31
Y mi vuelo con M-Bot, aunque había sido breve y casi lineal del todo, logró hacer sombra a las siguientes dos semanas de entrenamiento en el simulador.
Ejecuté una maniobra, persiguiendo a un caza krell por una serie de giros cerrados en torno a trozos de escombro, con Arcada a mi ala. Pero mi mente empezó a vagar. La nave krell escapó.
—¡Eh! —exclamó Kimmalyn mientras nos reagrupábamos—. ¿Lo habéis visto? ¡No me he estrellado!
Escuché la charla a medias, aún distraída.
—Yo sí que me he estrellado —reconoció FM—. Me he dado contra un cascote y he caído envuelta en llamas.
—¡No es culpa tuya! —dijo Kimmalyn—. Como decía siempre la Santa, el verdadero fracaso es elegir fracasar.
—Además, FM —intervino Arturo—, en el conteo total, sigues siendo la que menos veces se ha estrellado de todos.
—No tardaré en perder el puesto, como siga así —dijo FM.
—Hoy te has estrellado para ir de subversiva —acusó Arcada—, porque nadie lo espera de ti. Te rebelas contra ti misma.
FM rio con suavidad.
—Podríais hacer todos lo que nadie espera —dijo Jorgen por la línea general del escuadrón— y alinearos bien aunque sea una sola vez. Eso va por ti, Anfi.
—Vale, vale. —Arturo puso su nave en posición—. Aunque supongo que, en teoría, Jorgen se ha estrellado menos que tú, FM. Vuela solo la mitad de veces. Es difícil explotar cuando lo único que haces es quedarte por ahí protestando y dando órdenes.
—Como decía siempre la Santa —añadió Kimmalyn, con voz solemne—, el verdadero fracaso es elegir fracasar.
Jorgen no se defendió, aunque me pareció oír que hacía una inhalación brusca. Torcí el gesto. Era cierto que Jorgen acostumbraba a quedarse atrás y mirar cuando hacíamos los ejercicios, instruyéndonos en vez de volar él mismo. Pero quizá los demás se comportarían de otra forma si supieran que luego dedicaba las madrugadas a practicar por su cuenta.
De pronto, me sentí abochornada. El identificador de Jorgen y la forma en que lo trataban los demás eran, en parte, culpa mía. Y no se lo merecía. A ver, podía ser muy insufrible, pero intentaba hacerlo tan bien como podía.
Mientras Cobb volvía a enviarnos a otra ronda de combate aéreo, las palabras de Gali reflotaron desde el fondo de mi mente.
«¿Y qué pasa conmigo? ¿Yo soy un cobarde, Spensa?».
Estaba convencida de que no lo era. Pero había pasado toda la infancia aferrada a una sola norma, reforzada por las historias de la yaya. Las buenas personas eran valientes. Las malas personas eran cobardes. Yo sabía que mi padre había sido buena persona, por lo que me resultaba evidente que no podía haber huido. Fin de la historia. Ya podemos cerrar el libro.
Se me hacía cada vez más difícil ceñirme a aquella línea concreta entre el blanco y el negro. Había prometido a Arcada que no sería una cobarde. Pero ¿acaso algún cobarde pretendía desde un principio dar media vuelta y huir? Nunca había tenido ganas de escapar de una batalla, pero seguían sorprendiéndome las verdaderas emociones que se sentían al pilotar. Lo mucho que me había dolido perder a Bim y a Marea, lo abrumada que me encontraba a veces.
¿Era posible que algo parecido, durante un breve instante, hubiera provocado que mi padre se retirara? Y si él lo había hecho, ¿de verdad podía mantener la promesa de no ir a hacerlo yo también algún día?
Esquivé un cascote rodeándolo, pero estuve a punto de rozar el ala de Arcada.
—Venga, Peonza —dijo ella—. Cabeza en el juego. Ojo en la bola.
—¿La bola?
—Perdona, es una frase hecha de la liga.
—Yo no podía ir a muchos partidos. —A los trabajadores les daban entradas como recompensa por méritos especiales. Pero pensé que me convendría hablar de algo, para dejar de preocuparme tanto—. No tengo mucha idea de lo que hacíais. ¿Era algo con motos aerodeslizadoras? ¿Volabais?
—No exactamente —dijo Arcada mientras esquivábamos hacia un lado y el otro la nave krell que nos perseguía en aquel ejercicio—. La Liga de Cavabola se queda con los anillos de pendiente que son demasiado pequeños para elevar naves. Nuestras motos podían moverse en las tres dimensiones a intervalos cortos, pero a cada una se le asignaba una cantidad fija de tiempo de vuelo. Parte de la estrategia consiste en saber cuándo usarlo.
Sonaba nostálgica.
—¿Echas de menos jugar? —le pregunté.
—Un poco. Sobre todo, echo de menos a mi equipo. Pero esto es mejor. —Una ráfaga de fuego de destructor brilló a nuestro alrededor—. Más peligroso. Más emocionante.
Hicimos una esquiva en ola, separándonos en direcciones opuestas bajo un fuego intenso de destructor. Arcada siguió tras nuestro objetivo mientras yo regresaba de lo alto de mi bucle y disparaba a nuestro perseguidor para alejarlo.
Alcancé a Arcada en el siguiente viraje y me situé a su cola. Nuestro objetivo volaba muy muy bajo, a solo unos cien pies del suelo. Descendimos, levantando nubes de polvo gris azulado por detrás, y pasamos veloces junto a un antiguo escombro. Despojado de su piedra de pendiente mucho tiempo atrás, yacía expuesto como el esqueleto de una tumba profanada.
—Bueno —dijo Arcada mientras volábamos por valles, sin perder a nuestro objetivo—, ¿y qué me dices de ti? No hablas nunca de lo que hacías antes de la FDD.
—¿No teníamos que mantener «la cabeza en el juego»?
—Hum… excepto cuando tengo curiosidad por algo.
—Yo… cazaba ratas.
—¿Para alguna fábrica de proteínas?
—No. En solitario. Los exploradores de las fábricas tienen las cavernas inferiores despojadas casi del todo, así que me construí un arpón, exploré cuevas más alejadas y me dediqué a cazarlas por mi cuenta. Mi madre vendía la carne a cambio de tarjetas de solicitud a los trabajadores que volvían hacia casa.
—¡Hala! Qué brutal eres.
—¿Tú crees?
—Ya te digo.
Sonreí, animada al oírlo.
El krell viró y aceleró hacia arriba.
—Voy a entrar —informé, y pulsé el botón de sobrecarga. Me elevé en ángulo a enorme velocidad y mi línea de aceleración se puso al máximo.
«Esta noche —dije en mi mente al krell—, tus cenicientos restos se mezclarán con el polvo del planeta, ¡y tus gañidos de dolor resonarán en el viento!». Crucé la estela de la nave, lo bastante cerca como para activar el PMI y destruir su escudo.
Arcada pasó volando junto a mí y el fuego de su destructor sonó más alto que el estridente bocinazo que advertía de que mi escudo había caído. La nave krell estalló en añicos fundidos.
Arcada soltó un aullido, pero yo me sonrojé al recordar lo que había estado pensando. ¿Cenizas mezcladas con polvo y gañidos en el viento? Esas cosas, que antes tanto me habían emocionado, me empezaban a parecer… no tanto las palabras de una heroína como las de alguien intentando sonar heroica. Mi padre nunca había hablado así.
Mientras reactivaba mi escudo, se encendió una luz en el panel de comunicaciones, anunciando que Cobb había entrado en el canal.
—Bien hecho —dijo—. Vosotras dos estáis empezando a formar un buen equipo.
—Gracias, Cobb —respondí.
—Sería mejor si Peonza pudiera pasar tiempo con todos los demás —añadió Arcada—. Ya sabe, en vez de dormir en su cueva.
—Avísame cuando vayas a proponérselo a la almirante —dijo Cobb—. Para que pueda salir del edificio y no tenga que escuchar cómo te grita. Cambio y corto.
La luz se apagó y Arcada descendió con su nave para situarla al lado de la mía.
—La forma en que te trata esa mujer es ridícula, Peonza. De verdad eres brutal. Como esas cosas que dices siempre.
—Gracias —respondí. Noté que se me calentaban las mejillas—. Pero esas cosas ahora me dan un poco de vergüenza.
—No dejes que te afecten, Peonza. Sé quién eres.
«¿Y quién soy?». Miré hacia arriba, preguntándome si alguna vez la simulación creaba agujeros en los escombros, si alguna vez permitían mirar hasta el cielo más alto de todos.
Hicimos unos cuantos ejercicios más antes de que Jorgen nos llamara a formación. Nos quedamos flotando sin desplazarnos y miré el reloj del tablero de mandos. ¿Solo eran las 16.00? Aún nos quedaban varias horas más de entrenamiento. ¿Quizá Cobb iba a terminar pronto y enviarnos a pasar más tiempo en el centrifugador, como había hecho la víspera?
—Muy bien —dijo Cobb por la radio—. Estáis preparados para la siguiente lección.
—¿Podremos usar los destructores? —exclamó Kimmalyn.
Me eché adelante en el asiento para mirar hacia su cabina. Llevábamos semanas ya luchando con destructores.
—Perdón —dijo ella—. Me he emocionado.
Se materializó ante nosotros un bombardero krell. Su construcción era más robusta que la de las naves krells normales. Tenía la misma forma, pero en el centro, entre sus alas, transportaba una aniquiladora enorme. La bomba era incluso más grande que la propia nave. Me estremecí, recordando la última vez que había visto una de aquellas, la que Bim y yo habíamos perseguido.
Más lejos apareció una escena, un revoltijo de naves combatiendo, algunas krells y otras de la FDD.
—Nuestras baterías antiaéreas protegen un radio de ciento veinte kilómetros alrededor de Alta —dijo Cobb—. Las armas tienen que ser lo bastante grandes para alcanzar a las naves krells atravesando sus escudos, por no mencionar que deben poder partir los cascotes grandes para que se incineren al caer. Pero al ser tan grandes, su arco efectivo queda limitado. Son muy buenas disparando a objetos lejanos, pero no pueden dar a nada que esté demasiado cerca.
»Si los krells logran descender lo suficiente, hasta unos seiscientos pies de altitud, se sitúan por debajo del alcance de las armas grandes. Las plataformas de armas más pequeñas, que son con las que había entrenado Rara antes de esto, no tienen bastante potencia para penetrar en los escudos krells. Sin cazas que anulen los escudos enemigos, las armas pequeñas no tienen mucho que hacer.
La simulación resaltó una nave entre las muchas que luchaban en la lejanía. Otro bombardero.
—Los krells nos distraen con escaramuzas y escombros cayendo, y entonces suelen probar a colarnos un bombardero cargado con una aniquiladora —prosiguió Cobb—. Tenéis que estar siempre alertas, vigilantes, para informar de cualquier avistamiento de una aniquiladora. Y os advierto que ya han usado señuelos alguna vez.
—Informamos y entonces la derribamos, ¿verdad? —aventuró Arcada—. O mejor, ¿la derribamos primero y luego informamos?
—Si lo hacéis —dijo Cobb—, podría ser desastroso. Muchas veces, preparan las aniquiladoras para explotar si sufren daños. Como disparéis a una de esas cuando no debéis, podéis matar a docenas de compañeros pilotos.
—Ah —dijo Arcada.
—Solo la almirante, o el personal al mando en funciones, puede autorizar el ataque contra una aniquiladora —siguió explicando Cobb—. Muchas veces, podemos espantar al bombardero amenazándolo. Las aniquiladoras son valiosas y, por lo que alcanzamos a inferir, difíciles de producir. Si eso falla, la almirante envía un equipo de asalto especial para abatir el bombardero.
»Tened muchísimo cuidado, Ígnea está lo bastante lejos por debajo de la superficie para que solo un impacto directo justo encima pueda enviar una onda de choque a través de la piedra capaz de dañarla. Pero si destruimos una aniquiladora demasiado cerca, incluso a cuarenta o cincuenta kilómetros, Alta podría quedar anulada por la onda de corrosión que libera la bomba. Así que, si avistáis un bombardero, informáis de inmediato y dejáis que alguien con la experiencia, los datos y la autoridad suficientes decida qué hacer. ¿Entendido?
Se oyeron unos murmullos dispersos en torno al tema de «Entendido». Entonces, Jorgen nos hizo hablar uno por uno para dar nuestra confirmación verbal. Era posible que estuviéramos siendo un poco demasiado crueles con él, pero tirda, qué irritante podía ser.
—Estupendo —dijo Cobb—. Jefe de escuadrón, despliega a tu gente por este campo de batalla. Vamos a hacer unos cuantos escenarios para practicar el avistamiento, el informe y, sí, la destrucción de aniquiladoras. ¿Queréis adivinar cuántas veces vais a haceros explotar a vosotros mismos?
Resultó que nos hicimos explotar mucho.
Las prácticas con aniquiladoras eran de las más difíciles que habíamos hecho nunca. En nuestros primeros días de vuelo habíamos aprendido a hacer lo que se llamaba el repaso del piloto. Era una valoración rápida de todo lo que debíamos tener en mente mientras volábamos: indicadores del propulsor, instrumentos de navegación, altitud, canales de comunicación, compañeros de ala, compañeros de escuadrón, terreno… y una docena más de cosas.
Entrar en combate añadía a todo eso otro montón de factores que tener en cuenta. Órdenes del jefe de escuadrón o de la base Alta, tácticas, enemigos. Para un piloto, ser consciente de su situación era una de las partes del trabajo que más cansaban la mente.
Hacer todo eso sin dejar en ningún momento de buscar bombarderos… bueno, era duro. Extremadamente duro.
A veces Cobb nos metía en simulaciones de batalla enteras, de una hora de duración, sin enviar un solo bombardero. A veces enviaba siete, seis señuelos y uno real.
Los bombarderos eran muy lentos —su velocidad máxima era Mag 2—, pero transportaban una carga mortífera. Cuando estallaba una bomba, liberaba tres oleadas. La primera explosión se proyectaba hacia abajo, para penetrar en la roca y derrumbar o abrir al aire las cavernas. Después de esa, llegaba una segunda explosión de un extraño color verde negruzco. Esa corrosión alienígena podía exterminar la vida, provocando una reacción en cadena en la materia orgánica. La tercera explosión era una onda de choque que tenía por objeto empujar aquella terrible y ardiente luz verde hacia fuera.
Hicimos una simulación tras otra. Una y otra vez, alguno de nosotros hacía estallar la bomba demasiado pronto sin avisar a los demás de que sobrecargaran para huir, con lo que el escuadrón entero quedaba vaporizado. Otras muchas veces, errábamos al estimar lo cerca que estábamos de Alta, por lo que, cuando destruíamos el bombardero y hacíamos detonar la bomba, Cobb nos daba el nefasto informe: «Acabáis de cargaros a toda la población de Alta. Estoy muerto. Enhorabuena».
Tras una simulación particularmente frustrante, los seis terminamos en formación y vimos expandirse la enfermiza luz verde.
—Estoy…
—Está muerto —dijo FM—. Lo pillamos, Cobb. ¿Y qué se supone que tenemos que hacer? Si la bomba llega demasiado cerca de la ciudad, ¿tenemos alguna otra opción?
—No —respondió Cobb en voz baja—. No la tenéis.
—Pero…
—Si al final todo se reduce a destruir Alta pero salvar Ígnea —dijo Cobb—, Ígnea es más importante. No por nada enviamos una rotación de un tercio de nuestras naves, pilotos y altos mandos a las cavernas profundas. Quizá la FDD pueda sobrevivir si Alta cae. Pero sin el aparataje para construir naves nuevas, estamos acabados. De modo que, si la almirante lo ordena, tendréis que disparar a la bomba y detonarla, aunque al hacerlo destruyáis Alta.
Vimos reptar la luz verde en una esfera de destrucción cada vez más grande. Luego se disipó.
Cobb nos hizo volar en ejercicios hasta que me noté entumecida por el agotamiento y se ralentizó mi tiempo de reacción. Entonces nos obligó a hacerlo otra vez. Quería grabarnos a fuego en el cerebro la necesidad de vigilar siempre por si había bombarderos, sin importar lo cansados que estuviéramos.
Durante aquel último ejercicio, odié a Cobb más de lo que había odiado a nadie jamás. Incluso más que a la almirante.
Esa vez tampoco logramos detener la bomba. Reinicié mi posición y ocupé mi puesto en la rotación para empezar la siguiente pasada. Pero mi cubierta desapareció. Parpadeé, sorprendida de hallarme de nuevo en el mundo real. Los demás empezaron a quitarse los cascos y levantarse para hacer estiramientos. ¿Qué… qué hora sería?
—¿Es posible que haya reconocido esa última batalla, Cobb? —preguntó Arturo, poniéndose de pie—. ¿Era la Batalla de Trajerto?
—Con algunas modificaciones —dijo Cobb.
«Trajerto», pensé. Había tenido lugar unos cinco años antes, y en ella habíamos estado a punto de perder Alta. Un escuadrón krell se había infiltrado y destruido las baterías antiaéreas más pequeñas. Por suerte, un par de naves exploradoras de la FDD habían derribado la aniquiladora antes de que pudiera acercarse lo suficiente a Alta.
—¿Está utilizando batallas históricas para nuestras simulaciones? —pregunté, intentando sobreponerme a mi estupor.
—Pues claro que sí —dijo Cobb—. ¿Crees que tengo tiempo para crear estas simulaciones de la nada?
Me llamó la atención algo de todo aquello, pero estaba demasiado exhausta para saber qué era. Salí de mi pegabina, solté el casco en el asiento y me estiré. Tirda, tenía un hambre atroz, pero no había traído cena porque la siguiente remesa de carne de rata se estaba curando en mi cueva.
Me esperaba una caminata larga, cansada y famélica. Cogí la mochila, me la eché al hombro y salí del aula.
Arcada me alcanzó en el pasillo e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cercana zona de dormitorios. Leí su expresión. Podían fingir que estaban cansadas, llevar comida a la habitación…
Negué con la cabeza. No merecía la pena encolerizar a la almirante.
Arcada me tendió el puño.
—Eres brutal —susurró.
Hice acopio de energía para sonreír, levantar mi propio puño y marcharme.
Fui con paso pesado en dirección a la salida. Las otras aulas estaban a oscuras, excepto una, donde la instructora estaba aleccionando a otro escuadrón de cadetes.
—Los mejores pilotos pueden sacar su nave de un descenso descontrolado —dijo una voz de mujer que resonó en el pasillo—. Quizá vuestro primer impulso sea eyectaros, pero si queréis ser auténticos héroes, haréis todo lo posible para salvar vuestro anillo de pendiente. Un Desafiante protege al pueblo, no a sí mismo.
Venía a ser justo lo contrario de lo que nos había enseñado Cobb a nosotros.
De camino por el huerto, ya fuera de la base, vi la luz intermitente de mi radio. M-Bot quería hablar conmigo. Lo había convencido, no sin grandes esfuerzos, de que dejara de colarse en mi línea mientras entrenaba. Veía demasiado probable que alguien terminara oyéndonos.
—Hola —dije por la radio—. ¿Te aburres?
—No puedo aburrirme. —Calló un momento—. Pero debes saber que soy capaz de pensar a miles de veces la velocidad del cerebro humano, por lo que, según esa medida relativa, doce horas tuyas son mucho tiempo para mí. Mucho mucho tiempo.
Sonreí.
—Muuuuuuucho tiempo —añadió.
—¿Qué te ha parecido el entrenamiento de hoy?
—He tomado notas para revisarlas más a fondo —dijo él.
Casi todas las noches, repasaba con M-Bot las cosas que había hecho mal. Sus programas arrojaban unos análisis excelentes de mi forma de volar. Aunque muchas veces los comentarios de M-Bot podían ser poco halagadores, esas reuniones nocturnas se habían demostrado efectivas para ayudarme a matizar detalles de mi vuelo, y tenía la impresión de estar haciéndolo mejor que nunca.
No habíamos vuelto a salir al aire libre. Gali había desmontado los ConGravs y los escudos de la nave para descomponerlos y documentarlos. Era un trabajo en el que yo no tenía conocimientos para ayudar, pero no me importó, porque las prácticas me mantenían muy ocupada.
—De verdad necesitas ayuda contra los bombarderos —me dijo M-Bot—. Hoy has muerto o destruido la ciudad diecisiete veces, y has tenido un éxito completo en solo dos ocasiones.
—Gracias por recordármelo.
—Intento ser útil. Comprendo que la memoria humana es defectuosa e inconsistente.
Suspiré y salí del huerto, emprendiendo la parte más aburrida del trayecto hacia casa.
—Las batallas han sido interesantes —dijo M-Bot—. Me… alegro mucho de que hayas sobrevivido a algunas.
Un pie tras otro. ¿Quién habría pensado que estar sentada en una caja, moviendo solo las manos, pudiera cansarme tanto? Tenía la sensación de que un bárbaro me había arrancado el cerebro, lo había apaleado hasta matarlo y me lo había vuelto a meter bocabajo.
—Eres muy atractiva e inteligente —dijo M-Bot—. ¿Spensa? ¿Mi subrutina de apoyo moral está funcionando bien? Esto… eres bastante bípeda. Y muy efectiva convirtiendo oxígeno en dióxido de carbono, un gas esencial para la vida vegetal de…
—Es solo que estoy cansada, M-Bot. Hoy ha sido un día duro.
—¡Diecinueve batallas! Aunque cuatro de ellas eran la misma batalla girada sobre un eje distinto y presentada con unas pocas semillas de movimiento únicas para los enemigos.
—Sí, son combates históricos —expliqué—. Como nos ha dicho Cobb…
Me detuve de sopetón.
—¿Spensa? —preguntó él—. No sigo oyendo pasos. ¿Has dejado de ser bípeda temporalmente?
—Batallas históricas —dije, comprendiendo algo en lo que debería haber caído mucho antes—. ¿Tienen grabaciones de las batallas del pasado?
—Rastrean todas sus naves —señaló él—, y tienen registrados por escáner los movimientos del enemigo. Sospecho que recrean esos modelos tridimensionales para entrenamiento y análisis.
—¿Crees que… tendrán una grabación como esa de la Batalla de Alta? El combate en el que…
En el que mi padre había desertado.
—Seguro que la guardan en alguna parte —dijo M-Bot—. ¡Es la batalla más importante en la historia de tu pueblo! La fundación de… ¡Ah! ¡Tu padre!
—¿Puedes pensar a mil veces la velocidad del cerebro humano y te ha costado tanto deducir ese hecho tan sencillo?
—Ralentizo mis procesos para las conversaciones. Si concentro todo mi esfuerzo, tardas varios minutos de tiempo relativo en pronunciar una sola sílaba.
Supuse que tenía sentido.
—El registro de la batalla de mi padre. ¿Puedes… cogerlo? ¿Enseñármelo?
—Solo puedo interceptar lo que están emitiendo de forma activa —dijo él—. Parece que la FDD intenta minimizar la comunicación inalámbrica, para no atraer la atención de los ojos.
—¿Los qué? —pregunté.
—Los ojos. Eh… No tengo ni idea de lo que son. Hay una laguna en mis bancos de memoria justo ahí. Vaya. —El caza sonaba confundido de verdad—. Recuerdo esta cita: «Utilizad cables físicos para la transferencia de datos, evitad las emisiones y escudad los procesadores más rápidos. De otro modo, nos arriesgamos a llamar la atención de los ojos». Pero nada más. Qué curioso.
—Entonces, a lo mejor nuestras comunicaciones no son tan primitivas como dices siempre. Puede que solo sea que tienen cuidado.
Eché a andar de nuevo. La mochila me pesaba tanto como si estuviera llena de casquillos gastados.
—Sea como sea —dijo M-Bot—, cabe suponer que existirá un archivo en algún lugar de la base. Si tienen una grabación de la Batalla de Alta, sería el primer sitio donde yo buscaría.
Asentí. No sabía muy bien si sentirme emocionada o más alicaída por el conocimiento de que, teóricamente, podría ver la última batalla de mi padre. Comprobar por mí misma si de verdad desertó y tener… ¿qué? ¿Pruebas?
Seguí caminando con dificultades, intentando decidir si tenía el hambre suficiente para comer cuando llegara a la cueva o me limitaría a caer rendida. Cerca ya de la caverna, vi que volvía a parpadear la luz de mi radio.
Me la acerqué a la cabeza.
—Ya casi estoy, M-Bot. Puedes…
—… llamada general a las armas —dijo un operador—. La almirante ha convocado a todos los pilotos, cadetes incluidos, en la base para su posible despliegue. Repito: una invasión krell de setenta y cinco naves ha atravesado el campo de cascotes en 104,2-803-64.000. Todos los pilotos en activo tienen orden de formar para una llamada general a las armas. La almirante ha convocado a todos los pilotos…
Me quedé paralizada. Casi había olvidado el propósito inicial por el que Cobb me había dado una radio. Pero ¿tenía que ser justo ese día?
Apenas podía andar.
¿Setenta y cinco naves? ¿Tres cuartas partes de la máxima capacidad de vuelo krell? ¡Tirda!
Di media vuelta y miré el largo camino de vuelta que me separaba de Alta. Y entonces, letárgica, me obligué a ponerme al trote.