13

Tal y como esperaba, cuando llegué al edificio de entrenamiento a las 06.30, los policías militares no me impidieron ir directa a los servicios. Me lavé las manos y me quedé esperando a que no quedara dentro ninguna otra mujer. Entonces me desnudé deprisa, eché todas las prendas, interiores incluidas, en el compartimento para ropa y me metí en la cabina de limpieza, una máquina que tenía la forma aproximada de un ataúd, pero con un agujero en el extremo estrecho.

El ciclo duró menos de dos minutos, pero esperé a que el lavabo volviera a vaciarse antes de salir y recoger mi ropa, ya limpia. A las 06.50, ya estaba sentada con los demás en nuestra aula. Los otros charlaban animados sobre el desayuno que habían servido en el comedor, que había incluido auténtica panceta.

«Dejaré que mi ira arda en mi interior —pensé para reconfortarme—, ¡hasta el día en que explote y la venganza sea mía! Hasta entonces, que chisporrotee. Que chisporrotee como jugosa panceta en una sartén caliente…».

Tirda.

Por desgracia, había un problema más grave. Eran las 07.00 y quedaba una cabina de pega vacía. Gali volvía a llegar tarde. ¿Cómo estrellas podía haberse presentado temprano a clase cada día durante los últimos diez años y, aun así, ingeniárselas para llegar tarde nada menos que a la escuela de vuelo, dos veces seguidas?

Cobb entró renqueando, se detuvo junto al asiento de Gali y frunció el ceño. A los pocos momentos, el propio Gali oscureció el hueco de la puerta. Miré el reloj ansiosa, y volví otra vez la cabeza hacia Gali al caer en la cuenta de algo. Gali llevaba su mochila al hombro.

Cobb no abrió la boca. Se limitó a mirar a Gali a los ojos y asentir. Gali se volvió para marcharse.

—¿Qué pasa? —pregunté, poniéndome en pie de un salto—. ¿Qué pasa?

—Siempre hay uno —dijo Cobb—, el día siguiente a la primera batalla. Normalmente ocurre más avanzado el entrenamiento que en vuestro caso, pero siempre ocurre.

Incrédula, fui en persecución de Gali y salí a toda prisa al pasillo.

—¿Gali?

Él siguió andando.

—¿Gali? Pero ¿qué haces? —corrí hacia él—. ¿Te rindes después de una batallita de nada? ¡Ya sé que te afectó mucho, pero esto es nuestro sueño!

—No, Spensa —dijo él, deteniéndose por fin en el pasillo, desierto aparte de nosotros—. Esto es tu sueño. Yo solo me he dejado llevar.

—Es nuestro sueño. Tanto estudiar, tanto practicar… ¡La escuela de vuelo, Gali! ¡La escuela de vuelo!

—Me repites las palabras como si no pudiera oírte. —Sonrió—. Pero no soy yo quien no escucha.

Me quedé boquiabierta.

Él me dio una palmadita en el hombro.

—Quizá no esté siendo justo. La verdad es que siempre quise entrar. Es difícil no enredarse con la emoción cuando alguien próximo a ti tiene unos sueños tan grandiosos. Quería demostrarme a mí mismo que podía aprobar el examen. Y lo hice.

»Pero entonces fui allá arriba, Spensa, y pude sentir cómo era en realidad. Cuando esos destructores me dieron, lo supe. No iba a poder hacer eso cada día. Lo siento, Spensa. Yo no soy piloto.

Aquellas palabras no tenían el menor sentido para mí. Incluso los sonidos se me hacían extraños al salir de su boca, como si de algún modo hubiera pasado a hablar en un idioma extranjero.

—Me lo he estado pensando toda la noche —prosiguió, en tono abatido—. Pero lo sé seguro, Spensa. En el fondo, siempre he sabido que no estaba hecho para el combate. Ojalá supiera lo que debo hacer ahora. Aprobar el examen siempre fue el objetivo final para mí, ¿sabes?

—Vas a abandonar —dije—. A rendirte. A huir.

Se encogió al oírlo, y de pronto me sentí fatal.

—No todo el mundo tiene que hacerse piloto, Spensa —dijo—. Hay otros trabajos que también son importantes.

—Es lo que nos dicen. No se lo creen ni ellos.

—Puede que tengas razón. No lo sé. Supongo que… necesito pensar en esto un poco más. ¿Existe algún empleo en el que solo haya que hacer exámenes? Resulta que esa parte se me da de maravilla.

Me dio un abrazo breve, durante el cual a grandes rasgos estuve allí de pie sin más, anonadada, y se marchó. Me lo quedé mirando un largo rato, hasta que Cobb salió a buscarme.

—Como tardes más en volver, cadete —dijo—, tendré que anotar que llegas tarde.

—No puedo creer que lo haya dejado marchar.

—Una parte de mi trabajo consiste en identificar quiénes de vosotros seréis más útiles aquí abajo, en vez de haceros matar allí arriba. —Me dio un suave empujón hacia el aula—. El suyo no será el único asiento que se quede vacío antes de que este escuadrón se gradúe. Andando.

Regresé al aula y entré en mi pegabina mientras mi mente repasaba las implicaciones de las palabras de Cobb. El instructor había parecido casi contento de despedirse de uno de nosotros. ¿A cuántos alumnos habría visto derribar?

—Muy bien —dijo Cobb—. A ver qué recordáis de ayer. Poneos las correas y los cascos y activad los proyectores holográficos. Jefe de escuadrón, llévalos al aire y demuéstrame que no se te ha salido todo por las orejas y ha manchado la almohada. Luego, quizá pueda enseñaros a empezar a volar de verdad.

—¿Y el armamento? —preguntó Bim, ansioso.

—Tirda, ni hablar —repuso Cobb—. Solo serviría para que os dispararais entre vosotros sin querer. Primero, los fundamentos.

—¿Y si estamos en el aire y nos toca volver a luchar? —preguntó Arturo. Yo seguía sin tener ni idea de cómo se pronunciaba su identificador. ¿Anfibia? Era algo parecido, ¿verdad?

—En ese caso —dijo Cobb—, tendréis que confiar en que Rara los derribe a todos, chico. ¡Basta de cháchara! ¡Os he dado una orden, cadetes!

Me puse las correas y activé el dispositivo, pero eché una última mirada al asiento vacío de Gali mientras el holograma cobraba forma a mi alrededor.

Dedicamos la mañana entera a practicar cómo girar a la vez.

Pilotar un caza estelar no era como llevar un viejo aeroplano de los que utilizaban algunos otros clanes. Nuestras naves no solo tenían anillos de pendiente que nos mantenían en el aire, sin importar la velocidad que lleváramos o su ausencia. Los cazas estelares contaban con unos poderosos dispositivos llamados turbinas atmosféricas, que nos dejaban mucho menos sometidos al capricho de la resistencia del aire.

Nuestras alas seguían teniendo sus usos, y la presencia de atmósfera podía sernos favorable por muchos motivos. Podíamos efectuar un viraje normal con caída de ala, escorando nuestra nave y girando como un pájaro. Pero también podíamos ejecutar algunas maniobras propias de una nave estelar, como limitarnos a hacer rotar la nave en la dirección deseada y propulsarnos en esa dirección.

La diferencia se me grabó a fuego en la mente a medida que fuimos repitiendo ambas maniobras una y otra y otra vez, hasta que casi, solo casi, me harté de volar.

Bim no dejó de preguntar sobre las armas. El chico de pelo azul tenía un espíritu entusiasta, genuino, cosa que me gustaba. Pero no compartía sus prisas por disparar las armas; si algún día quería volar mejor que Caracapullo, tenía que aprender los conceptos básicos. Girar mal era precisamente lo que me había entorpecido en la escaramuza del día anterior. De modo que, si Cobb quería que virara, yo viraría. Viraría hasta que me sangrasen los dedos, hasta que se me desprendiera la carne empezando por las manos y quedase de mí solo un esqueleto.

Un esqueleto que sabría virar muy, pero que muy bien.

Volé en formación hacia la izquierda, pero entonces descendí de sopetón por acto reflejo cuando Arcada rotó demasiado sobre su eje y se desvió en mi dirección. Chocó contra FM, cuyo escudo invisible detuvo el golpe. Pero FM no sabía lo suficiente para compensar el empujón y salió despedida y descontrolada en sentido opuesto.

Las dos cayeron y se estrellaron contra la superficie rocosa con sendas explosiones gemelas.

—Tirda —dijo FM. Y eso que era una estirada, con sus hebillas doradas en las botas y su peinado a la moda.

Arcada, en cambio, se limitó a echarse a reír. Lo hacía mucho; quizá disfrutara un poco demasiado.

—¡Hala! —exclamó—. Eso sí que ha sido una explosión. ¿Cuántos puntos me llevo por hacer eso, Cobb?

—¿Puntos? ¿Crees que esto es un juego, cadete?

—La vida es un juego —dijo Arcada.

—Bueno, pues acabáis de perder todos vuestros puntos y morir —replicó Cobb—. Si caéis girando sin control de esa forma, eyectaos.

—Eh… ¿Cómo se hacía eso? —preguntó Nedd.

—¿En serio, Nedd? —dijo Arturo—. Lo repasamos ayer mismo. Mira la palanca que tienes entre las piernas. ¿Ves esa E enorme que tiene? ¿Qué crees que significa?

—Creía que significaba «emergencia».

—¿Y qué haces cuando hay una emergencia en un caza? Te…

—Te llamo —dijo Nedd—. Y te pregunto: «Oye, Arturo, ¿dónde está la tirdosa palanca de eyección?».

Arturo suspiró. Yo sonreí y miré hacia la siguiente nave de la formación, aunque a duras penas pude distinguir a la chica que había dentro. Era Marea, con su tatuaje visible incluso con el casco puesto. Apartó la mirada al instante. Ni siquiera una sonrisa.

«Pues muy bien».

—Volved a la base —nos ordenó Cobb—. Ya casi es hora de comer.

—¿Que volvamos a la base? —protestó Bim—. ¿No podemos apagar los hologramas, irnos a zampar y ya está?

—Claro. Apágalo, vete a zampar y luego sigue andando hasta el lugar del que vienes, porque no hoy tiempo que perder con cadetes que se niegan a practicar el aterrizaje.

—Esto… perdón, señor.

—No desperdicies ondas de radio disculpándote, cadete. Obedece las órdenes y punto.

—Vale, escuadrón —dijo Caracapullo—. Formación estándar, escorad hacia rumbo 165.

Obedecimos, maniobrando hasta volver a formar una hilera, y volamos en dirección a la versión virtual de Alta.

—Cobb —dije—, ¿vamos a practicar la forma de recuperarnos de un descenso descontrolado?

—Otra vez no, por favor —respondió—. Os veréis muy pocas veces en esa situación, así que, si os pasa, quiero que estéis bien entrenados para tirar de esa palanca de eyección. No os hace falta distraeros con esas bravuconadas de salvar la nave.

—Pero ¿y si pudiéramos haberla salvado, señor? —preguntó Jorgen—. ¿Un buen piloto no debería hacer todo lo posible para proteger su anillo de pendiente? Son tan valiosos que la tradición dicta que…

—A mí no me cites la dichosa tradición —restalló Cobb—. Necesitamos buenos pilotos tanto como necesitamos anillos de pendiente. Si estáis en descenso descontrolado, os eyectáis. ¿Queda claro?

Algunos otros dieron confirmaciones verbales. Yo no. Cobb no había dicho nada que contradijera el hecho más importante de todos: que si un cadete se eyectaba y destruía su nave, nunca más volvería a volar. Quizá cuando ya fuese piloto de pleno derecho, me plantearía eyectarme, pero de momento no tenía intención de tirar de esa palanca jamás.

Que me arrebataran todo aquello vendría a ser lo mismo que morir, de todos modos.

Aterrizamos y los hologramas se desactivaron. Los demás salieron en tropel del aula hacia el comedor, riendo juntos sobre lo espectaculares que habían sido las explosiones de FM y Arcada. Kimmalyn me vio rezagada en el aula e intentó parar, pero Cobb la dirigió con suavidad hacia el pasillo con los demás.

—Ya les he explicado la situación —me dijo, deteniéndose en el umbral—. Según los ascensores, anoche no bajaste a Ígnea, ¿verdad?

—Esto… Conozco una cueva pequeña que está como a media hora andando desde el pueblo. Pensé que ganaría tiempo quedándome allí. Llevo toda la vida buscando comida en los túneles. Allí estoy cómoda.

—Como tú veas. ¿Hoy te has traído comida?

Negué con la cabeza.

—De ahora en adelante, tráete. No quiero que el hambre te distraiga del entrenamiento.

Y se marchó. Al poco tiempo, empecé a oír voces lejanas. Risas que resonaban desde el comedor.

Se me ocurrió entrenar un poco más, pero no estaba segura de que se me permitiera usar las máquinas sin supervisión. Pero no podía quedarme una hora allí sentada escuchando, así que decidí dar un paseo. Era raro lo agotada que podía dejarme volar y, al mismo tiempo, la cantidad de energía nerviosa que tenía de estar tanto tiempo sentada.

Salí del edificio de entrenamiento después de fijarme en los dos policías militares que estaban apostados en el pasillo. ¿De verdad los habían colocado allí solo para impedir que cogiera algo del comedor? Serían muchos recursos destinados a que la almirante satisficiera su rivalidad con una insignificante cadete. Pero por otra parte, si te metías en una pelea, debías luchar para ganar, y eso tenía que respetarlo.

Salí de la base de la FDD y fui al huerto de frutales que había al otro lado de la muralla. Aunque había trabajadores ocupándose de los árboles, caminaban entre ellos otras personas uniformadas, y había bancos a lo largo del camino. Al parecer, no era la única a quien le gustaba la presencia de auténtica vida vegetal. No hongos ni musgo, sino árboles de verdad. Pasé más de cinco minutos tocando las cortezas y tirando de las hojas, medio convencida de que todo estaría hecho de algún plástico muy realista.

Luego lo dejé y alcé la mirada hacia el campo de escombros. Como siempre, alcancé a distinguir inmensas pautas, grises apagados y líneas en el cielo, pero estaba demasiado lejos para ver nada concreto. Había una cieluz moviéndose recta, tan brillante que no podía mirarla directamente sin que me lloraran los ojos.

No vislumbré ningún agujero entre los escombros. Aquel día, con mi padre, fue la única vez que había visto el espacio en sí. Allí arriba había demasiadas capas de basura, orbitando en distintos recorridos.

¿Cómo habrían sido las personas que construyeron todo aquello? Algunos niños de mi clan decían en susurros que, en realidad, Detritus era la antigua Tierra, pero mi padre se había echado a reír al oírlo. Por lo visto, el planeta era con mucho demasiado pequeño, y teníamos mapas de la Tierra que no encajaban con Detritus.

Pero habían sido seres humanos, o por lo menos habían empleado nuestro idioma. La generación de la yaya, la tripulación de la Desafiante y su flota, había sabido que Detritus estaba allí. Habían llegado por voluntad propia al viejo planeta abandonado. Para esconderse, aunque el aterrizaje terminara resultando mucho más destructivo de lo que pretendían. Traté de imaginar cómo habría sido para ellos. Abandonar el cielo, abandonar sus naves, verse obligados a dividirse en clanes y esconderse. ¿Había sido tan raro para ellos alzar la mirada y ver el techo de una caverna como lo era para mí ver el cielo?

Seguí vagando por los caminos del huerto. Los trabajadores de allí arriba tenían una especie de áspera cordialidad. Me sonreían al pasar. Algunos me hacían un saludo rápido e informal. Me pregunté cómo reaccionarían si se enteraran de que yo era la hija de Perseguidor, el infame cobarde.

Al rodear el huerto para volver hacia el aula, pasé junto a varias personas con trajes y faldas que estaban haciendo una visita oficial a los huertos. Llevaban la clase de ropa que se veía en los supervisores de abajo: gente rica en méritos que se había mudado a las cavernas profundas, las residencias más seguras y mejor protegidas, que quizá pudieran sobrevivir a la detonación de una bomba. Gente como Jorgen y sus compinches.

Parecían demasiado… limpios.

Mientras me alejaba, me fijé en una cosa curiosa: entre el huerto y la base había una hilera de pequeños garajes para vehículos. Uno tenía la puerta levantada y en su interior se veía el aerodeslizador de Jorgen. Eché un vistazo dentro y me fijé en el cromo bruñido y la pintura de tonos azules claros. Bonito, de líneas suaves y evidentemente caro. ¿Por qué guardarlo allí, fuera de la base?

«Seguro que no quiere que los demás cadetes le pidan que los lleve», pensé. Resistí el impulso de hacerle alguna canallada. Por los pelos.

Crucé la entrada y llegué a nuestra aula de entrenamiento antes que los demás. Fui directa a mi asiento, sintiendo que ya había pasado demasiado tiempo fuera de una cabina. Me senté y suspiré, contenta. Miré a un lado y vi que había alguien observándome.

Di tal salto que casi me golpeé contra el techo. Al entrar no había visto a Marea, que estaba junto a la pared. Su verdadero nombre era Magma, o Magna, no me acordaba bien. A juzgar por la bandeja que había en la repisa junto a la chica vicíense, se había llevado la comida al aula y se la había comido a solas.

—Hola —dije—. ¿Qué os han puesto hoy? Huele a salsa. ¿Estofado de pasta de algas? ¿Puré de patatas? ¿Filetes de cerdo? No te preocupes, podré soportarlo. Soy una soldado. Dímelo sin miramientos.

Ella se limitó a apartar la mirada, con el rostro impasible.

—Los tuyos descendéis de marines, ¿verdad? —pregunté—. ¿A bordo de la Desafiante? Mis antepasados también estaban en la nave insignia. Eran los técnicos de motores. A lo mejor, nuestros bisabuelos se conocían.

No me respondió.

Apreté los dientes y salí del asiento. Me planté delante de ella, obligándola a mirarme a los ojos.

—¿Tienes algún problema conmigo? —pregunté con brusquedad.

Marea se encogió de hombros.

—Bueno, pues resuélvelo —le dije.

Volvió a encogerse de hombros.

Le di con el dedo en la clavícula.

—No me provoques. Me da igual lo temible que sea la reputación de los vicienses; no me iré a ninguna parte que no sea hacia arriba. Y me da igual si tengo que pisar tu cadáver para llegar hasta allí.

Di media vuelta, regresé a mi pegabina y me metí, sintiéndome satisfecha. Tendría que darle a Caracapullo un poco de aquello mismo. Spensa la guerrera. Sí… sentaba bien.

Los demás terminaron regresando al aula y ocuparon sus puestos. Kimmalyn vino hacia mí con paso furtivo. Su cabello largo, rizado y oscuro se meció cuando miró primero a un lado y luego al otro, como si quisiera comprobar que no la miraba nadie.

Dejó caer un rollito en mi regazo.

—Cobb nos ha dicho que se te ha olvidado traerte comida —susurró. Entonces enderezó la espalda y se apartó mientras hablaba en voz alta—. ¡Qué vista tan bonita del cielo tenemos! Como decía siempre la Santa: «¡Menos mal que hay luz durante el día, o no podríamos ver lo bonito que es!».

Cobb le lanzó una mirada y luego puso los ojos en blanco.

—Amarraos —ordenó al grupo—. Hoy vamos a aprender algo nuevo.

—¿Armas? —preguntó Arcada, entusiasta. Bim asintió con la cabeza mientras se metía en su cabina.

—No —dijo Cobb—. Giros. Pero en la otra dirección. —Lo dijo en un tono serio del todo y, cuando solté una risita, me fulminó con la mirada—. No era broma. Yo no hago bromas.

«Ya lo creo que no».

—Antes de que encendamos los hologramas —siguió diciendo Cobb—, se supone que debo preguntaros qué sentimientos os despierta vuestra instrucción hasta el momento.

—¿Cómo? —preguntó Nedd, mientras embutía su corpachón en su cabina—. ¿Nuestros sentimientos?

—Sí, vuestros sentimientos, ¿qué pasa?

—Es que… me sorprende, Cobb —dijo Nedd.

—¡Hacer preguntas y escuchar es una parte importantísima de una docencia efectiva, Nedder! Así que cierra el pico y déjame que siga con esto.

—Esto… sí, señor.

—¡Jefe de escuadrón! ¿Cómo te ves? —dijo Cobb.

—Confiado, señor. Tenemos a un grupo muy dispar, pero creo que podemos enseñarles. Con su experiencia y mi…

—Me vale —lo interrumpió Cobb—. ¿Nedder?

—Ahora mismo, me siento un poco confuso —dijo Nedd—. Y creo que he comido demasiadas enchiladas.

—¡Arcada!

—Aburrida, señor —dijo ella—. ¿Podemos volver ya al juego?

—¡Nombre-ridículo-de-dragón-de-dos-cabezas!

—¡Anfisbena, señor! —exclamó Arturo—. La verdad es que las actividades de hoy no me han atraído mucho, pero supongo que practicar las maniobras básicas demostrará su utilidad.

—Se aburre —dijo Cobb, escribiendo en su tablilla—, y se cree más listo de lo que es. ¡Rara!

—¡De rechupete!

—Los pilotos nunca estamos de rechupete, chica. Estamos animosos.

—O bien —añadí yo—, muy energizados por la perspectiva de llevar la muerte a los enemigos a medida que se presenten.

—También —dijo Cobb—, si son unos psicóticos. Marea.

—Bien —susurró la chica tatuada.

—¡En voz alta, cadete!

—Bien.

—¿Y qué más? Aquí hay tres líneas. Algo tendré que escribir.

—No… no encuentra… muy molestia —dijo ella, con mucho acento en la voz—. Bien. Bastante bien, ¿sí?

Cobb levantó la mirada de su tablilla y entrecerró los ojos. Luego apuntó algo.

Marea se ruborizó y bajó los ojos.

«No habla nuestro idioma —comprendí—. Tirda. Soy imbécil». Las antiguas naves habían tenido representación de distintas culturas de la Tierra, así que por supuesto que habría grupos que, después de tres generaciones ocultándose en clanes aislados, no hablaran mi idioma. No se me había ocurrido hasta entonces.

—¿Bim? —preguntó Cobb—. Oye, chico, ¿tienes identificador ya?

—¡Aún me lo estoy pensando! —dijo Bim—. ¡Quiero acertarlo! Hum… Mi respuesta… Esto… ¿Cuándo íbamos a aprender a usar las armas?

—Puedes coger ahora mismo mi pistola —dijo Cobb—, si prometes dispararte a ti mismo. En fin, apuntaré: «Ansioso por matarse». Dichosos formularios. ¡FM!

—Constantemente fascinada por la agresividad tóxica omnipresente en la cultura Desafiante —dijo la chica bien vestida.

—Eso ha sido nuevo. —Cobb escribió—. Seguro que a la almirante le encantará. ¿Peonza?

—Hambrienta, señor.

Y además, estúpida. Estúpida en grado sumo. Volví a mirar a Marea y recordé que siempre me había parecido distante. Pero la sensación tenía un contexto nuevo, después de haber escuchado su marcado acento y las palabras mal dichas. La forma en que apartaba la mirada cuando alguien se dirigía a ella.

—Muy bien, pues ya está, por fin —dijo Cobb—. ¡Poneos las correas y encended los hologramas!