9

No podrás volar».

Jamás había escuchado unas palabras más devastadoras. Cuando volvimos los dos al aula de entrenamiento, Cobb me miró y señaló un asiento que había contra la pared. No una cabina, sino una simple silla desocupada.

Fui hacia ella arrastrando los pies y me senté, sintiéndome derrotada por completo.

—Estos artilugios —dijo Cobb, dando un golpe con los nudillos contra una de las cajas que había frente a las pegabinas— son proyectores holográficos. Tecnología antigua, de los tiempos en los que éramos una flota. Cuando se enciendan las máquinas, creeréis que estáis en una cabina, y así podremos enseñaros a volar sin poner en peligro un caza de verdad. Pero ojo, porque la simulación no es perfecta. Tienen cierta respuesta sensorial, pero no pueden imitar las fuerzas de inercia. Para acostumbraros a eso, tendréis que entrenar en el centrifugador.

»La tradición de la FDD dicta que cada cual escoja su propio identificador. Os recomiendo que empecéis a pensarlo, porque llevaréis ese nombre el resto de vuestras vidas. Será la forma en que van a conoceros las personas más importantes, vuestros compañeros de vuelo.

Caracapullo levantó la mano.

—No me lo digas ya, cadete —ordenó Cobb—. Me vale con que sea antes de unos pocos días. Ahora mismo, quiero que…

La puerta del aula se abrió de sopetón. Me levanté de un salto, pero no era ningún ataque ni emergencia.

Era Gali. Y llevaba una insignia de cadete.

—Ya empezaba a preguntarme si aparecerías —dijo Cobb, cogiendo su montón de papeles—. ¿Rodge McCaffrey? ¿Te parece buena idea presentarte tarde a tu primer día en la escuela de vuelo? ¿También vas a llegar tarde cuando ataquen los krells?

Gali tomó aire haciendo ruido y negó con la cabeza, poniéndose blanco como una bandera de tregua. Y… Gali era un cadete. Cuando lo habían llamado la noche anterior para hablar sobre su examen, me había preocupado, ¡pero al parecer había logrado entrar! Me dieron ganas de gritar de alegría.

Pero era imposible que Gali hubiera llegado tarde sin motivo. Se trataba de un chico que anotaba tiempo de más en su horario para estornudar cuando se resfriaba. Abrí la boca, pero me contuve cuando Cobb me lanzó una mirada.

—Señor —dijo Gali por fin, recobrando el aliento—. Ascensor. Avería.

Cobb fue a un lado del aula y pulsó el botón del intercomunicador.

—Jax —dijo—, ¿puedes comprobar si ha habido alguna avería hoy en los ascensores?

—No hace falta que lo compruebe, capitán —respondió una voz por el altavoz que había encima del botón—. El ascensor 103-D ha estado parado dos horas, con gente atrapada dentro. Lleva meses dándonos problemas.

Cobb soltó el botón y miró a Gali.

—Dicen que has sacado la mejor nota en el examen de este año, cadete.

—Eso me han dicho también, señor. Me llamaron y la almirante me dio un premio y todo. Siento llegar tarde. No era mi intención, y mucho menos el primer día. Casi me muero cuando…

—Bien, suficiente —dijo Cobb, señalándole un asiento—. No me pongas a prueba la paciencia, hijo.

Gali ocupó su asiento de mil amores, pero entonces me vio a un lado del aula y me levantó el pulgar con brío. Lo habíamos conseguido. De algún modo, lo habíamos logrado los dos, con Gali por encima, lo cual era estupendo. Por lo menos, él sí que había tenido un examen justo.

Cobb se acercó al asiento de Caracapullo y activó un interruptor que había en un lado de la caja de enfrente. Un velo de luz rodeó la pegabina, silencioso, titilante, como una burbuja resplandeciente. Desde dentro, Caracapullo susurró una queda, aunque audible, plegaria a la Estrella Polar. Yo me incliné hacia delante en mi silla.

—Puede desorientar un poco —dijo Cobb, que se movió para encender la máquina de Arturo y luego la de Nedd—. Aunque no puede compararse a estar en el aire de verdad, es un sustituto razonable.

Esperé tensa mientras Cobb recorría el círculo, activando un dispositivo tras otro. Todos los cadetes hicieron algún signo de apreciación, un pequeño respingo o una exclamación susurrada. Casi se me partió el corazón cuando Cobb se apartó del último asiento vacío y fue al frente del aula.

Entonces, como si se acordara de haberse dejado algo olvidado, giró la cabeza hacia mí.

Casi exploté de la emoción.

Por fin señaló con la cabeza la pegabina vacía. Me levanté del asiento y entré en la cabina mientras él accionaba el interruptor. Hubo un fogonazo de luz a mi alrededor y, al instante, me dio la impresión de estar sentada en la cabina de un caza de clase Poco posado en una plataforma de lanzamiento, fuera del edificio. Era una ilusión tan increíble que ahogué un grito y saqué la mano fuera de la «cubierta» para asegurarme. El holograma se onduló y se deshizo en granitos de luz, como polvo cayendo, cuando lo atravesé con la mano.

Retiré el brazo e inspeccioné los controles. Había una palanca aceleradora, un tablero lleno de botones y una esfera de control para la mano derecha. La esfera era un orbe que me cabía en la mano, con hendiduras para los dedos y botones en las yemas.

Fuera de la cubierta holográfica de la cabina, veía las otras «naves» alineadas junto a una reproducción perfecta hasta el último detalle de la base Alta. Hasta podía alzar la mirada y ver el cielo, las tenues pautas del cinturón de cascotes… todo.

El rostro bigotudo de Cobb atravesó el cielo, como uno de los mismísimos Santos, cuando se inclinó a través del holograma para hablar conmigo.

—¿Te gusta la sensación, cadete?

—Sí, señor —respondí—. Más que nada en el mundo.

—Bien. No la pierdas.

Lo miré a los ojos y asentí con la cabeza.

Él se retiró.

—Muy bien, cadetes —dijo. Su voz sonaba fantasmal, en apariencia procedente de ninguna parte—. No me gusta perder el tiempo. Todos los días que paséis entrenando serán días en los que mueran buenos pilotos luchando sin teneros como refuerzo. Poneos los cascos que tenéis a los pies.

Obedecí, y la voz de Cobb pasó a llegarme a través del auricular que tenía en el casco.

—Vamos a practicar el despegue —dijo—. Eso debería…

—¡Señor! —exclamó Caracapullo—. Puedo enseñárselo yo.

Puse los ojos en blanco.

—Muy bien, jefe de escuadrón —dijo Cobb—. Me parece bien dejar que otros me hagan el trabajo duro. A ver cómo los llevas al cielo.

—¡Sí, señor! —respondió Caracapullo—. Escuadrón, vuestros cazas no necesitan los propulsores para incrementar o reducir la altitud. De eso se ocupa el anillo de pendiente, ese aparato con forma de aro que hay debajo de todas las naves estelares. Su interruptor de energía está… hum… arriba del todo en la consola frontal, el botón rojo. No lo apaguéis nunca en pleno vuelo o caeréis como un escombro.

De pronto, una nave de la hilera se iluminó por debajo al activarse su anillo de pendiente.

—Utilizad la esfera de control para escorar a derecha o izquierda —siguió diciendo Caracapullo—, o para hacer movimientos leves. Si queréis ascender deprisa, coged la palanca más pequeña que hay junto al acelerador y tirad de ella hacia arriba.

La nave estelar de Caracapullo se elevó en el aire, ascendiendo a ritmo firme y constante. Su nave, como las de todos los demás, era de clase Poco. Parecían lápices venidos a más y alados, pero seguían siendo naves estelares, y yo estaba en una cabina. Holográficamente así como no del todo, pero, aun así, estaba ocurriendo por fin.

Accioné el interruptor rojo y se iluminó todo el tablero. Sonreí con la mano derecha en la esfera de control y tiré de la palanca de altitud con la izquierda.

Mi nave saltó hacia atrás con un repentino movimiento brusco y me las ingenié para estrellarla contra el edificio que teníamos detrás.

Y no fui la única. Nuestras naves respondían con muchísima más sensibilidad de la que esperábamos. Gali, de algún modo, puso la suya bocabajo del todo. Kimmalyn salió disparada hacia arriba, chilló sorprendida por el súbito movimiento y descendió de nuevo hasta estamparse contra la plataforma de lanzamiento.

—Usad solo el control de altitud —dijo Caracapullo—. ¡Dejad estar la esfera de control de momento, cadetes!

Cobb soltó una risita desde algún lugar del exterior.

—¡Señor! —exclamó Caracapullo—. Yo… Esto… Es que… —Se quedó callado un momento—. Vaya.

Me alegré de que nadie pudiera ver lo ruborizada que estaba. Parecía haber estrellado mi nave contra una versión holográfica del comedor de la escuela de vuelo, a juzgar por las mesas y la comida esparcida por todas partes. Supuse que debería haber sentido el latigazo, pero, aunque el asiento temblaba un poco al desplazarse la nave, no podía duplicar los verdaderos movimientos del vuelo.

—Enhorabuena, cadetes —dijo Cobb—. Estoy bastante seguro de que la mitad de vosotros ha muerto. ¿Qué opinas, jefe de escuadrón?

—No esperaba que fuesen tan negados, señor.

—No somos unos negados —dije yo—. Es solo que estamos… ansiosos.

—Y quizá un poco avergonzados —señaló Kimmalyn.

—No hables por los demás —dijo una voz de chica en mi auricular. ¿Cómo se llamaba? Hudiya, la chica de la coleta y la chaqueta desabrochada. Estaba riéndose—. Ay, mi estómago. Creo que voy a vomitar. ¿Puedo probar otra vez?

—¿Otra vez? —preguntó Kimmalyn.

—¡Ha sido una pasada!

—¡Pero si acabas de decir que ibas a vomitar!

—En el buen sentido.

—¿Cómo se puede vomitar en el buen sentido?

—¡Atención! —espetó Cobb. Mi nave vibró a mi alrededor y, de pronto, todos volvíamos a estar en hilera, con las naves enteras de nuevo. Al parecer, la simulación se había reiniciado—. Como suele ocurrir a los pilotos novatos, no estáis acostumbrados a lo sensibles que pueden ser vuestras naves. Con la energía del anillo de pendiente y el propulsor, podéis realizar maniobras de gran precisión, sobre todo cuando estéis entrenados con la lanza de luz.

»Pero esa versatilidad tiene su contrapartida. Es muy muy fácil que os matéis en una nave estelar. Así que hoy vamos a practicar tres cosas. Ascender. Descender. Y no morir mientras hacéis ninguna de las dos cosas. ¿Entendido?

—¡Sí, señor! —respondimos al unísono.

—También aprenderéis a manejar la radio. Es lo que hace el grupo de botones azules que hay arriba y a la izquierda en el panel de control. Tenéis que acostumbraros a abrir una línea con todo el escuadrón o solo con vuestro compañero de ala. Luego os explicaré los demás botones. Ahora no quiero que os distraigan. Solo las estrellas saben cómo podríais hacerlo peor que en esa pequeña exhibición que habéis dado, pero estoy dispuesto a concederos la oportunidad.

—¡Sí, señor! —respondimos, un poco avergonzados.

De modo que dedicamos las siguientes tres horas a despegar y aterrizar.

Era una tarea frustrante, porque me daba la impresión de que debería ser capaz de hacer mucho más. Había estudiado muchísimo y había practicado mentalmente. Tenía la sensación de que sabía lo que hacía.

Pero no era así, como demostraba el accidente que había tenido al principio. Y mi persistente incapacidad me frustraba.

La única manera de superarla era practicar, así que me dediqué en cuerpo y alma al entrenamiento. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Una y otra vez. Lo hice apretando los dientes, decidida a no volver a estrellarme.

Al final, todos conseguimos hacer cinco rondas seguidas de ascenso y descenso sin accidentes. Cuando Cobb volvió a enviarnos hacia arriba, me estabilicé con el altímetro marcando quinientos y allí me quedé. Solté el aire que había contenido y me recliné mientras los demás cadetes llegaban y se colocaban en hilera.

Caracapullo pasó ascendiendo a toda velocidad e hizo un rápido volteo antes de colocarse con los demás. Menudo presumido.

—Muy bien, jefe de escuadrón —dijo Cobb—. Pasa lista a tus tropas y obtén confirmación verbal de que todos están preparados. Tendrás que hacerlo antes de cada enfrentamiento, para confirmar que nadie tiene problemas mecánicos ni físicos. Escuadrón, si experimentáis problemas, no dejéis de decírselo al jefe de escuadrón. Si voláis a la batalla sabiendo que a vuestra nave le pasa algo, seréis responsables del daño que podáis provocar.

—Señor —llamó Bim por el canal de comunicación—, ¿es cierto que, si estrellamos una nave de verdad entrenando, no podremos graduarnos?

—Lo normal —dijo Cobb— es que, si un cadete estrella su caza estelar, sea señal de alguna negligencia, del tipo que desaconseja confiarle esa clase de material.

—¿Y si nos eyectamos? —preguntó Bim—. He oído que los cadetes entrenan en situaciones de combate real. Si nos disparan y nos eyectamos, ¿nos expulsan? Siendo cadetes, me refiero.

Cobb se quedó callado un momento.

—No hay ninguna norma rígida y directa —dijo después.

—Pero es la tradición, ¿verdad? —insistió Bim—. Un cadete que se eyecta y huye de su nave se queda en el suelo a partir de entonces.

—Es porque buscan a los cobardes —dijo Hudiya—. Quieren echar a los cadetes que tienen demasiada prisa por eyectarse.

Sentí un subidón de adrenalina, como me pasaba siempre que alguien pronunciaba la palabra «cobarde». Pero Hudiya no estaba refiriéndose a mí, y nunca lo haría. Yo no iba a eyectarme jamás.

—Los pilotos de verdad —dijo un compinche de Caracapullo—, los mejores de los mejores, pueden dirigir una nave que cae y hacer un aterrizaje forzoso de forma que puedan recuperarse piezas, aunque les hayan disparado. Los anillos de pendiente son tan caros que los pilotos tienen que protegerlos, porque un piloto no es tan valioso como…

—Ya basta, Arturo —lo interrumpió Cobb—. Estás difundiendo rumores estúpidos. Tanto los pilotos como las naves son valiosos. Cadetes, no hagáis caso a esas habladurías, que quizá escuchéis de otros escuadrones, sobre dirigir vuestra nave para un aterrizaje controlado. ¿Me habéis oído? Si os derriban, eyectaos. No os preocupéis por las consecuencias, preocupaos por vuestra vida. Si sois pilotos lo bastante buenos, no afectará a vuestra carrera, por mucha tradición que pueda haber.

Fruncí el ceño. Eso no era lo que yo había oído. Si derribaban a un piloto de pleno derecho, se le concedía una segunda oportunidad. Pero ¿a los cadetes? ¿Por qué dejar que se graduara alguien a quien habían derribado, si estabas buscando solo a lo mejor entre lo mejor?

—Ridículo orgullo de piloto —gruñó Cobb—. Nos ha hecho más daño que los krells, estoy seguro. Jefe de escuadrón, ¿no ibas a pasar lista?

—¡Ah, es verdad! —exclamó Jorgen—. ¡Escuadrón de Cadetes B! ¡Es hora de…!

—¿Escuadrón de Cadetes B? —dijo Cobb—. Se te puede ocurrir un nombre mejor, jefe de escuadrón.

—Esto… Sí, señor. Hum…

—Escuadrón Cielo —dije yo.

—Escuadrón Cielo —repitió Caracapullo, aferrándose al nombre—. ¡Confirmad que estáis preparados, en orden de numeración del tablero de mandos!

—Cielo Dos —dijo el más alto de los dos compinches—. Identificador: Nedder. Confirmado.

—Cielo Tres —dijo Hudiya—. Identificador: Arcada. Confirmada.

—¿De verdad? —preguntó Caracapullo—. ¿Arcada?

—Es fácil de recordar, ¿a que sí? —replicó ella.

Caracapullo suspiró.

—Cielo Cuatro —dijo Gali—. Esto… Identificador: Galimatías. Caramba, qué bien sienta decirlo. Y, hum, confirmado.

—Cielo Cinco —dijo Arturo, el más bajo de los dos compinches—. Identificador: Anfisbena.

—¿Anfis… qué? —preguntó Arcada.

—Es un dragón de dos cabezas —explicó Arturo—. Un animal de lo más temible, salido de la mitología. Confirmado.

—Cielo Seis —dijo Kimmalyn—. A ver, identificador. Va a hacerme falta uno, ¿verdad?

—Santa —le sugerí.

—Por las estrellas, no —respondió ella.

—Ya lo elegirás más adelante —dijo Cobb—. De momento, usa tu nombre de pila.

—No, no —repuso ella—. Llamadme Rauda. No tiene sentido posponer la elección. La Santa siempre decía: «Ahorra tiempo y haz ese trabajo ya».

—¿Cómo puede ahorrarte tiempo hacer algo «ya»? —preguntó Arturo—. En teoría, el trabajo en cuestión ocupará la misma cantidad de tiempo ahora que más adelante.

—Irrelevante, Anfi —dijo Caracapullo—. ¿Cielo Siete?

—Cielo Siete —dijo una voz de chica con acento que no creía haber oído antes—. Identificador: Marea. Confirmada.

Un momento, ¿quién era esa? Me devané los sesos. «La chica viciense del tatuaje en la mandíbula —recordé—. La que no me ha hecho ningún caso antes».

—Cielo Ocho —dijo Bim—. Bim. Es mi nombre, no mi identificador. Ya llegaré a eso, que no quiero cagarla. Confirmado, por cierto.

—Cielo Nueve —dijo Freya, la chica rubia alta—. Identificación FM. Confirmada.

Había hecho despegar su nave la primera vez sin estrellarse, la única que lo había logrado aparte de Caracapullo y sus compinches. Su ropa buena y aquellas hebillas doradas de las botas me hicieron pensar que debía de proceder también de las cavernas inferiores. Era evidente que su familia tenía los suficientes méritos para hacer solicitudes caras.

—Cielo Diez —dije yo—. Identificador: Peonza. Confirmada.

—Qué identificador más soso —comentó Caracapullo—. Yo seré Jager. Significa «cazador» en un idioma ant…

—No puedes llamarte Jager —dijo Cobb—. Ya tenemos un Jager, en el Escuadrón Pesadilla. Se graduó hace dos meses.

—Vaya —dijo Caracapullo—. Eh… hum. No lo sabía.

—¿Qué tal Caracapullo? —sugerí—. Es como te estoy llamando yo para mis adentros. Podríamos llamarte así.

—Eso. Ni. Pensarlo.

Oí varias risitas, entre ellas una que estaba bastante segura de que procedía de Nedd Strong, «Nedder», el más alto de los compinches de Caracapullo.

—Muy bien —dijo Cobb, sin hacernos caso—. Ahora que eso está hecho, quizá podamos empezar a hablar de cómo desplazarnos de verdad hacia algún sitio.

Asentí entusiasmada, aunque sabía que no podía verme nadie.

—Coged el acelerador sin hacer fuerza —nos ordenó Cobb—. Movedlo hacia delante poco a poco, hasta que el indicador llegue a cero coma uno.

Lo hice, pero con cautela, muy preocupada por repetir la vergüenza que había pasado antes, y solté el aliento cuando mi nave se movió hacia delante con un impulso modesto.

—Bien —dijo Cobb—. Ahora vais a Mag 0,1. Es la décima parte de Mag 1, que es la velocidad normal de combate. Cazas de numeración par, descended trescientos pies. Vosotros diríais «cien metros», pero lo tradicional es medir la altitud en pies, por algún tirdoso motivo, así que tendréis que acostumbraros. Cazas de numeración impar, ascended trescientos. Eso os dejará espacio para probar maniobras muy ligeras a derecha e izquierda en vuelo.

Obedecí la orden y descendí hasta nivelar la nave. Probé a virar a derecha y luego a izquierda. Me salió… natural. Como si estuviera destinada a hacerlo. Como si…

Estalló una sucesión de alarmas estruendosas. Di un salto y, presa del pánico, busqué en el panel de mandos, temiendo haber hecho algo mal. Por fin mi cerebro discernió que el sonido no llegaba desde mi nave, y ni siquiera desde el aula. Eran alarmas que sonaban fuera del edificio.

«Es el aviso de ataque», pensé, quitándome el casco para oír mejor. Los sonidos de trompeta eran distintos allí arriba, en Alta. Sonaban más deprisa.

Saqué la cabeza por la cubierta de mi holograma y vi que otros cadetes hacían lo mismo. Cobb se había acercado a la ventana del aula y estaba mirando hacia el cielo. Forzando la mirada, alcancé a distinguir unos cascotes que ardían en la atmósfera al caer. Era un ataque krell.

El altavoz de la pared dio un chasquido.

—Cobb —dijo la voz de la almirante Férrea—. ¿Tienes a esos cadetes novatos flotando ya?

Cobb fue hasta el panel de la pared y apretó un botón.

—Apenas. Estoy convencido de que uno va a encontrar la forma de hacer que su nave se autodestruya, aunque los Poco no tengan esa función.

—Estupendo. Envíalos al aire, en formación extendida, por encima de Alta.

Cobb nos miró antes de volver a apretar el botón.

—Solicito confirmación, almirante. ¿Quiere a los cadetes nuevos en el cielo durante un ataque?

—Hazlos subir, Cobb. Es una oleada grande. El Escuadrón Pesadilla está en la ciudad de permiso, y no me da tiempo a traerlos de vuelta. Cambio y corto.

Cobb vaciló un momento antes de ladrar una orden.

—¡Ya habéis oído a la almirante! ¡Escuadrón Cielo, a la plataforma de lanzamiento! ¡Ya!