Capítulo - LXXVI

“Águila uno a Águila dos. Nos posicionamos al norte y cubriremos los transportes. Corto”

“Águilas dos a Águila uno. Recibido. Que las Águilas siete y ocho cubran el objetivo. El resto segaremos el jardín. Corto”

“Entendido”

“Accionamos sensores térmicos”

“Recibido. Cuidado con el grupo del centro. Son policías.”

“Adelante”

Cuando un mercenario activaba su lanzagranadas, uno de los helicópteros Apache descargaba sobre él más de ochenta proyectiles por segundo y un misil aire tierra, por si acaso. En lo único que no se habían equivocado era en el hecho de que habían sacudido un avispero. Los aparatos se cruzaban entre ellos, confundían a los mercenarios, disparaban sin avisar, hacían estallar todo lo que les parecía sospechoso, y causaron un pavoroso terror. Cuando diezmaron al enemigo, los helicópteros de carga soltaron cuerdas de descenso y los ex marines tocaron tierra, ocuparon sus posiciones y cercaron a los que aún se resistían.

“Parece que el valle está limpio –informó un piloto-. Repito: El valle está limpio”

Los mercenarios se rindieron y se tiraron al suelo bocabajo, con las manos en la cabeza y las piernas abiertas. Los ex marines liberaron a los policías que les ayudaron en los arrestos y la mitad de los helicópteros tomaron tierra mientras el resto seguía patrullando por los alrededores para evitar inesperadas sorpresas. Ryo permaneció quieto, con la catana en las manos llena de sangre y sin entender muy bien lo que acababa de suceder. Un hombre alto, con el pelo rojo, la nariz chata, los labios finos, lo ojos enormes, la cara llena de pecas y las orejas grandes y abiertas, se le acercó. Le miró sin pronunciar ni una palabra y contempló como su jefe yacía muerto en el suelo. Se agachó sobre su cuerpo y le tomó el pulso apretándole con dos dedos en el cuello. Ya veo –susurró-. Se fijó en Utengue y al ver su cuerpo casi partido en dos, sintió algo de tericia. Madre mía –susurró de nuevo-. Entonces se fijó en el brazalete y lo cogió; se levantó y se lo pasó de una mano a otra durante unos cuantos segundos, miró a Ryo sin levantar demasiado la cabeza y se le acercó.

- Creo que esto es tuyo.

Ryo levantó la palma de la mano y recibió el amuleto.

- ¿Así… sin más?

- Está claro que el jefe se sacrificó por vosotros, y parece ser que este brazalete es lo que ha causado todo este jaleo. No sé por qué ni me importa, sólo sé que llegó el momento de que os marchéis para que pueda limpiar este desastre. El helicóptero de transporte número seis está a vuestra disposición. ¡Usadlo!

El pelirrojo apretó los labios, levantó la mano y se despidió. Ryo reunió a los demás y se marcharon intentando no mirar hacia atrás.

*

- Me… menos mal que es… estás aquí.

- Me tomas el pelo –le dijo Robert al tartamudo-.

- Para na… nada. Por una vez no te… tendré que ser yo quien dé las ex… explicaciones.

El tartamudo ladeó la cabeza y le entregó a Robert el teléfono móvil con el número de la oficina de Nueva York marcado en la pantalla.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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