20
El día siguiente a la muerte de Marea y Bim, llegué tarde a clase de Cobb. Fue solo por cinco minutos, pero aun así fue la primera vez que llegaba tarde.
Todo daba la sensación de estar mal.
Tenía un recuerdo vago de haber regresado hundida a mi cueva el día anterior, de hacer caso omiso a M-Bot (Gali ya se había ido a casa) y de acurrucarme en mi cama de la cabina. Me había quedado allí tumbada, sin dormir pero deseando hacerlo. Pensando, pero deseando parar. Sin llorar, pero de algún modo deseando poder derramar lágrimas.
Ese día, nadie me regañó por llegar tarde. Cobb tampoco estaba aún en el aula, aunque casi todos los cadetes que quedaban ya se habían congregado. Todos excepto Kimmalyn, lo cual me preocupó. ¿Estaría bien?
Mis botas chirriaron contra el suelo cuando fui a mi cabina y me senté. No quería mirar los evidentes asientos vacíos, pero reprimir el impulso me hacía sentir como una cobarde, así que me obligué a centrar la mirada en el sitio de Marea. Dos días antes, había estado de pie a su lado, ayudándola a entender…
Apenas abría la boca nunca, pero, por algún motivo, el aula parecía mucho más silenciosa sin ella.
—Eh, Peonza —dijo Nedd—. Tú siempre estás hablando del honor, y de la gloria de morir como guerreros, y de gilipolleces por el estilo.
—Sí, ¿y qué?
—Que… —dijo Nedd—. Que a lo mejor, nos vendrían bien unas gilipolleces de esas ahora mismo.
Nedd se metió como pudo en su pegabina, en la que apenas cabía. Era el más alto de la clase, y además fornido. Siempre lo había considerado solo el más grandote de los dos compinches de Caracapullo, pero tenía más que eso. Un aire pensativo.
—¿Y bien? —preguntó.
—Eh… —dije yo, esforzándome por encontrar las palabras—. Ahora me parece todo un poco tonto.
No podía soltar una frase sobre la venganza. Ese día, no. Hacerlo sería como interpretar un papel en una historia de la yaya, pero estaba sintiendo la pérdida como algo muy real. ¿Convertía ese hecho mi convicción en solo bravuconadas? ¿Era una cobarde que me ocultaba tras tópicos agresivos?
Una auténtica guerrera se lo tomaría como algo normal. ¿De verdad pensaba que eran los últimos amigos que iba a perder?
FM salió de su cabina y vino hacia mí. Me dio un apretón en el hombro, un gesto sorprendentemente familiar viniendo de una chica a la que solo conocía un poco, a pesar de llevar ya un tiempo en el mismo escuadrón. ¿Cuál era su historia? Nunca había encontrado la forma de preguntarle.
Miré hacia el sitio de Bim, pensando en la incomodísima, aunque maravillosa, manera en que había intentado flirtear conmigo.
—¿Sabes dónde está Kimmalyn? —pregunté a FM.
—Se ha levantado y ha desayunado con nosotros —susurró la chica alta—, pero se ha metido en el lavabo de camino hacia clase. Quizá debería ir alguien a ver cómo está.
Antes de que pudiera levantarme, Caracapullo se había puesto de pie y estaba carraspeando. Nos miró a los cinco. FM y yo. Arcada, desplomada en su asiento. Ya no parecía considerar todo aquello como un juego. Arturo, sentado con las manos juntas, dándose rápidos golpecitos con un índice contra el otro, como si fuese una especie de tic nervioso. Nedd, sentado con los pies en alto, apoyados en el proyector holográfico de valor incalculable que había delante de su pegabina. Me fijé en que llevaba las botas desatadas.
—Supongo —dijo Caracapullo— que debería pronunciar unas palabras.
—Cómo no —susurró FM poniendo los ojos en blanco, aunque regresó a su cabina.
Caracapullo empezó a hablar con la voz tensa.
—El manual de protocolo de la FDD afirma que morir en la cabina, luchando para proteger nuestra tierra natal, es el regalo más valiente y grandioso que puede hacer una persona. Nuestros amigos, aunque se marcharon demasiado pronto, fueron modelos de los ideales Desafiantes.
Me percaté de que estaba leyendo. De notas que llevaba escritas… ¿en la mano?
—Los recordaremos como soldados —prosiguió Caracapuílo, que había levantado la mano y la tenía delante de él—. Si necesitáis orientación después de esta desgracia, o por cualquier motivo, como vuestro jefe de escuadrón, aquí me tenéis. Por favor, acudid a mí para que pueda haceros sentir mejor. Cargaré encantado con vuestro dolor para que podáis concentraros en vuestro entrenamiento para el vuelo. Gracias.
Se sentó. Y en fin, aquel había sido casi con toda certeza el discurso más bobo que había escuchado en la vida. Trataba más de él que de aquellos asientos vacíos. Pero supuse que… al menos, lo había intentado, ¿no?
Cobb por fin llegó cojeando por la puerta, con un taco de papeles en la mano y mascullando entre dientes.
—¡Posiciones de vuelo! —vociferó—. Hoy vamos a repasar las maniobras en tándem… otra vez. Sois tan chapuceros protegiéndoos unos a otros que me extrañaría no acabar viéndoos en un plato del comedor.
Nos quedamos todos mirándolo.
—¡Ya! —ladró.
Todos empezaron a ponerse las correas. Pero yo me levanté.
—¿Y ya está? —pregunté, irritada—. ¿No va a decir nada sobre ellos? ¿Ni sobre Bim, ni sobre Marea, ni sobre lo que la almirante hizo para…?
—La almirante no os ha hecho nada —me interrumpió Cobb—. A vuestros amigos los mataron los krells.
—¡No nos venga con esas! —estallé—. Si echa a un niño en la madriguera de un león, ¿de verdad puede culpar al león?
Me sostuvo la mirada, pero esa vez no tenía intención de recular. No estaba muy segura de lo que quería, pero al menos aquella emoción, sentirme furiosa con él, con la almirante, con la FDD, era mejor que el vacío.
Nos miramos furiosos hasta que la puerta se abrió con un chirrido y Kimmalyn entró en el aula. Aunque llevaba la larga melena oscura cepillada en rizos perfectos, como siempre, tenía los ojos hinchados y rojizos. Cobb la miró y abrió más los párpados, como si se sorprendiera de verla.
«Creía que iba a renunciar», comprendí.
Pero Kimmalyn, aun con los ojos llorosos y todo, alzó la barbilla.
Cobb hizo un gesto con la cabeza hacia el asiento de la chica y ella fue hacia él a zancadas, todo un modelo de aplomo Desafiante, y se sentó. En ese momento, parecía más guerrera ella que lo que yo había sido jamás.
Cuadré la mandíbula, me senté y me amarré. Machacar a Cobb no iba a aliviar mi furia contra la almirante. Necesitaba una esfera de control en la mano y un gatillo de destructor bajo el dedo. Seguro que por eso Cobb quería hacernos trabajar duro ese día, para que sudáramos, para qué quizá olvidáramos durante un ratito. Y… sí. Sí, yo estaba muy a favor de eso.
Sin embargo, Cobb no activó los proyectores. En vez de eso, cogió despacio una silla plegable, fue renqueando hasta el centro del aula y la extendió. Se sentó y juntó las manos por delante. Tuve que asomarme por el lado de mi pegabina para verlo, como casi todos los demás.
Parecía viejo. Más viejo de lo que merecía ser.
—Sé cómo os sentís —dijo—. Como si acabaran de trincharos un agujero en el cuerpo. Como si acabaran de arrancaros un cacho de carne que nunca volverá a crecer. Podéis funcionar, podéis volar, pero durante un tiempo iréis por ahí dejando un rastro de sangre.
»Debería deciros algo sobre la pérdida. Algo sabio. La vieja Mara, quien me enseñó a mí a volar, lo habría hecho. Pero está muerta. —Cobb negó con la cabeza—. A veces, no me siento un profesor. Me siento como un encargado de munición, recargando la artillería. Os meto en la cámara, os disparo al cielo y luego cojo otro cartucho…
Oírlo hablar así era desasosegador, antinatural. Como si un padre reconociera de repente que no sabía cómo era la sensación de amar. Todos habíamos escuchado historias sobre los instructores de vuelo. Viejos, canosos, dispuestos a arrancarte la cabeza de un bocado a la mínima, pero repletos hasta arriba de sabiduría.
Pero en ese momento, vi al hombre, no al instructor. Ese hombre tenía miedo y estaba turbado, y le dolía tanto perder a alumnos como a nosotros perder amigos. No era un veterano encallecido que tenía todas las respuestas. Era un hombre que, casi por casualidad, había sobrevivido el tiempo suficiente para llegar a profesor. Tenía que enseñarnos tanto las cosas que sabía como las que, a todas luces, aún no había terminado de comprender él mismo.
—Reclama las estrellas —dije.
Cobb alzó la mirada hacia mí.
—De niña —continué—, quería hacerme piloto para ser famosa. Y mi padre me dijo que tenía que aspirar a algo más elevado. Me dijo: «Reclama las estrellas».
Miré hacia arriba e intenté visualizar aquellas luces titilantes. Más allá del techo, en lo alto, al otro lado del cielo, atravesando el cinturón de cascotes. El lugar donde los Santos recibían las almas de los caídos al morir.
—Duele —dije—. Duele más de lo que pensaba que dolería. De Bím sabía muy poco, solo que le gustaba sonreír. Marea casi no podía ni entendernos. Pero se negaba a rendirse.
Por un instante, me pareció imaginarme a mí misma ascendiendo entre aquellas luces. Como la yaya me había enseñado a hacer. Sentí que todo caía por debajo de mí, que se alejaba. Lo único que podía ver eran esos puntos de luz moviéndose a mi alrededor por todas partes.
—Ahora están ahí arriba, en el cielo —dije con voz suave—. Entre las estrellas para siempre. Voy a reunirme con ellos. —Salí de sopetón del trance y, de pronto, volvía a estar en el aula con los demás—. Voy a ponerme las correas y voy a luchar. Así, cuando muera, por lo menos moriré en una cabina. Intentando alcanzar el cielo.
Los otros se quedaron muy quietos, provocando un silencio indeciso, como el que hay entre dos impactos de meteorito. Nedd ya no estaba apoltronado: se había incorporado en su asiento, me levantó el pulgar y asintió mirándome. Enfrente de mí, vi que Caracapullo tenía los ojos fijos en mí y el ceño fruncido.
—Muy bien —dijo Cobb, levantándose—. Dejemos de perder el tiempo. Poneos los cascos.
Cogí mi casco y me lo puse, sin hacer caso a la mirada fija de Caracapullo. Pero al instante di un salto y me quité el casco.
—¿Qué pasa? —preguntó Cobb, cojeando hacia mí.
—Los diodos están calientes —dije, palpándolos—. ¿Qué significa?
—Nada —dijo Cobb—. Probablemente.
—Eso no me tranquiliza mucho, Cobb. ¿Qué está ocurriendo?
Cobb bajó la voz.
—Unos médicos que se creen muy listos creen que pueden saber, a partir de un puñado de lecturas, si vas a… huir como hizo tu padre.
—Mi padre no…
—Cálmate. Demostraremos que se equivocan contigo a base de volar bien. Esa es tu mejor herramienta. ¿Puedes ponértelo? —Señaló el casco con el mentón.
—Sí. No es que queme, es solo que me ha sorprendido.
—Pues póntelo, y a trabajar.