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A aquellas alturas, me había acostumbrado a la forma en que me trataba la gente en Alta. Se apartaban para dejar pasar a los pilotos, incluso a los cadetes. En las largas calles de fuera de la base, los granjeros y los trabajadores me dedicaban sonrisas amistosas o levantaban el puño con expresión aprobadora.

Pero aun así, me sorprendió el trato que recibí en Ígnea. Cuando se abrió el ascensor, la gente que esperaba fuera se quitó de en medio al instante, para abrirme el paso. Dejé atrás una estela de susurros, pero en vez de las duras frases condenatorias que oía antes, hablaban admirados, emocionados. Yo era una piloto.

De niña, había practicado a sostener las miradas que me daba la gente. Cuando lo hice de camino a casa, la gente se sonrojaba y miraba hacia otra parte, como si los hubiera pillado cogiendo raciones de más.

Qué choque más raro entre mi antigua vida y la nueva. Paseé por la calle y miré hacia el techo de la caverna, muy por encima. Aquella piedra no debería estar allí, atrapándome dentro. Ya echaba de menos el cielo, y allí abajo hacía un calor sofocante.

Pasé por delante de las fundiciones, donde el antiguo aparataje eructaba calor y luz, convirtiendo la roca en acero. Pasé junto a una planta de energía que, de algún modo, transformaba el calor fundido del núcleo profundo en electricidad. Pasé por debajo de la tranquila y desafiante mano de piedra de Harald Oceanborn. La estatua sostenía en alto una vieja espada vikinga, y tenía un enorme rectángulo de acero, tallado con líneas rectas y un sol, alzándose tras él.

Era el final del turno intermedio, así que supuse que mi madre estaría con el carrito, vendiendo. Doblé una esquina y la vi por delante: una mujer delgada y orgullosa, vestida con un viejo mono. Desgastado, pero limpio. El pelo le caía hasta los hombros, y tenía un aire de fatiga mientras servía un rollo de algas a un trabajador.

Me quedé petrificada en la calle, sin saber muy bien cómo acercarme a ella. Me di cuenta en ese momento de que no la había visitado lo suficiente. Echaba de menos a mi madre. Aunque nunca había tenido verdadera añoranza, porque mis excursiones de caza me habían preparado para pasar temporadas largas fuera, seguía anhelando escuchar aquella voz reconfortante, aunque severa.

Mientras titubeaba, mi madre se volvió y me vio, y al instante echó a correr hacia mí. Me envolvió en un poderoso abrazo antes de que pudiera decir nada.

Había visto a otros chicos crecer hasta ser más altos que sus padres, pero yo seguía siendo mucho más bajita que ella y, cuando me envolvió con sus brazos, durante un momento volví a sentirme una niña. Protegida, cómoda. Era fácil planear futuras conquistas cuando una podía retirarse a aquellos brazos.

Me permití volver a ser esa niña. Me permití fingir que ningún peligro podía alcanzarme.

Al cabo de un momento, mi madre se apartó y me miró de arriba abajo. Me cogió un mechón de pelo y enarcó una ceja. El pelo me había crecido y ya me caía por debajo de los hombros. Había tenido prohibido ir a los peluqueros de la FDD durante la primera parte de mi estancia, y después ya me había acostumbrado a llevar el pelo largo.

Me encogí de hombros.

—Ven —dijo mi madre—. Ese carrito no va a venderse solo.

Era una invitación a volver a épocas más sencillas y, en ese momento, era lo que necesitaba. Ayudé a mi madre, siempre práctica, a atender a su cola de clientes, hombres y mujeres que pusieron cara de perplejidad al ver que los estaba sirviendo una piloto cadete.

Era raro que mi madre no anunciara su mercancía dando voces, como hacían otros vendedores callejeros. Y aun así, casi siempre había alguien junto al carrito, comprando rollos. Durante un receso, se puso a preparar más salsa de mostaza y entonces me lanzó una mirada.

—¿Volverás y seguirás trayéndonos ratas?

¿Volver? Vacilé, y justo entonces caí en la cuenta de que mi madre no sabía que estaba de permiso. Debía… debía de pensar que me habían expulsado.

—Aún llevo el mono —dije señalándolo, pero su mirada inexpresiva me confirmó que no sabía lo que significaba—. Mamá, aún estoy en la FDD. Hoy me han dado un permiso.

Sus labios inmediatamente se curvaron hacia abajo.

—¡Me va bien! —restallé—. Soy una de los únicos tres pilotos que quedamos en mi escuadrón. Me graduaré dentro de dos semanas.

Sabía que no le gustaba la FDD, pero ¿no podía estar orgullosa de mí y punto?

Mi madre siguió preparando la mostaza.

Me senté en el murete bajo que se extendía calle abajo.

—Cuando sea piloto graduada, estarás bien atendida. No tendrás que quedarte despierta hasta tarde envolviendo comida y luego pasar horas y horas empujando un carrito. Tendrás un apartamento grande. Serás rica.

—¿Y crees que quiero algo de eso? —replicó mi madre—. Yo elegí esta vida, Spensa. Me ofrecieron un apartamento grande y un trabajo fácil. Lo único que tenía que hacer era seguir el juego a la historia que contaban, decir que sabía que tu padre era un cobarde desde el principio. Les dije que no.

Me animé. Eso no me lo había contado nunca.

—Mientras esté aquí —dijo mi madre—, vendiendo en esta esquina, no pueden hacer como si no existiéramos. No pueden fingir que encubrieron la verdad. Tienen un recordatorio vivo de que mintieron.

Era una de las cosas más Desafiantes que había oído decir a nadie en la vida. Pero también era incorrecto del todo. Porque, aunque mi padre no había sido un cobarde, sí había sido un traidor. Pero ¿cuál de las dos cosas era peor?

En ese momento, comprendí que mis problemas eran más profundos que lo que pudiera resolver un discursito inspirador de Jorgen. Más profundos que mi preocupación por lo que había visto, o que la traición de mi padre.

Yo había construido mi identidad en torno a no ser una cobarde. Había sido una reacción a lo que decían todos sobre mi padre, pero seguía formando parte de mí. Era la parte más profunda, más importante.

Mi confianza en ello se estaba derrumbando. En parte, se debía al dolor por haber perdido a mis amigos… pero aquel miedo a que hubiera algo terrible dentro de mí… aquello era peor.

El miedo me estaba destruyendo. Porque no sabía si podría resistirlo. Porque no sabía, en el fondo, si era una cobarde o no. Ni siquiera estaba segura ya de lo que significaba ser una cobarde.

Mi madre se sentó a mi lado. Siempre tan callada, tan modesta.

—Sé que te gustaría que pudiera alegrarme por lo que has logrado. Y estoy orgullosa, de verdad que sí. Sé que volar siempre ha sido tu sueño. Es solo que, si fueron tan crueles con el legado de mi marido, no puedo esperar que cuiden bien de la vida de mi hija.

¿Cómo podía explicárselo? ¿Debía contarle lo que sabía? ¿Podría hacerle entender mis miedos?

—¿Cómo lo haces? —pregunté al final—. ¿Cómo soportas las cosas que dicen de él? ¿Cómo puedes vivir sabiendo que te llaman la esposa de un cobarde?

—A mí siempre me ha parecido que un cobarde es una persona más preocupada por lo que dice la gente que por lo que es correcto —dijo ella—. La valentía no es lo que la gente te llama, Spensa. Es lo que tú sabes que eres.

Negué con la cabeza. Ahí estaba el problema, en que yo no lo sabía.

Hacía solo cuatro breves meses, había creído que podía combatir contra cualquier cosa y que tenía todas las respuestas. ¿Quién habría pensado que convertirme en piloto haría que perdiera esas agallas?

Mi madre me observó. Luego me dio un beso en la frente y me apretó la mano.

—No me molesta que vueles, Spensa. Es solo que no me gusta que tengas que escuchar sus mentiras todo el día. Quiero que lo conozcas a él, no lo que dicen de él.

—Cuanto más vuele —dije—, creo que mejor lo conoceré.

Mi madre inclinó la cabeza a un lado, como si eso no se le hubiera ocurrido antes.

—Mamá —dije—, ¿mi padre mencionó alguna vez que viera cosas raras? ¿Como un campo de ojos en la oscuridad, mirándolo?

Apretó los labios.

—Te han contado eso, ¿eh?

Asentí.

—Soñaba con las estrellas, Spensa —dijo mi madre—. Con verlas sin nada delante. Con volar entre ellas como hacían nuestros antepasados. Y ya está. No es nada más.

—Vale —respondí.

—No me crees. —Suspiró y se levantó—. Tu abuela opina distinto que yo. A lo mejor, deberías hablar con ella. Pero recuerda esto, Spensa: puedes elegir quién eres. El legado y los recuerdos del pasado pueden sernos útiles. Pero no podemos permitir que nos definan. Cuando la herencia se convierte en una caja en vez de en una inspiración, es que está yendo demasiado lejos.

Fruncí el ceño, confusa por lo que me había dicho. ¿La yaya tenía una opinión diferente? ¿Sobre qué? Aun así, abracé de nuevo a mi madre y le susurré un agradecimiento al oído. Ella me envió hacia nuestro apartamento, y me marché de su lado con una extraña mezcla de emociones. Mi madre era una guerrera a su propia manera, de pie en aquella esquina, proclamando la inocencia de mi padre con cada venta silenciosa que hacía de un rollo de algas.

Era una inspiración. Una iluminación. La comprendí de una forma en que no lo había hecho nunca. Y aun así, se equivocaba sobre mi padre. Comprendía muchísimas cosas, pero erraba en algo fundamental. Al igual que había hecho yo, hasta el momento en que lo vi traicionar a la FDD en la Batalla de Alta.

Anduve un rato y al final llegué cerca de nuestro cuadrado edificio de apartamentos.

Crucé el gran arco de la entrada a los terrenos del apartamento y, cuando lo hice, un par de soldados que regresaban de su turno se apartaron para dejarme pasar y me hicieron el saludo militar.

«Esos eran Aluko y Jors —pensé después de pasar—. No parece que me hayan reconocido. No me han mirado a la cara. Han visto el traje de vuelo y se han quitado de en medio».

Saludé a la anciana señora Hong, quien, en vez de fruncirme el ceño, agachó la cabeza, se metió en su apartamento y cerró la puerta. Me bastó con una mirada rápida por la ventana de nuestro apartamento de una sola habitación para saber que la yaya no estaba dentro, pero entonces la oí canturreando para sí misma en el tejado. Atribulada todavía por lo que había dicho mi madre, subí por la escalera hasta la parte de arriba.

La yaya estaba sentada con la cabeza gacha, y vi un montoncito de cuentas delante de ella, sobre una manta. Con sus ojos casi ciegos cerrados, extendió unos dedos arrugados y eligió cuentas al tacto para, metódicamente, pasarles un cordel y hacer collares. Tarareaba en voz baja, y su rostro se parecía a los pliegues de la manta arrugada que tenía delante.

—Ah —dijo mientras yo vacilaba en la escalera—. Siéntate, siéntate. Me hacía falta un poco de ayuda.

—Soy yo, yaya —dije—. Spensa.

—Pues claro que eres tú. Te he sentido llegar. Siéntate y sepárame estas cuentas por colores. No distingo las verdes de las azules. ¡Son del mismo tamaño!

Era la primera visita que les hacía en meses y, al igual que mi madre, lo primero que hizo la yaya fue ponerme a trabajar. En fin, tenía preguntas que hacerle, pero seguramente no podría formularlas hasta haber hecho lo que me pedía.

—Te dejo las azules a tu derecha —dije, sentándome—, y las verdes a la izquierda.

—Bien, bien. ¿De quién quieres que te hable hoy, querida? ¿De Alejandro, que conquistó el mundo? ¿De Hervor, que robó la espada de los muertos? ¿O tal vez de Beowulf, por los viejos tiempos?

—En realidad, hoy no quiero oír historias —dije—. He estado hablando con mi madre y…

—Venga, venga —dijo la yaya—. ¿No quieres historias? ¿Qué te ha pasado? Espero que no te hayan echado a perder tan pronto ahí arriba, en la escuela de vuelo.

Suspiré y decidí dar otro enfoque a la conversación.

—¿Alguno de ellos existió de verdad? —pregunté—. Los héroes de los que me hablas. ¿Eran personas reales, de la Tierra?

—Tal vez. ¿Es importante?

—Pues claro que sí —dije, mientras iba soltando cuentas en vasos—. Si no eran reales, entonces todo son mentiras.

—La gente necesita historias, niña. Nos traen esperanza, y la esperanza es real. Siendo ese el caso, ¿qué más da si las personas que aparecen en ellas vivieron de verdad?

—Que a veces perpetuamos mentiras —dije—. Como las cosas que cuenta la FDD sobre mi padre, tan distintas a las que decimos nosotras sobre él. Dos historias distintas. Dos efectos distintos.

«Ambos erróneos».

Dejé otra cuenta en su vaso correspondiente.

—Estoy harta de no saber qué es lo correcto. Estoy harta de no saber cuándo luchar, de no saber si lo odio o lo quiero, y… y…

La yaya dejó lo que estaba haciendo y me cogió la mano. Su piel era vieja pero suave. Me sostuvo la mano y me sonrió, con los ojos casi cerrados.

—Yaya —dije, encontrando por fin una manera de expresarlo—, he visto algo. Una cosa que me demuestra que estábamos equivocados sobre mi padre. Sí que se volvió un cobarde. O algo peor.

—Ah… —dijo la yaya.

—Mi madre no se lo cree. Pero yo sé la verdad.

—¿Qué te han dicho ahí arriba, en esa escuela de vuelo?

Tragué saliva, sintiéndome muy frágil de repente.

—Yaya, dicen… que mi padre tenía algún tipo de defecto. Un fallo en lo más profundo de su ser que hizo que se uniera a los krells. Me han contado que hubo un amotinamiento en la Desafiante, que algunos antepasados nuestros quizá también estuvieran al servicio del enemigo. Y ahora dicen que yo también lo tengo. Y… me aterroriza que puedan estar en lo cierto.

—Hum —dijo la yaya, pasando el cordel por una cuenta—. Niña, déjame contarte una historia sobre alguien del pasado.

—No es momento de historias, yaya.

—Esta historia es sobre mí.

Cerré la boca. ¿Sobre ella? Casi nunca decía nada de sí misma.

Empezó a hablar a su manera inconexa pero cautivadora.

—Mi padre era historiador en la Desafiante. Recopilaba historias de la antigua Tierra, de la época anterior a los viajes espaciales. ¿Sabías que, incluso entonces, con ordenadores, bibliotecas y toda clase de recordatorios, olvidábamos con facilidad de dónde procedíamos? A lo mejor era porque teníamos máquinas para recordar por nosotros, así que nos pareció que podíamos dejárselo todo a ellas.

»Pero en fin, ese es otro tema. En la época que te digo, éramos nómadas en las estrellas. Cinco naves, la Desafiante y otras cuatro más pequeñas que se enganchaban a ella para recorrer largas distancias. Bueno, eso y un complemento de cazas estelares. Éramos una comunidad compuesta de comunidades, que viajábamos juntos entre las estrellas. En parte flota mercenaria, en parte comercial. Nos bastábamos solos.

—¿El abuelo era historiador? —pregunté—. Creía que estaba en ingeniería.

—Trabajaba en la sala de máquinas, ayudando a mi madre —dijo la yaya—, pero su verdadero empleo eran las historias. Recuerdo estar sentada en la sala de máquinas, escuchando el zumbido de los aparatos mientras él hablaba, su voz resonando contra el metal. Pero esa no es la historia. Esta historia es la de cómo llegamos a Detritus.

»Verás, nosotros no declaramos la guerra, pero nos la encontramos de todas formas. Nuestra pequeña flota de cinco naves y treinta cazas no tuvo más remedio que contraatacar. No sabíamos qué eran los krells, ni siquiera entonces. No habíamos participado en la gran guerra, y en esa época la comunicación con los planetas y las estaciones espaciales era difícil y peligrosa. Bueno, pues tu bisabuela, mi madre, era el motor de la nave.

—Querrás decir que trabajaba en el motor —la interrumpí, aún separando cuentas.

—También, pero en cierto modo, ella era el motor. Podía hacer que la nave viajara entre estrellas, era de las pocas personas que podían. Sin ella, o alguien como ella, la Desafiante no habría tenido más remedio que moverse a velocidad baja. La distancia entre estrellas es enorme, Spensa. Y solo alguien con una capacidad concreta podía activar los motores. Es algo con lo que nacemos, pero que la mayoría considera muy muy peligroso.

Solté el aire de los pulmones, sorprendida y pasmada a la vez.

—¿El… defecto?

La yaya se inclinó hacia mí.

—Nos temían, Spensa, aunque por aquel entonces lo llamaban «la desviación». Los ingenieros éramos una raza aparte. Fuimos los primeros en salir al espacio, los valientes exploradores. La gente corriente siempre ha estado resentida de que controláramos los poderes que les permitían viajar por las estrellas.

»Pero te he dicho que esta historia es sobre mí. Recuerdo aquel día, el día en que llegamos a Detritus. Yo estaba con mi padre, en la zona de ingeniería. En una cámara gigantesca llena de tubos y engranajes que parecen más grandes en mi recuerdo de lo que supongo que eran. Olía a grasa y a metal demasiado caliente. Pero había una ventana en una pequeña hornacina, por la que podía mirar y ver las estrellas.

»Ese día, nos rodearon. El enemigo, los krells. Yo estaba aterrorizada, en mi corazoncito, porque la nave no dejaba de sacudirse bajo sus disparos. Era un caos. El puente, oí que alguien gritaba, había sufrido una explosión. Me quedé de pie en la hornacina, viendo las lanzas rojas de luz, y oí que las estrellas chillaban. Era una niñita asustada junto a una burbuja de cristal.

»El capitán nos llamó. Tenía una voz fuerte, enfadada. Me quedé aterrorizada al oír el dolor, el pánico, en alguien que solía ser tan adusto. Aún recuerdo el tono con el que chilló a mi madre, dándole órdenes. Y mi madre no estaba de acuerdo con esas órdenes.

Me quedé allí sentada, sin acordarme de las cuentas, embelesada. Sin apenas respirar. ¿Por qué, con la cantidad de historias que me había contado la yaya, nunca había oído aquella?

—Bueno, supongo que podría llamarse un motín —siguió la yaya—. Nosotros nunca llegamos a usar esa palabra. Pero sí que hubo un desacuerdo. Científicos e ingenieros contra personal de mando y marines. El caso es que ninguno de ellos podía hacer funcionar el motor. Eso solo podía hacerlo mi madre.

«Eligió este lugar y nos trajo aquí. A Detritus. Pero estaba demasiado lejos. Era demasiado difícil. Murió por el esfuerzo, Spensa. Nuestras naves estaban dañadas cuando aterrizamos, tenían los motores estropeados, pero también la perdimos a ella. Al alma de los mismísimos motores.

»Recuerdo llorar. Recuerdo que mi padre me sacó en brazos de los escombros de la nave y que chillé con el brazo estirado hacia aquella masa humeante, la tumba de mi madre. Recuerdo exigir que me dijeran por qué mi madre nos había abandonado. Me sentí traicionada. Era demasiado pequeña para comprender la elección que había hecho. La elección de una guerrera.

—¿La de morir?

—La de sacrificarse, Spensa. Una guerrera no es nada si no tiene por lo que luchar. Pero si tiene todo por lo que luchar… en fin, entonces eso lo significa todo, ¿verdad?

La yaya pasó el cordel por una única cuenta y empezó a atar el collar. Me sentí… extrañamente agotada. Como si aquella historia fuese un lastre con el que no había esperado tener que cargar.

—Eso es su «defecto» —dijo la yaya—. Lo llaman así porque tienen miedo de nuestra capacidad de oír las estrellas. Tu madre me tenía prohibido hablarte de esto, porque ella no creía que fuese cierto. Pero en la FDD hay muchos que sí lo creen, y para ellos eso nos vuelve distintos. Mienten al decir que mi madre nos trajo aquí porque así lo querían los krells. Y ahora que ya no nos necesitan para hacer funcionar los motores de la nave, porque ya no los tenemos, nos odian incluso más.

—¿Y mi padre? Lo vi volverse contra su escuadrón.

—Imposible —dijo la yaya—. La FDD afirma que nuestro defecto nos convierte en monstruos, así que quizá se hayan inventado una situación que lo demuestre. Les conviene contar la historia de un hombre con el defecto que empatiza con los krells y se vuelve contra sus compañeros de equipo.

Eché hacia atrás la espalda, sintiéndome… insegura. ¿Cobb me habría mentido sobre aquello? Y M-Bot decía que la grabación no podía estar falsificada. ¿En quién debía confiar?

—Pero ¿y si es verdad, yaya? —pregunté—. Antes has mencionado el sacrificio de la guerrera. Pues bien, ¿y si sabes que eso está en tu interior, que podría hacer que traicionaras a todo el mundo? Que les hicieras daño. Si crees que quizá seas una cobarde, ¿la decisión correcta no sería… dejar de volar?

La yaya dejó las manos quietas.

—Has crecido —dijo después—. ¿Dónde está mi niñita, la que quería blandir una espada y conquistar el mundo?

—Está muy confundida. Y un poco perdida.

—Nuestro don es algo maravilloso. Nos permite oír las estrellas. Y permitía a mi madre trabajar en los motores. No lo temas.

Asentí, pero no pude evitar sentirme traicionada. ¿Aquello no debería habérmelo contado alguien antes?

—Tu padre era un héroe —dijo la yaya—. Spensa, ¿me has oído? Lo que tienes es un don, no un defecto. Puedes…

—Oír las estrellas. Sí, eso lo he sentido. —Alcé la mirada, pero estaba en medio el techo de la caverna.

La verdad era que ya no sabía qué pensar. Bajar a Ígnea solo había logrado dejarme más confundida.

—¿Spensa? —dijo la yaya.

Negué con la cabeza.

—Mi padre me dijo que reclamara las estrellas. Me preocupa que, en vez de eso, las estrellas lo reclamaran a él. Gracias por la historia.

Me levanté y fui a la escalera.

—¡Spensa! —me llamó la yaya, esa vez con una contundencia que me dejó quieta con un pie en el primer peldaño.

Miró hacia mí, con sus lechosos ojos blancos fijos en mí, y sentí que, de alguna manera, podía verme. Cuando habló, el temblor había desaparecido de su voz, reemplazado por la autoridad y el tono de mando de un general en el campo de batalla.

—Si alguna vez tenemos que salir de este planeta y escapar de los krells —dijo la yaya—, será necesario utilizar nuestro don. El espacio entre las estrellas es inmenso, demasiado para que lo recorra ningún propulsor normal. No debemos encogernos en la oscuridad porque nos dé miedo la chispa que hay en nuestro interior. La solución no es apagar la chispa, sino aprender a controlarla.

No respondí, porque no sabía cuál debía ser mi respuesta a aquello. Bajé la escalera, llegué a los ascensores y regresé a la base.