Capítulo - XXXVIII

Hiro, sentado en una roca con forma de huevo, contemplaba las mansas aguas que ocultaban el amuleto. El sol aún no había salido cuando un grupo de mujeres, cargadas con grandes cestos hechos de esparto y llenos de ropa, acudían cantando y moviéndose grácilmente. Eran de todas las edades y la mayoría de ellas, aceitunadas por el fuerte sol y el viento seco, lucían cabelleras largas y morenas como las de las antiguas sirenas griegas, que cautivaban a los marineros con sus cantos. Hiro las observaba con una sonrisa en la boca, pero también con recelo. Ya no sabía en quién confiar.

- Buenos días –dijo Eva envuelta con un traje de neopreno-.

- Buenos días. ¿Qué te propones a estas horas de la mañana?

- Echar un vistazo.

Hiro retorció el labio y le levantó.

- ¿Pero no ves que aún no ha salido el sol?

- Mejor.

- ¿Por qué no esperas a que los demás se despierten?

- No me apetece esperar.

- En realidad no era una pregunta –dijo Hiro frunciendo el entrecejo-.

- No te preocupes Hiro, sólo voy a meterme en el agua para que mi cuerpo se acostumbre a la temperatura. No pienso sumergirme sola.

Hiro asintió con la cabeza y se volvió a sentar en la roca. El grupo de mujeres se había apartado lo suficiente como para no sospechar de ellas, aunque aún se podía distinguir como lavaban la ropa a base de apretones, estrujones y palos. Como se hacía antes.

*

Alrededor del 280 a.C. en algún lugar cerca de Alianoi…

- ¿Cuándo me vais a quitar la capucha?

- Paciencia mi señor. Recuerde que esta fue una de la condiciones para poder reunirse con Falafar.

- Ya lo sé. El rey de los ladrones nunca desvela su escondrijo. Pero yo no…

- Mi señor, paciencia; ya falta poco –interrumpió el lacayo del rey de los ladrones con una voz angustiada-.

El olor a sangre hervida despertaba la curiosidad del joven comandante. Reconocería ese olor en cualquier parte. Cobre oxidado, mezclado con canela y clavo amargo. Y su sabor; dulce como el vino y desagradable como las tripas de un cordero antes de ser guisadas. En el campo de batalla había tenido la oportunidad de saborearla demasiadas veces, aunque en esta ocasión, sabía que se trataba de la sangre de un animal. Seguramente se encontraban cerca de los mataderos de la ciudad.

- ¿A dónde me lleváis?

- No tiene de qué preocuparse mi señor. Sólo unos pasos más.

El olor de la sangre se iba reemplazando con el de la humedad oscurecida. La que difícilmente se encuentra en los hogares con ventanales abiertos y en las ajardinadas plazas. También consiguió husmear el inconfundible hedor a rata quemada. Era como el del pollo chamuscado pero como si en vez de plumas tuviera pelos de roedor. Estaba completamente seguro que caminaba por los acantilados, y el tacto de unos lodosos charcos a su paso confirmaba sus sospechas.

- Entiendo su preocupación mi señor.

Ahora la voz era completamente distinta. Clara como los chorros del agua y afable, como para confiarle tu vida por una falsa y obtusa suposición.

- Me temo que mi… ayudante, por así decirlo, no inspira mucha confianza. Cuando era pequeño le rebanaron el cuello. Sin éxito, por supuesto, pero le dañaron gravemente las cuerdas vocales. A pesar de eso, le aseguro que puede fiarse más de él que de mí.

El rey de los ladrones hizo un gesto principesco dibujando un círculo con la muñeca y removiendo sus dedos. De inmediato, el lacayo le quitó la capucha y le invitó a sentarse en una silla de madera, con leones tallados en los posa brazos y recubierta con pintura de oro.

- Le ruego que se siente mi señor. ¿O debería decir, mi rey?

El comandante se retorció en su trono de pacotilla e intentó no sonreír.

- Aún es pronto para tales afirmaciones. Y he de admitir que no estoy seguro de estar haciendo lo correcto.

- Por eso es usted el más indicado –afirmó el rey de los ladrones- el gran Filetero, comandante de las falanges del general de generales. Amigo y confidente del gran Alejandro Magno.

- …

- A sí. No me mire de esa manera. ¿Acaso cree que si yo pudiera controlar el anillo acudiría a usted? No mi señor. Le he hecho llamar porque necesito un corazón lo suficientemente puro para poder manejarlo y lo necesariamente ambicioso para conseguir un trato justo para ambos.

- Más vino mi señor –interrumpió el lacayo y le sirvió en una copa de plata-.

Filetero asintió con la cabeza, agarró la copa con fuerza, la alzó a modo de brindis por la nueva y conveniente alianza, y se bebió su contenido de un trago. Sus azulados ojos brillaban entre los chispeantes destellos de las antorchas, su cuadrada barbilla y su musculoso cuello le otorgaban un aire señorial, y con su rizada y larga cabellera, disimulaba las cicatrices de su rostro. Los rasgos de un rey –pensó-. Mejor yo que otro. Es inevitable.

- ¿Y qué quieres a cambio?

- Ohhh. Nada importante. Lo que todo el mundo quiere; o mejor dicho, lo que todos los avariciosos quieren. Jajaja. Y los dioses saben muy bien que yo lo soy, por eso necesito riquezas para hacer sacrificios en su honor y aplacar su ira hacia mí. ¿Qué más puede hacer un vicioso como yo?

- ¿Sólo quieres oro? ¿Nada más?

- ¡Me gustaría tenerlo todo! Pero sé que su señoría sólo me dejará tener el oro. Otro no me concedería ni eso.

- Tienes mi palabra –anunció el comandante-.

- Gracias mi señor… mi rey –dijo el rey de los ladrones y se inclinó-.

*

- ¿Qué tal viejo gruñón? –preguntó Ryo- ¿no has podido dormir?

- Claro que he dormido. Simplemente me apetecía levantarme temprano –contestó Hiro-. Eva también se ha levantado pronto. Mírala, ahí está bañándose. Dijo que es para acostumbrase al agua.

- Pues sigamos su ejemplo, no perdamos más tiempo y busquemos el tercer amuleto.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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