17
Mi designación es MB-1021, nave robótica integrada —dijo el caza. No solo hablaba; al parecer, lo difícil era que callara—. Pero los humanos preferís los «nombres» a las designaciones, por lo que se me suele llamar M-Bot. Soy una nave de reconocimiento y recuperación de largo alcance, diseñada para operaciones encubiertas y misiones en solitario sin apoyo en localizaciones del espacio profundo. Y…
La máquina dejó la frase en el aire.
—¿Y? —pregunté, apoltronada en la cabina, intentando deducir qué estrellas era aquella cosa.
—Y mis bancos de datos están corrompidos —dijo M-Bot—. No puedo recuperar información adicional. Ni siquiera puedo acceder a los parámetros de mi misión. El único registro que tengo es la orden más reciente que me dio mi amo: «Quédate en la sombra, M-Bot. Estudia la situación, no te metas en peleas y espérame aquí».
—Tu amo era tu piloto, ¿verdad? —pregunté.
—Correcto. El comandante Spears.
Me mostró una imagen borrosa, que reemplazó durante un momento los datos del escáner en el tablero de mandos. El tal comandante Spears era un hombre bastante joven y pulcro, de piel morena, que llevaba un uniforme bien planchado y desconocido para mí.
—No he oído hablar nunca de él —dije—. Y conozco a todos los pilotos famosos, incluso los de los tiempos de la yaya en la flota. ¿Qué pasaba con los krells cuando llegaste aquí? ¿Habían invadido ya la galaxia?
—No tengo ningún recuerdo de ese grupo, y la palabra «krell» no figura en mis bancos de memoria. —Calló un momento—. La velocidad de desintegración de los isótopos en mi núcleo de memoria indica que han transcurrido… ciento setenta y dos años desde que fui desactivado.
—Anda —dije—. La Desafiante y su flota se estrellaron en Detritus hace unos ochenta años, y la Guerra Krell empezó bastante tiempo antes de eso. —La yaya decía que la guerra llevaba en marcha desde mucho antes de que ella naciera.
—Teniendo en cuenta la esperanza de vida humana —dijo M-Bot—, no tengo más remedio que concluir que mi piloto ha perecido. Qué triste.
—¿Triste? —pregunté, intentando comprender todo aquello—. ¿Tienes emociones?
—Se me autoriza a mejorarme a mí mismo y reforzar mis circuitos de memoria independientemente para simular emociones orgánicas. Eso me permite interactuar mejor con los humanos, pero en realidad no estoy vivo. Mis subrutinas de angustia emocional indican que debería lamentar la pérdida de mi amo, pero los bancos de memoria donde estaban registrados tanto su apariencia como nuestras vivencias juntos están dañados. No recuerdo nada más que su nombre y la última orden que me dio.
—Quedarte en la sombra —repetí—, estudiar la situación y no meterte en peleas.
—La única parte de mis bancos de memoria que parece haber sobrevivido intacta, aparte de las rutinas básicas de personalidad y cosas como el uso general del lenguaje, es una base de datos abierta para registrar las formas de vida fúngicas de este planeta. Me encantaría poder rellenarla.
—¿Fúngicas?
—Setas. ¿Por casualidad tienes alguna que pueda categorizar?
—Eres un caza furtivo hiperavanzado que, vete a saber por qué, tiene incorporada una personalidad artificial… ¿y quieres que te traiga setas?
—Sí, por favor —dijo M-Bot—. Estudiar la situación. Es decir, categorizar las formas de vida locales. Estoy convencido de que se refería a eso.
—Yo no estoy tan segura —repuse—. Por la forma en que lo dices, parece que tenías que esconderte de algo. —Me incliné para asomarme por el lado y miré las alas del caza—. Tienes unos emisores de destructor gemelos enormes en cada ala, además de una torreta de lanza de luz debajo. Eso equivale en potencia de fuego a nuestras naves más grandes. Eres una nave de combate.
—Es evidente que no —dijo M-Bot—. Estoy aquí para categorizar hongos. ¿No has oído las últimas órdenes que recibí? Se supone que no debo meterme en peleas.
—Entonces ¿para qué tienes cañones?
—Para disparar a animales grandes y peligrosos que puedan amenazar mis especímenes de hongos —respondió M-Bot—. Evidentemente.
—Menuda idiotez.
—Soy una máquina, y en consecuencia mis conclusiones son lógicas, mientras las tuyas están sesgadas por la irracionalidad orgánica. —Hizo parpadear algunas luces del tablero de mandos—. Eso era una forma rebuscada de decir que la idiota eres tú, por si…
—Lo había entendido, gracias —dije.
—¡De nada!
Sonaba absolutamente sincero. Pero era… ¿cómo había dicho, una «nave robótica integrada», fuera lo que fuese eso? No estaba muy segura de cuánto podía confiar en su sinceridad.
Aun así, era una máquina con una memoria que, aunque estuviese dañada, se extendía centenares de años hacia atrás. Quizá contuviera la respuesta a las preguntas que nos habíamos hecho desde siempre. ¿Por qué no dejaban de atacarnos los krells? ¿Qué eran en realidad? Las únicas representaciones que teníamos de ellos eran reconstrucciones basadas en la armadura que llevaban, ya que nunca habíamos podido capturar a ninguno.
Era muy posible que en otros tiempos hubiéramos conocido las respuestas a aquellas preguntas, pero, si así era, las habíamos perdido ochenta años atrás. Poco después de estrellarse en Detritus, y suponiendo que estaban a salvo, la mayoría de los oficiales, científicos y ancianos de nuestra antigua flota se habían congregado en una caverna subterránea. Habían rescatado el viejo archivo electrónico de la Desafiante y convocado una reunión de emergencia. Fue entonces cuando cayó la primera aniquiladora, que destruyó nuestros archivos y, con ellos, a casi todos los mandos de la flota.
Lo que quedaba de nuestro pueblo se dividió en clanes según los puestos que ocupaban en las naves. Estaban los trabajadores de mantenimiento de motores, como la yaya y su familia. El equipo de cultivo hidropónico —granjeros venidos a más—, como los antepasados de Bim. Los soldados de infantería, como los de Marea. Habían aprendido, mediante un costoso procedimiento de prueba y error, que si se repartían en grupos pequeños, de menos de cien personas, los sensores krells no podían descubrir dónde se escondían en las cuevas.
Y tres generaciones más tarde, allí estábamos. Luchando para abrirnos paso poco a poco hacia la superficie, pero con unas lagunas inmensas en nuestros recuerdos y nuestra historia. ¿Y si yo pudiera llevar a la FDD el secreto definitivo, la solución para derrotar a los krells de una vez por todas?
Pero… era muy improbable que M-Bot tuviera esa respuesta. Al fin y al cabo, si las antiguas flotas humanas hubieran sabido cómo derrotar a los krells, no se habrían visto abocados casi a la extinción. Y aun así, seguro que había algunos secretos ocultos en la mente de aquella máquina.
—¿Puedes disparar tus armas? —pregunté.
—Se me ordenó evitar las peleas.
—Tú responde —insistí—. ¿Puedes disparar?
—No —dijo M-Bot—. Los sistemas de armamento están bloqueados fuera de mi control.
—Entonces ¿por qué te ordenó tu piloto que no te metieras en peleas? No eres capaz de pelear con nadie.
—En términos lógicos, no se requiere ser capaz de terminar una pelea para poder empezar una. Tengo permitido un mínimo de movimiento autónomo básico, y en teoría podría verme implicado por casualidad en alguna batalla o conflicto. Si ocurriera, sería desastroso yendo por mi cuenta, ya que necesito un piloto para casi todas las funciones importantes. Puedo asistir y diagnosticar, pero, dado que no estoy vivo, no se me puede confiar ningún sistema destructivo.
—Pero yo sí que podría disparar —dije.
—Por desgracia, los sistemas de armamento están desactivados por los daños que sufrieron.
—Estupendo. ¿Qué más está desactivado?
—¿Aparte de mis recuerdos? Propulsores, anillo de pendiente, hipermotor citónico, funciones de autorreparación, la lanza de luz y todas las funciones de movilidad. Además, mi ala parece estar doblada.
—Maravilloso. En otras palabras, todo.
—Mis capacidades de comunicación y el radar funcionan —matizó él—. Igual que el soporte vital de la cabina y los sensores de corto alcance.
—¿Y ya está?
—Parece… que ya está, sí. —Se quedó callado un momento—. No he podido evitar darme cuenta, gracias a los mencionados sensores de corto alcance, que obran en tu poder unas cuantas setas. ¿Serías tan amable de colocarlas en el analizador de mi cabina para catalogarlas?
Suspiré y me recliné en el asiento.
—Cuando te venga bien, por supuesto. Al ser un ente robótico, no dispongo de conceptos frágiles como la impaciencia humana.
«Vale, a ver, ¿qué hago?».
—Pero si no tardas mucho, mejor.
«Dudo de que pueda reparar este trasto yo sola —pensé—. ¿Debería ir a la FDD y decirles lo que he encontrado? Tendría que revelar que había robado la matriz de energía. Y por supuesto, ni de milagro me dejarían quedarme con la nave. Revelar su existencia a la FDD sería más o menos equivalente a ponerle un lazo a la nave y regalársela a la misma almirante que está haciendo todo lo posible por arruinarme la vida».
—Parecen unas setas bastante buenas.
No. Me negaba a entregar aquel descubrimiento a Férrea, por lo menos antes de pensármelo un poco más. Pero si pretendía reparar la nave, iba a necesitar ayuda.
—No es que requiera ningún tipo de apoyo moral, dado que mis emociones son meras simulaciones, pero me estás escuchando, ¿verdad?
—Te escucho —dije—. Es que estaba pensando.
—Eso es bueno. No me gustaría que me mantuviera alguien carente de funciones cerebrales.
En ese momento, tuve mi tercera idea espantosa en una cantidad inferior de días. Sonreí.
Quizá hubiera una manera de conseguir ayuda para las reparaciones. Alguien que tenía más «funciones cerebrales» que yo.
Aproximadamente una hora y media más tarde, superada con creces la hora del toque de queda, estaba colgando bocabajo de mi línea de luz fuera de la ventana de Gali, en el segundo piso de su complejo de apartamentos en Ígnea. Gali estaba durmiendo a pierna suelta en su camastro. Tenía su propia habitación, que, aunque era diminuta, a mí siempre me había parecido todo un lujo. Sus padres habían obtenido la calificación de ejemplares en las seis medidas paternas, y se les había concedido alojamiento para varios hijos, pero la ironía del destino había dictado que Gali fuese el único que acabaron teniendo.
Llamé con los nudillos en su ventana, mientras colgaba cabeza abajo en el exterior. Volví a llamar. Y luego otra vez, un poco más fuerte. Venga ya, no había pasado tanto tiempo desde la última vez que iba a buscarlo así.
El muy dormilón se incorporó por fin y el resplandor que entraba por la ventana, procedente de mi línea de luz, delineó su cara pálida y sus ojos amodorrados. Me miró parpadeando, pero no pareció nada sorprendido mientras se acercaba para deslizar la ventana hacia un lado.
—Hola —dijo—. Sí que has tardado.
—¿Tardado?
—En venir a intentar convencerme de que vuelva. Cosa que no voy a hacer. Tampoco es que lo tenga todo planeado, pero aún estoy seguro de que mi decisión de…
—Va, deja estar eso ya —susurré—. Coge el mono. Tengo que enseñarte una cosa.
Enarcó una ceja.
—Hablo en serio —dije—. Te van a salir volando las botas cuando lo veas.
El muy cretino se quedó apoyado en el alféizar, mirándome mientras yo colgaba bocabajo allí fuera, cosa que no resultaba nada fácil, por cierto.
—Es casi medianoche, Peonza.
—Merecerá la pena.
—Vas a llevarme a rastras a alguna caverna, ¿verdad? No volveré hasta las dos o las tres de la madrugada.
—Eso, con suerte.
Respiró hondo y cogió su mono.
—Eres consciente de ser la amiga más rara que he tenido nunca, ¿verdad?
—Venga, hombre. No me salgas ahora con que tienes más amigos.
—Es curioso —dijo él— que mis padres no me hayan dado ningún hermano y, aun así, no sé cómo, haya terminado con una hermana que no para de meterme en líos.
Sonreí.
—Nos vemos abajo —dije, pero me quedé un momento más—. Te saldrán. Volando. Las botas, Gali. Créeme.
—Que sí, que sí. Déjame un minuto para escabullirme de mis padres.
Cerró las cortinas y yo descendí a la calle, donde me puse a esperar con impaciencia.
Ígnea era un lugar extraño de noche. El aparataje funcionaba a todas horas, por supuesto. Allí, «día» y «noche» eran solo palabras, aunque seguíamos usándolas. Había un período de silencio obligatorio, durante el que los altavoces de la caverna no hacían ningún anuncio ni emitían discursos, y un toque de queda para todo quien no estuviese en el último turno. Pero nadie te prestaba atención si andabas por la calle sin meterte donde no te llamaban. En Ígnea se daba por sentado que todo el mundo estaba ocupado en algo útil.
Gali bajó a la calle, como había prometido, y caminamos juntos por la caverna, dejando atrás el mural de los mil pájaros volando, todos divididos en dos por una línea, con las dos mitades un poco desplazadas respecto a la otra. Los pájaros salían de un sol entre rojizo y anaranjado, que ni siquiera se alcanzaba a ver de tan arriba que estaba.
Los guardias nos dejaron salir a los túneles tras enseñarles nuestras insignias de cadete. Mientras recorríamos una de las rutas más fáciles, Gali me puso al día de lo que había estado haciendo las últimas semanas. Sus padres se alegraban de que hubiera abandonado la escuela de vuelo: todo el mundo sabía lo peligroso que era ser piloto.
—Están orgullosos, claro —dijo Gali, y gruñó al trepar por unos escombros junto a mí—. Todos me tratan muy raro cuando ven la insignia. Me refiero a que me escuchan cuando hablo, y me dicen que mis ideas son buenas… aunque no lo sean. Y la gente me cede el paso por la calle, como si fuese una persona importante.
—Lo eres.
—No, soy exactamente igual de importante que antes. —Negó con la cabeza—. Pero tengo una docena de ofertas de trabajo distintas esperándome, y me han dado dos meses para decidirme.
—¿Dos meses? —repetí, sorprendida—. ¿Sin trabajar ni ir a clase? ¿Dos meses de tiempo libre?
—Sí. La señora Vmeer no para de presionarme para que me dedique a la política.
—Política —dije, casi deteniéndome en el túnel—. ¿Tú?
—A mí me lo cuentas. —Suspiró y se sentó en una roca que había cerca—. Pero ¿y si tiene razón? ¿No debería hacerle caso? Todos dicen que la política es lo mejor que puedes hacer con tu vida. A lo mejor tendría que hacer lo que dicen.
—Pero ¿qué es lo que quieres tú?
—Anda, ¿ahora sí que te importa? —preguntó.
Hice una mueca y Gali apartó la mirada, poniéndose todo rojo.
—Perdona, Peonza. Eso no ha sido nada justo. Yo no he sido justo. Contigo, quiero decir. Fui yo quien decidió estudiar para el examen de piloto; tú no me obligaste. Y sí, tus sueños consumieron un poco los míos, pero eso es sobre todo porque yo no tenía ningún sueño. En realidad, no.
Se reclinó sobre la roca, con la espalda contra la pared, y miró el techo del túnel.
—No paro de pensar en que puede volver a ocurrir. ¿Y si me dejo emocionar por un empleo y luego resulta que soy un completo negado? Fracasé cuando intenté volar, ¿no? ¿Qué pasa si sigo fracasando?
—Gali —dije, cogiéndolo por el brazo—, el problema no es que vayas a estar mal preparado para lo que elijas. El problema es el mismo que ha sido siempre: que, sencillamente, eres demasiado bueno en demasiadas cosas distintas.
Alzó la mirada hacia mí.
—¿De verdad crees eso, Peonza?
—Pues claro. A ver, sí, decidiste que volar no era lo tuyo. Pero creo que, si tienes un defecto, no es que fracases demasiado a menudo. Es que te niegas a reconocer lo que vemos todos los demás. El hecho de que eres increíble.
Sonrió. Y ver sonreír a Gali me sentó de maravilla. Me recordó a nuestros tiempos de infancia, cuando una marginada y un niño del que abusaban los demás se habían hecho amigos contra todo pronóstico.
—Vas a meterme en algún otro embrollo, ¿verdad? —preguntó—. ¿En algún otro asunto absurdo?
Vacilé.
—Sí, es muy posible.
—Muy bien —dijo, levantándose—. Supongo que me apunto. Vamos a ver esa sorpresa que me tienes preparada.
Seguimos adelante, ascendiendo hasta que lo llevé por fin a un hueco que daba a la superficie. Lo guie hasta la entrada de mi hogar improvisado, hice que se agarrara a mí y nos bajé a los dos al interior, ya que, en fin, la probabilidad de que resbalara y cayera era bastante alta. No había mentido al decirle que se le daban muy bien un montón de cosas… pero lo había visto soltar no menos de ocho libros en sus propios pies mientras estudiábamos el año anterior.
—Espero que esto no tenga nada que ver con las ratas, Peonza —dijo cuando llegamos al suelo—. Sé que a ti te vuelven loca, pero…
Subí el brillo de mi línea de luz para que iluminara la nave. Como si nos hubiéramos coordinado para la revelación, M-Bot activó su tablero de mandos y sus luces de navegación. Ya había despejado buena parte de los escombros y, con las luces, la nave no tenía tan mal aspecto. Estaba averiada, sí, con un ala combada. Pero era distinta a primera vista de cualquier cosa que tuviéramos en la FDD.
Gali se la quedó mirando boquiabierto, con la mandíbula casi tocando el suelo.
—¿Y bien? —dije—. ¿Qué te parece?
A modo de respuesta, se sentó en un peñasco cercano y, sin dejar de mirar la nave, se quitó la bota derecha y la arrojó volando hacia atrás.
—Bueno, había dicho «botas», plural —comenté—. Pero me vale.