27

Nedd no vino a clase el día siguiente.

Ni el siguiente. Ni en toda esa semana.

Cobb nos tuvo ocupados haciendo ejercicios de persecuciones. Hicimos picados, esquivamos y nos marcamos unos a otros, como verdaderos pilotos. Pero en los recesos de la acción, la voz de Nedd me acosaba. «Cobarde».

Volví a pensar en ello sentada en mi pegabina del aula, completando un ejercicio tras otro. Había interrumpido la persecución y había obligado a Nedd a abandonar a sus hermanos. ¿Acaso era algo que cualquier héroe de leyenda se hubiera planteado siquiera hacer?

—Las proyecciones estadísticas indican que, si hubierais prolongado la persecución otros siete segundos —dijo M-Bot mientras yo hacía una práctica de combate aéreo holográfico—, habríais muerto en el impacto o en la subsiguiente explosión.

—¿Podrías haberte infiltrado en el canal de radio? —le pregunté, susurrando porque estaba en el aula—. ¿Para llamar a los hermanos de Nedd?

—Sí, es muy probable que hubiera podido.

—Tendría que habérsenos ocurrido. A lo mejor, coordinándonos, podríamos haberlos ayudado a escapar.

—¿Y cómo habrías explicado tu repentina capacidad para usar sin trabas las señales de comunicación de la FDD?

Descendí en mi persecución del krell holográfico y no respondi a M-Bot. Si hubiera sido una auténtica patriota, habría entregado la nave a mis superiores hacía mucho tiempo. Pero no era una patriota. La FDD había traicionado y matado a mi padre, y luego mentido al respecto. Los odiaba por eso… pero a pesar de ese odio, había acudido a ellos suplicando que me permitieran volar.

De pronto, esa súplica me parecía otro acto de cobardía.

Di un suave gruñido, usé la lanza de luz para rodear un trozo de escombro flotante y pulsé con fuerza el botón de sobrecarga. Pasé veloz junto a la nave krell y activé el PMI para anular tanto su escudo como el mío antes de rotar sobre mi eje. La maniobra dejó el morro de mi nave hacia atrás mientras seguía volando hacia delante, pero me las ingenié para acertar con el destructor al krell que tenía detrás y destruirlo.

Era una jugada peligrosa por mi parte, ya que me dejaba mal orientada para ver hacia dónde iba. Y en efecto, otra nave krell se aproximó casi al instante por mi flanco derecho y me disparó. Morí con la bocina de «vas sin escudo» atronando en mi oído.

—Bonito truco —dijo Cobb por el auricular mientras mi holograma se reiniciaba—. Estupenda forma de morir.

Me quité las correas y me levanté, mientras me arrancaba el casco y lo tiraba a un lado. Rebotó en el asiento y repicó contra el suelo mientras yo iba al fondo del aula y empezaba a pasear dando vueltas.

Cobb estaba de pie en el centro de las cabinas falsas, rodeado de navecitas holográficas. Llevaba un auricular con micrófono para hablar con nosotros a través de las líneas de los cascos. Me miró mientras daba vueltas, pero me dejó tranquila.

—¡Tirda, Rara! —gritó a Kimmalyn—. ¡Estaba claro que ese caza estaba haciendo una secuencia S-4, intentando tenderte una trampa! ¡Presta atención, chica!

—¡Lo siento! —exclamó ella desde dentro de su cabina—. ¡Ah, y lo siento también por eso otro!

—¿Señor? —preguntó Arturo, envuelto en su holograma de entrenamiento—. ¿Esto lo hacen mucho los krells? ¿Intentar engañarnos?

—Difícil de saber —dijo Cobb con un gruñido.

Seguí paseándome, liberando la frustración que sentía (sobre todo hacia mí misma) mientras escuchaba. Aunque estaban todos sentados en círculo, sus voces llegaban amortiguadas por los cascos y los confines de sus pegabinas. Oírlos así me dio más seguridad de que, cuando susurraba a M-Bot desde mi propia cabina, los demás no me oirían, siempre que recordara hablar en voz muy baja.

La charla de vuelo me tranquilizaba. Poco a poco, fui dejando de pasear en círculo y me acerqué a Cobb cerca del holograma central.

—El otro día —dijo Arturo—, con aquel cacho enorme de basura espacial, el ataque no fue para derrotarnos, sino para destruirlo, y supongo que para impedir que rescatáramos nada útil, ¿verdad?

—Sí —respondió Cobb—. ¿A qué viene la pregunta, Anfi?

—A que debían de saber que iba a caer, señor. Viven allá fuera, en el espacio. Así que imagino que llevarían años viendo ese cacho enorme allí arriba. Podrían haberlo destruido en cualquier momento, pero esperaron hasta que cayó. ¿Por qué?

Asentí con la cabeza. Yo me había hecho esa misma pregunta.

—Los motivos de los krells son incognoscibles —dijo Cobb—. Exceptuando su deseo de exterminarnos, claro.

—¿Por qué nunca han atacado con más de cien naves a la vez? —insistió Arturo—. ¿Por qué siguen haciéndonos entrar en escaramuzas, en vez de enviar un ataque masivo?

—¿Y por qué dejan que caiga material útil, desde un principio? —añadí yo—. Sin él, no podríamos obtener los suficientes anillos de pendiente para sostener nuestra resistencia. ¿Por qué no los atacamos a ellos en el cinturón de escombros? ¿Por qué esperamos a que bajen aquí y…?

—Basta de entrenamiento —dijo Cobb. Fue hasta su escritorio y pulsó el botón que desactivaba todos los hologramas.

—Perdón, señor.

—No te disculpes, cadete —dijo Cobb—. Ni tú tampoco, Anfisbena. Los dos habéis hecho buenas preguntas. Fuera cascos, todo el mundo. Incorporaos. Prestad atención. Teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado, sabemos tan poco sobre los krells que da miedo… pero os diré lo que sí sabemos.

Me noté cada vez más ansiosa mientras los demás se quitaban los cascos. ¿Respuestas? ¿Por fin?

—Señor —dijo Jorgen, levantándose—. ¿Los detalles sobre los krells no son información reservada a los pilotos graduados?

Arturo dio un leve gemido y puso los ojos en blanco. Su expresión parecía decir: «Gracias, Jorgen, por ser siempre tan tan aguafiestas».

—A nadie le caen bien los acusicas, Jorgen —dijo Cobb—. Calla y escucha. Esto tenéis que saberlo. Esto merecéis saberlo. Ser Primer Ciudadano me deja un poco de manga ancha con lo que puedo decir.

Volví junto a mi pegabina mientras Cobb reproducía algo en su holograma, un planeta. ¿Detritus? Tenía trozos de metal flotando alrededor, pero el cinturón de cascotes se extendía más y era más grueso de lo que había esperado.

—Esto es una imagen aproximada de nuestro planeta y el cinturón de escombros —dijo Cobb—. La verdad es que solo tenemos una idea muy rudimentaria de lo que hay allí arriba. Perdimos mucho de lo que supiéramos cuando los krells bombardearon el archivo y a nuestros mandos, en el año cero D. A. Pero algunos científicos creen que, en algún momento, el planeta entero estaba rodeado por un caparazón, por un escudo metálico. El problema es que muchos de esos antiguos mecanismos de ahí arriba siguen activos… y armados.

Miramos el planeta holográfico, que brillaba en un tono azul claro y era traslúcido. De él se lanzó un grupo de cazas holográficos. Se acercaron al cinturón de escombros y cayeron todos abatidos por centenares de ráfagas de destructor.

—Subir ahí arriba es peligroso —siguió diciendo Cobb—. Incluso para los krells. Es por eso que la vieja flota vino aquí, a este viejo planeta cementerio. Lo poco que recuerdan los ancianos sugiere que Detritus era un planeta conocido por aquel entonces, pero todo el mundo lo evitaba. Su escudo interfería las comunicaciones hasta casi anularlas, y cuando se enfrentó a las antiguas plataformas orbitales de defensa, nuestra flota apenas logró atravesarlas para estrellarse en la superficie.

»Los krells no parecen explorar mucho allí fuera. Quizá supieran que ese viejo astillero iba a caer, pero llegar hasta él a través del cinturón de cascotes les habría salido caro. Parecen haber encontrado algunas rutas seguras hacia el planeta, y las utilizan casi exclusivamente.

—Entonces… —dije, fascinada. Todo aquello era nuevo para mí—. ¿Podríamos usar esas viejas plataformas defensivas, de alguna manera?

—Lo hemos intentado —repuso Cobb—, pero para nosotros es igual de peligroso volar hasta ahí arriba. Las plataformas también nos disparan. Además, los krells son más mortíferos en el espacio. ¿Recordáis que este planeta está escudado? Bueno, pues los krells tienen unas extrañas y avanzadas técnicas de comunicación. El escudo del planeta interfiere con su capacidad de hablar entre ellos. Creemos que por eso vuelan peor aquí abajo.

»Hay otro problema, menos crucial —dijo Cobb, que pareció empezar a vacilar por algo—. En el espacio, fuera del planeta, los krells pueden… bueno, las antiguas tripulaciones dicen que la tecnología krell les permite leer lo que estamos pensando los humanos. Y que hay personas más susceptibles a ello que otras.

Crucé la mirada con las del resto del escuadrón. No había oído nada parecido en toda mi vida.

—Pero no contéis a nadie que os he dicho eso último —pidió Cobb.

—Así que… —dijo Arturo—. ¿Esa interferencia en las comunicaciones y esas defensas orbitales explican que los krells no nos bombardeen desde el espacio?

—En los primeros días de Alta —dijo Cobb—, intentaron traer naves más grandes, pero las destruyeron las defensas orbitales. Los krells solo pueden hacer pasar naves pequeñas y maniobrables para atacarnos.

—Pero eso no justifica que envíen solo escuadrones relativamente pequeños —objetó Arturo—. Si no me equivoco, nunca han lanzado un asalto con más de cien naves, ¿verdad?

Cobb asintió.

—¿Por qué no envían doscientas? ¿O trescientas?

—No lo sabemos. Si te pones a hurgar en los informes reservados, no encuentras más que teorías descabelladas. Quizá cien naves sean lo máximo que pueden coordinar al mismo tiempo.

—Vale —dijo Arturo—, pero ¿por qué solo parecen capaces de preparar una sola aniquiladora a la vez? ¿Por qué no cargan una en cada nave y se arrojan en plan suicida contra nosotros? ¿Por qué…?

—¿Qué son? —interrumpí. Las preguntas de Arturo eran relevantes, pero, en mi opinión, menos que la mía.

Arturo me miró y asintió.

—¿Lo sabemos, Cobb? —pregunté—. ¿En esos archivos secretos aparece alguien que lo sepa? ¿Hemos visto alguna vez a un krell?

Cobb hizo que el holograma mostrara la imagen flotante de un casco calcinado y varias piezas de armadura. Me estremecí. Eran restos de krell. El holograma era una versión mucho más detallada, mucho más real, de las representaciones artísticas que había visto. En la foto salían unos científicos rodeando la mesa en la que estaba la armadura, que era achaparrada y voluminosa. Así como un poco cuadrada.

—Esto es lo único que hemos podido recuperar jamás —dijo Cobb—. Y lo encontramos solo en pocas naves de las que derribamos. En una de cada cien, o menos. No son seres humanos, de eso estamos seguros. —Puso otra imagen, una representación holográfica más de cerca de un casco, abrasado por una explosión—. Existen algunas teorías —prosiguió—. Los ancianos, los que vivían en la misma Desafiante, hablan de cosas que son imposibles para nuestra comprensión actual. Quizá el motivo de que nunca encontremos nada más que armadura es que no haya nada más que encontrar. A lo mejor, los krells son la armadura. En los viejos tiempos, había leyendas que hablaban de algo muy extraño: máquinas capaces de pensar.

Máquinas capaces de pensar. Máquinas dotadas de tecnología avanzada de comunicaciones.

De pronto, me sentí helada. La sala pareció diluirse y me quedé en pie junto a mi pegabina, oyendo hablar a los otros como si estuvieran muy lejos.

—Eso es una locura —dijo Arcada—. Un cacho de metal no puede pensar, igual que una roca no puede. O esa puerta. O mi cantimplora.

—¿Más locura que la idea de que puedan leer mentes? —preguntó Arturo—. Nunca había oído nada parecido.

—Es evidente que existen maravillas en esta galaxia que apenas somos capaces de comprender —dijo Cobb—. Al fin y al cabo, la Desafiante y otras naves podían viajar entre las estrellas en un instante. Las máquinas pensantes explicarían por qué encontramos tantas cabinas krells que están vacías, y por qué la «armadura» que recuperamos nunca parece tener un cuerpo dentro.

«Máquinas capaces de pensar».

Cobb anunció el final del entrenamiento ese día y todos cogimos nuestras cosas para irnos a cenar. Kimmalyn y FM dijeron que habían pillado un resfriado que llevaba días dando vueltas por la base, así que Cobb les sugirió que volvieran a su dormitorio y descansaran. Dijo que pediría a un asistente que les hiciera llevar allí la cena.

Oí todo aquello, pero sin hacerle mucho caso. Me senté, aturdida. M-Bot era una nave capaz de pensar, y de infiltrarse en nuestras comunicaciones con aparente facilidad. ¿Y si… y si lo que estaba reparando era un krell? ¿Por qué no me había parado a pensarlo nunca? ¿Cómo había podido estar tan ciega a lo que parecía una posibilidad evidente?

«Tiene cabina —pensé—, con cosas escritas en inglés. Instalaciones para un piloto. Y dice que no puede volar por su cuenta».

Pero eso podía ser un engaño, ¿verdad? Decía que no podía mentir, pero solo contaba con su palabra al respecto. Y además…

—¿Peonza? —dijo Cobb, deteniéndose cerca de mi pegabina—. ¿No estarás pillando ese resfriado tú también?

Negué con la cabeza.

—Es que es mucho que asimilar.

Cobb gruñó.

—Bueno, a lo mejor es todo un montón de escoria fría. La verdad es que, cuando perdimos el archivo, casi todo lo que se dice de los días antiguos son chismes.

—¿Le importa que contemos todo esto a Nedd? —le pregunté—. ¿Cuando vuelva?

—No va a volver —dijo Cobb—. La almirante lo ha retirado oficialmente de la lista de cadetes esta mañana.

—¿Cómo? —dije, levantándome, sorprendida—. ¿Ha pedido que lo retiren?

—No se ha presentado al servicio, Peonza.

—Pero… sus hermanos…

—Ser incapaz de controlar las emociones, incluido el desconsuelo, es señal de no estar capacitado para el deber. Por lo menos, eso opinan Férrea y los otros altos mandos de la FDD. Yo digo que es mejor que Nedd no vuelva. Ese chico era demasiado listo para esto, de todos modos.

Salió renqueando por la puerta.

Yo me hundí en el asiento. Así que de verdad habíamos pasado a ser solo seis. Y si ser incapaz de controlar las emociones te incapacitaba para el deber… ¿qué pasaba conmigo? Se me estaba amontonando todo encima. La pérdida de mis amigos, la preocupación por M-Bot, las voces que me susurraban al fondo de mi mente que, en realidad, era una cobarde.

Llevaba toda la vida luchando resentida, gritando a viva voz que sería piloto y que sería lo bastante buena. ¿Dónde había ido aquella confianza?

Siempre había supuesto que, cuando lo lograra, cuando por fin llegara a la escuela de vuelo, dejaría de sentirme tan sola.

Metí la mano en la mochila y saqué la radio.

—M-Bot, ¿estás ahí?

—Anillo de pendiente, operativo pero sin energía. Propulsores, no operativos. Hipermotor citónico, no operativo. —Calló un momento—. Eso era un sí, por si estabas confundida. Estoy aquí, porque no puedo ir a ningún otro sitio.

—¿Estabas escuchando la conversación?

—Sí.

—¿Y?

—Y debo reconocer que estaba haciendo unos cálculos sobre la probabilidad de que crezcan setas dentro de ese edificio, porque vuestra conversación era, como suele ocurrir con los humanos, un poco aburrida. ¡Pero no del todo! Así que deberías sentirte…

—M-Bot, ¿eres un krell?

—¿Qué? ¡No! Pues claro que no soy un krell. ¿Por qué ibas a pensar que lo soy? ¿Cómo puedes creer…? Espera, procesando. Ah. ¿Crees que, como soy una IA y es probable que ellos también lo sean, tenemos que ser la misma cosa?

—Tienes que reconocer que es sospechoso.

—Si pudiera ofenderme, me ofendería —dijo él—. Quizá debería empezar a llamarte vaca, dado que tienes cuatro extremidades, estás hecha de carne y tienes unas capacidades mentales biológicas rudimentarias.

—¿Lo sabrías si fueses un krell? —le pregunté—. Quizá lo hayas olvidado.

—Lo sabría —aseguró M-Bot.

—Has olvidado por qué viniste a Detritus —señalé—. Solo tienes una imagen de tu piloto, si es que es él de verdad. Apenas recuerdas nada sobre mi especie. Quizá no lo supiste nunca. Quizá tus bancos de memoria contengan solo lo que los krells saben de nosotros y te hayas inventado toda esta historia.

—Estoy escribiendo una nueva subrutina —dijo él— para expresar mi indignación en términos inequívocos. Me costará un poco completarla. Déjame unos minutos.

—M-Bot…

—Un momento. La paciencia es una virtud, Spensa.

Suspiré, pero empecé a recoger mis cosas. Me sentía hueca. Vacía. No asustada, por supuesto. Yo me bañaba en los fuegos de la destrucción y me deleitaba con los chillidos de los derrotados, no me asustaba.

Pero tal vez, muy en el fondo, estaba… inquieta. Que Nedd abandonara me había afectado más de lo que debería.

Me eché la mochila al hombro y le enganché la radio a un lado. La configuré para que se iluminara si M-Bot o algún otro intentaba contactar conmigo. No quería que saliera su voz de la radio mientras recorría los pasillos, aunque no tenía por qué preocuparme. El edificio estaba desierto. Cobb nos había soltado tarde y los demás escuadrones ya se habían ido a cenar. No vi a ningún policía militar ni personal de apoyo mientras caminaba despacio hacia la salida, con los pies pesados.

No estaba segura de poder seguir haciendo lo que hacía. Levantarme temprano y ponerme a trabajar en M-Bot. Cansarme con las clases cada día y luego volver caminando a la cueva por la noche. Dormir mal, soñando con la gente a la que había fallado o, aún peor, tener pesadillas en las que huía…

—¡Pssst!

Me detuve y miré la radio enganchada a un lado de mi mochila.

—¡Pssssssssssssssssssssst! ¡Spensa!

Miré hacia ambos lados del pasillo. A mi derecha… ¿estaba Kimmalyn, junto a una puerta, vestida de negro?

—¿Rara?

Me hizo gestos apremiantes para que me acercara. Fruncí el ceño, recelosa.

Entonces quise darme una patada a mí misma. «Serás cazurra. Pero si es Kimmalyn».

Fui hacia ella.

—¿Qué estás…?

—¡Chist! —me cortó, y entonces salió correteando pasillo abajo y escrutó al otro lado de una esquina. Me indicó por gestos que la siguiera y, más confundida que otra cosa, obedecí.

Lo repitió en un par de recodos de los pasillos vacíos. Incluso tuvimos que meternos en el lavabo, y me hizo esperar allí con ella, sin explicarme nada, hasta que por fin llegamos a un pasillo con muchas puertas. Los dormitorios de las chicas. Dos jóvenes a las que no conocía, vestidas con trajes de vuelo y el parche del Escuadrón Dragón Estelar, estaban charlando fuera de una habitación.

Kimmalyn me retuvo allí, agachada en la esquina, hasta que las dos chicas por fin se marcharon en el otro sentido. No se me escapó que Kimmalyn y yo habíamos llegado desde detrás, por la dirección opuesta al comedor. Entonces ¿Kimmalyn estaba enferma o no?

Cuando las dos chicas se marcharon, apareció por una puerta la cabeza de FM, con el pelo corto recogido hacia atrás con un pasador. Nos hizo un gesto apremiante con la mano. Kimmalyn corrió por el pasillo hacia ella y yo la seguí hasta meterme en su habitación.

FM cerró de un portazo y sonrió. El pequeño dormitorio estaba igual que lo recordaba, aunque habían retirado una cama cuando murió Marea. Quedaban, por lo tanto, una litera contra la pared izquierda y una sola cama contra la derecha. Entre las dos había un montón de mantas en el suelo, y sobre la cómoda vi dos bandejas de comida: cuencos de sopa humeante, con tofu de algas y gruesas rebanadas de pan. Pan de verdad. Con auténtica imitación de mantequilla.

Mi boca empezó a salivar.

—Hemos pedido que nos traigan más comida —dijo Kimmalyn—, pero han enviado sopa porque creen que estamos enfermas. Aun así, «No se puede pedir más cuando ya lo tienes», como decía la Santa.

—Quitaron una cama —añadió FM—, así que hemos amontonado unas mantas en el suelo. Lo complicado será usar los servicios, pero ayudaremos a que no te pillen.

Por fin lo comprendí. Habían fingido estar enfermas para que les llevaran la comida al dormitorio y poder compartirla. Me habían colado en su habitación y me habían preparado una «cama».

Estrellas. Me inundó la gratitud.

Iba a llorar.

Las guerreras no lloraban.

—Huy, pareces enfadada —dijo Kimmalyn—. No te enfades. ¡No estamos insinuando que seas demasiado débil para andar hasta tu cueva! Es que hemos pensado… ya sabes…

—Que te vendría bien un respiro —terminó la frase FM—. Hasta las grandes guerreras pueden tomarse un descanso de vez en cuando, ¿no, Peonza?

Asentí, pensando que quizá me fallara la voz si hablaba.

—¡Genial! —exclamó Kimmalyn—. Pues a comer. El subterfugio me da un hambre tremenda.