fue que, mientras nos juntábamos con FM y caminábamos hacia nuestra nueva aula, me di cuenta de una cosa: de que sí me sentía mejor. Solo un poco, pero, teniendo en cuenta cómo había ido mi vida en los últimos tiempos, estaba dispuesta a aceptar lo que se me concediera.