10
A la plataforma de lanzamiento?
¿Ya?
¿Después de un solo día de entrenamiento en vuelo?
Cobb dio un manotazo a un botón de su mesa y apagó todos nuestros emisores holográficos. No pude evitar preguntarme si aquello sería una especie de prueba, o de extraño ritual de iniciación, pero la palidez que había en el rostro de Cobb me convenció de lo contrario. Lo que estaba pasando no le hacía ninguna gracia.
¿En qué estrellas estaba pensando la almirante? Seguro… seguro que no haría matar a mi escuadrón entero para vengarse de que Cobb me hubiera admitido en la FDD, ¿verdad?
Salimos del aula de entrenamiento en un revoltijo informe.
—Gali —dije, poniéndome al paso de mi amigo mientras trotábamos pasillo abajo y las alarmas barritaban en la lejanía—. ¿Te puedes creer esto? ¿Algo de todo esto?
—No. Aún no puedo creer que esté aquí, Peonza. Cuando me llamaron y me dijeron la nota que había sacado, ¡creía que iban a acusarme de hacer trampa! Y entonces la almirante me dio un premio y nos hicimos unas fotos. Es casi tan increíble como que Cobb te dejara entrar después de…
—No te preocupes por eso —me apresuré a interrumpirlo. No quería que nadie oyera que mis circunstancias eran poco habituales.
Miré a un lado y encontré a Caracapullo corriendo a pocos pasos de distancia. Me miró con los ojos entornados. Maravilloso.
Salimos de la escuela de vuelo y nos congregamos en los peldaños de fuera mientras un escuadrón de naves estelares de clase Fresa se lanzaban al cielo. Eran uno de los escuadrones que estaban de servicio. Solía haber varios de ellos en todo momento, además de otro par de escuadrones a los que llamar en caso de emergencia.
Entonces ¿para qué nos necesitaban a nosotros? No lo comprendía.
Cobb salió del edificio y señaló hacia una fila de diez cazas de clase Poco que estaban en una plataforma de lanzamiento cercana. El personal de tierra estaba llevando escaleras hacia ellos.
—¡Paso ligero! —gritó Caracapullo—. ¡A vuestras naves! ¿Recordáis todos vuestro número?
Kimmalyn se detuvo de golpe.
—Eres el número seis, Rara —dijo Cobb.
—Hum, en realidad era Rauda, pero…
—¡Moveos, idiotas! —bramó Cobb—. ¡Tenéis vuestras órdenes!
Miró hacia el cielo. Hubo una sucesión de estallidos sónicos procedentes de las naves que habían despegado antes. Aunque ya estaban muy lejos, las explosiones hicieron temblar las ventanas.
Corrí hacia mi nave, subí por la escalera a la cabina abierta y me quedé quieta de golpe. Mi nave.
Un operario de tierra subió por la escalera detrás de mí.
—¿Vas a meterte? —preguntó.
Me sonrojé y salté al interior de la cabina.
Él me entregó un casco y se inclinó hacia dentro.
—Esta nave acaba de salir del taller. La usarás cuando se te ordene, pero no es tuya del todo. La compartirás con un cadete de otro escuadrón hasta que hayan abandonado los suficientes.
Me puse el casco y levanté el pulgar hacia él. El operario bajó al suelo y se llevó la escalera. La cubierta de mi cabina se cerró y se selló. Me quedé allí sentada en silencio, recobrando el aliento, y luego extendí el brazo y pulsé el botón que activaba el anillo de pendiente. El panel se iluminó y un zumbido vibró por toda la nave. Eso no había estado en la simulación.
Miré a un lado, hacia el comedor contra el que me había estrellado no hacía ni cuatro horas.
«No te pongas nerviosa. Acabas de hacer esto cien veces, Spensa».
Pero no podía evitar pensar en lo que habíamos hablado antes. En aquello de que a los cadetes que se estrellaban o se eyectaban, por tradición, no se les permitía graduarse…
Así el control de altitud y esperé órdenes. Entonces volví a sonrojarme y pulsé el botón azul que activaba la radio.
—¿… alguien hacerle señas, tal vez? —llegó la voz de Arturo a través de mi casco—. FM, ¿llegas a ver…?
—Aquí Peonza —dije—. Lo siento.
—De acuerdo, escuadrón —dijo Caracapullo—. Despegad, suave y fino, como hemos practicado. Derechos hacia arriba mil quinientos pies y manteneos ahí.
Cogí los mandos y noté que me atronaba el corazón en el pecho. Era la primera vez que iba a subir al cielo.
«Andando». Puse mi Poco en ascenso vertical. Y fue glorioso de verdad. La sensación de movimiento, la presión de la aceleración empujándome hacia abajo, la vista de la base encogiéndose por debajo de mí… el cielo abierto, dándome la bienvenida a casa…
Me nivelé en el preciso momento en que el altímetro indicó mil quinientos. Los demás se congregaron en fila a mis dos lados, con sus brillantes y azules anillos de pendiente bajo cada nave. En la distancia vi los estallidos de luz de la batalla.
—Paso lista —dijo Caracapullo.
Los nueve confirmamos que estábamos preparados y nos quedamos callados un momento.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté.
—Estoy pidiendo órdenes —dijo Caracapullo—. No sé en qué frecuencia se supone que…
—Aquí estoy —interrumpió la voz de Cobb por radio—. Bien hecho, cadetes. Es una línea casi perfecta del todo. Menos tú, Rara.
—Rauda, señor —dijo Kimmalyn. Y en efecto, su nave había ascendido unos cincuenta pies por encima de los otros—. Y… creo que voy a quedarme aquí tranquilita, cómoda y feliz de no haberme estampado contra nadie. Como dijo la Santa, «No pasa nada por equivocarse un poco de vez en cuando».
—Me parece bien —respondió Cobb—, pero tengo órdenes del Mando de Vuelo. Jefe de escuadrón, ascended a dos mil pies y luego acelerad a Mag 0,2 y salid, con cuidado, de encima de la ciudad. Ya os diré cuándo tenéis que parar.
—Bien —dijo Caracapullo—. Todos, dos mil y flotad, y esta vez quiero que lo claves, Rara.
—No hay problema, Caracapullo —respondió ella.
Nuestro jefe de escuadrón soltó un reniego entre dientes mientras ascendíamos más, tanto que la ciudad de debajo casi parecía de juguete. Aún veía los fogonazos en la lejanía, aunque los cascotes que caían eran un espectáculo más dinámico. Franjas de fuego rojo que dejaban estelas de humo y atravesaban el campo de batalla.
Obedeciendo la orden de Cobb, empujamos los aceleradores un poco hacia delante y activamos los propulsores. Y sin más, estaba volando, volando de verdad, por primera vez. No iba deprisa, y pasé casi todo el tiempo sudando y poniendo una cautela excesiva en todos mis movimientos. Pero una parte de mí seguía asombrada.
Por fin estaba ocurriendo.
Volamos hacia el campo de batalla, pero, antes de que hubiéramos llegado muy lejos, Cobb volvió a llamar por radio.
—Quedaos ahí, cadetes —dijo, con una voz que sonaba más relajada—. Me han dado más información. No vais a luchar. Un problema con los ascensores nos ha pillado con el culo al aire. Un escuadrón que tenía que estar en la reserva se ha quedado abajo.
»Os relevarán pronto. Hasta entonces, la almirante quiere que parezca que contamos con más refuerzos de los que tenemos en realidad. Os ha enviado a vosotros y a otro escuadrón de cadetes a flotar cerca del límite de la ciudad. Los krells no entrarán y no se arriesgarán a enfrentarse a lo que suponen que son naves frescas.
Asentí despacio, recordando una lección de la yaya. Toda la guerra se basa en el engaño, había dicho Sun Tzu. Cuando somos capaces de atacar, debemos parecer incapaces. Cuando estamos cerca, debemos hacer creer al enemigo que estamos muy lejos, y si estamos muy lejos, hay que hacerle creer que estamos cerca. Tenía sentido hacer volar un par de escuadrones falsos para preocupar a los krells.
—Señor —dijo Jorgen—, ¿puede contarnos qué está pasando en el campo de batalla? Para que estemos preparados, por si acaso.
Cobb gruñó.
—Aprobasteis todos el examen, así que imagino que podréis decirme la estrategia básica de ataque krell.
Empecé a responder, pero Arturo fue más rápido.
—Cuando empiezan a caer cascotes —dijo, hablando muy deprisa—, los krells suelen utilizarlo para encubrir sus signaturas en el radar. Vuelan bajo, por debajo del alcance de nuestras armas antiaéreas más potentes, e intentan aproximarse a Alta. Si llegan, pueden dejar caer una bomba aniquiladora.
Me estremecí. Una aniquiladora no solo vaporizaría a todo quien estuviera en Alta, con escudos o sin ellos, sino que también derrumbaría las cavernas de debajo, enterrando Ígnea y destruyendo el aparataje.
—Pero los krells no siempre llevan una aniquiladora —intervine—. Esas bombas tiene que llevarlas un bombardero especial que alcanza poca velocidad. Serán caras, o difíciles de producir, o lo que sea, porque los krells acostumbran a retirar el bombardero si se ve amenazado. La mayoría de las veces, los krells y la FDD combaten por los escombros que caen. Suelen contener piedra de pendiente recuperable, que podemos usar para construir más cazas estelares.
—Puede que tengas razón —dijo Arturo, en tono poco satisfecho—. Pero nos ha preguntado su estrategia básica. Su estrategia básica consiste en intentar destruir Alta.
—¡En tres de cada cuatro escaramuzas no aparece ni una sola aniquiladora! —exclamé—. Creemos que intentan desgastarnos, destruir tantas naves como puedan, ya que a nosotros nos cuesta más reemplazarlas que a los krells.
—Muy bien —nos interrumpió Cobb—. Ya os luciréis delante del otro más tarde. Sois los dos muy listos. Y ahora, a callar.
Me apoyé en el respaldo, sin saber muy bien si sentirme halagada o insultada. Parecía una mezcla frecuente de emociones al tratar con Cobb.
—En la batalla de hoy, nadie ha visto un bombardero de aniquiladora —dijo Cobb—. Eso no significa que no pueda acercarse ninguno, pero la lluvia de cascotes de hoy contiene un montón de maquinaria con anillos de pendiente antiguos.
«¡Ja!», pensé. Tenía yo razón. Miré a los lados, buscando a Arturo para regodearme, pero no logré distinguirlo en la alineación de naves.
—Señor —dijo Caracapullo—, hay una cosa que siempre me ha molestado de nuestra forma de pelear. Respondemos a lo que hacen los krells, ¿verdad? Cuando cae una lluvia de cascotes, salimos volando para comprobarla. Si encontramos a krells, nos enfrentamos a ellos.
—En general, sí —respondió Cobb.
—Por lo tanto, siempre dejamos que elijan ellos el campo de batalla —dijo Caracapullo—. Pero la forma de ganar una guerra es sorprender al enemigo. Mantenerlo desequilibrado. Hacerle creer que no vamos a atacar cuando es que sí, y viceversa.
—Alguien ha estado leyendo un poco demasiado a Sun Tzu —comentó Cobb—. El combatía en una época diferente, jefe de escuadrón, y con tácticas muy distintas.
—¿No deberíamos al menos intentar llevar la lucha a los krells? —preguntó Caracapullo—. ¿Atacar su base al otro lado del campo de escombros, dondequiera que esté? ¿Por qué no habla nadie de eso?
—Hay motivos —repuso Cobb—. Y no son para cadetes. Vosotros concentraos en vuestras órdenes actuales.
Fruncí el ceño al oírlo, reconociendo a regañadientes que Caracapullo había hecho buenas preguntas. Giré la cabeza para mirar hacia la acumulación verde que era Alta. Y pensé que había otra cosa que no encajaba. Cobb era un piloto experto, y Primer Ciudadano. Había volado en la Batalla de Alta. Si hacían falta reservas, o aunque fuese crear la ilusión de que existían, ¿por qué no había subido con nosotros?
Nos quedamos esperando en silencio varios minutos.
—Eh… —dijo Bim por la línea de comunicación—. ¿Me ayuda alguien a elegir un identificador?
—Eso —dijo Caracapullo—. A mí también me hace falta.
—Pensaba que el tuyo estaba decidido ya, Caracapullo —dijo Nedd.
—No podéis llamar con un insulto a vuestro jefe de escuadrón —objetó Caracapullo.
—¿Por qué no? —preguntó Arcada—. ¿Quién era aquella piloto tan famosa que tenía nombre de pedo o…?
—Viento Quebrado —dije yo—. Era Primera Ciudadana. Se ha jubilado hace poco, y era una piloto increíble. Ciento treinta muertes a lo largo de su carrera. Un promedio de veinte enfrentamientos al año.
—No pienso llamarme Caracapullo —dijo Caracapullo—. Es una orden.
—Como quieras —repuso FM—, Caracapullo.
Sonreí, mirando fuera de la cabina hacia la nave de FM, que estaba al lado de la mía. ¿Lo conocería de antes? Me daba la impresión de captar un atisbo de acento en la voz de la chica, el mismo que tenían los tres chicos. Acento de gente rica, de las cavernas inferiores. ¿Cuál sería la historia de FM?
Las luces continuaron centelleando en la distancia, y me descubrí anhelando asir la palanca, sobrecargar el propulsor y enviar mi nave como un rayo hacia la batalla. ¿Había pilotos luchando, tal vez muriendo, mientras yo me quedaba allí plantada? ¿Qué clase de guerrera era?
«La clase que se estrella en el comedor la primera vez que enciende los motores», pensé. Aun así, contemplé aquellas luces, intentando imaginar la batalla, y entrecerré los ojos para procurar vislumbrar una nave krell.
De todos modos, me sorprendió ver que había una volando hacia nosotros.
Había visto centenares de ilustraciones artísticas de sus naves. La que se nos acercaba era pequeña, bulbosa y con un extraño aspecto inacabado, arrastrando cables por detrás como colas. Tenía una cabina pequeña, opaca y negra. Casi todas las naves krells explotaban del todo al dañarlas o si se estrellaban, pero de algunas habíamos recuperado los restos calcinados de la armadura que llevaban. Pero nunca el cuerpo de un krell.
—¡Caracapullo! —grité.
—No me llames…
—¡Jorgen! ¡Jefe de escuadrón! ¡Lo que sea! Mira a tus once, unos doscientos pies por debajo. ¿Lo ves?
Él susurró una maldición.
Arcada dijo:
—¡Muy bien, nos toca jugar!
—Esto no es un juego, Arcada —dijo Caracapullo—. ¿Instructor Cobb?
—Aquí estoy. ¿Qué pasa?
—Nave krell, señor. Parece que ha volado por debajo del alcance de las baterías antiaéreas, y va en dirección a Alta.
Cobb tardó en responder. Yo me quedé sudando, con las manos en los controles, siguiendo aquella nave con la mirada.
—El Mando de Vuelo está al tanto —nos informó Cobb—. Vuestros reemplazos están subiendo a sus naves ahora mismo. No deberían tardar en llegar.
—¿Y si no son lo bastante rápidos? —pregunté—. ¿Y si esa nave lleva una aniquiladora?
—El Mando de Vuelo la ha identificado visualmente, Peonza —dijo Cobb—. No es un bombardero. Una sola nave no puede hacer tanto daño.
—Con el debido respeto, señor, no estoy de acuerdo —replicó Jorgen—. La base está escudada, pero la nave podría abrir fuego con destructores contra los granjeros y matarlos a decenas antes de que…
—Conozco las capacidades de los condenados krells, chico, muchas gracias. —Cobb respiró hondo—. ¿Está cerca?
—Sí, señor. Y sigue acercándose.
Silencio en la línea, y luego:
—Podéis enfrentaros a ella. Pero manteneos a la defensiva. No quiero filigranas, cadete. Quiero que la distraigáis hasta que despeguen los refuerzos.
Asentí, mientras me caía un sudor nervioso por los lados de la cabeza, bajo el casco. Me preparé para volar.
—¡Voy a ello, señor! —exclamó Caracapullo—. ¡Nedder, eres mi compañero de ala!
—Entendido, Jorg —dijo Nedd.
Dos naves abandonaron nuestra hilera. Y cuando quise darme cuenta, había llevado la mano al acelerador y estaba volando tras ellos.
—¡Peonza, vuelve a la fila! —ordenó Caracapullo.
—Me necesitáis —dije—. ¡Cuantos más seamos, más probable es que espantemos al bicho de vuelta hacia los auténticos guerreros!
—Y ella necesitará una compañera de ala —intervino Arcada, saliendo de la hilera y poniéndose a mi cola.
—¡No, no! —gritó Caracapullo—. ¡Que nadie más abandone la formación!
—Llévatela —ordenó Cobb—. Arcada y Peonza, vais con el jefe de escuadrón y su compañero de ala. Pero los demás, mantened la posición. No quiero que empecéis a estrellaros entre vosotros ahí arriba.
Caracapullo se quedó callado. Los cuatro, juntos, trazamos un rumbo de intercepción y ganamos velocidad, tratando de impedir que el caza enemigo se acercara demasiado a Alta. Me preocupaba que no lo alcanzáramos a tiempo, que pasara zumbando por delante de nuestras narices. Pero no tenía motivo para inquietarme tanto.
Porque en el momento en que nos acercamos lo suficiente, dio la vuelta y vino derecho hacia nosotros.