Capítulo - II

En la actualidad…

La ciudad de Tokio alberga a más de diez millones de almas y al igual que Nueva York en la otra punta del mundo, nunca duerme.  Iluminada por infinitas luces de neón, que publicitan desde el artefacto más fantasmagórico y fabuloso, hasta la bobada más simple que no sirve para nada. Visitada por artistas, alabada por poetas y envidiada por comerciantes, la ciudad no ofrecía tregua alguna a quien deseaba conquistarla. Durante el día, la contaminación condensada en la atmosfera, concebía una capa oscura de neblina que impedía a la luz natural invadir los terrenos de la ciudad protegida por la megalomanía humana. La noche brillaba más que el día, pero durante el día no imperaba la noche. Era difícil distinguirlos. Se convirtieron en un enrevesado palíndromo, creado por los descendientes de Edison y Tesla junto con la infinita rotación de nuestro planeta alrededor de sí mismo. Natural, pero egoísta. Desde el cielo, las hormiguitas construían su colonia sobre arenas movedizas, sacudidas constantemente por la furia del mar y la impaciencia de la tierra. Una maravilla moderna pero muy alejada del jardín del Edén, donde Eva amó incondicionalmente a Adán, bajo sombrajes de árboles centenarios y sobre lechos de hierba verde y fresca. Quienes alcanzaban el poder y la riqueza, vivían a las afueras de Tokio; en enormes pero modestas mansiones, acordes y en armonía con la cultura y la tradición de la milenaria isla de Japón.

*

- ¡Maestro! Por favor… ven.

Los gritos del sirviente Hiroto, atravesaban el fino papel que acolchonaba las paredes hechas de madera de secuoya importada desde Chile. El reluciente parquet del pasillo, que separaba los aposentos del joven Ryo del resto de la casa, no chasqueaba por los bruscos pisotones del sirviente. De apariencia torpe, sus descalzos pies se deslizaban suavemente por la superficie de madera envejecida por los años y lustrada por un incoloro barniz, mientras sus largas y robustas piernas temblaban al ser portador de malas nuevas.

- ¡Silencio Hiro! Y no me llames maestro. Sabes que lo detesto.

De rodillas y sin aliento, el sirviente desoyó las palabras de Ryo e inclinó la cabeza hasta apoyar su frente en el suelo, tal y como era la costumbre en tiempos remotos.

- ¡Maestro!

- Te he dicho que no me llames maestro. Qué tengo que hacer para…

- Tu padre te llama.

El joven de veintinueve años, perdió la bravura. Hiro, su sirviente, había sido como un padre para él, pero no le gustaba que le interrumpieran durante la meditación de la tarde. Le llamaba maestro para irritarle. Sólo era el discípulo e Hiro su sabio maestro. Le quería, aunque sus últimas palabras le obligaron a odiarle durante unos segundos.

- Vamos -dijo Ryo-.

Hiro se había ocupado de su educación desde que tenía diecisiete años. Con cuatro años lo arropó durante una gélida tormenta de invierno, mientras sus padres viajaban por negocios como de costumbre. Resultó ser amor a primera vista. Un amor puro, como el de padre a hijo, el de tu mejor amigo o el de tu confesor más intimo. Vacío de toda vanidad y repleto de sinceridad, ternura y a veces dolor. Porque la verdad duele -solía decir Hiro-. Le enseñaba todo lo que sabía y todo lo nuevo que aprendía. Si cuando era joven estudiaba y entrenaba con ansia, ahora estudiaba el doble y entrenaba el triple para poder inculcar más sabiduría a su joven pupilo. No se casó, ni quiso hacerlo. Se impuso el celibato igual que un monje, pero sin la vestimenta naranja; sin un voto solemne ni un contrato imperial. Su amor por ese niño era todo lo que necesitaba y la esperanza de un futuro mejor, radicaba en él.

- Por favor Hiro no te retrases.

- Sí maestro.

- ¡No me llames así!

- No maestro.

El flequillo del joven Ryo danzaba con sus pasos. No quería correr ni quería llegar tarde. Debía mantener la compostura y actuar como un Nagato. Un apellido ancestral, lleno de gloria y victorias, pero también de injurias y derrotas. Muy pronto descubriría toda la verdad. El árbol genealógico se remontaba hasta mil años atrás. Faltaban ramas y ramitas, hojas y flores, raíces y tronco para conseguir dibujar a toda la familia en un trozo de papel. En realidad faltaba más papel que otra cosa. Eran poderosos, una de las familias más ricas de Japón.

- Échate el flequillo hacia atrás que a tu padre no le gusta.

- Sabes muy bien que…

- Échatelo hacia atrás, y no discutas. No es el momento adecuado.

- ¿Ya no soy el maestro?

- Siempre serás el maestro pero hazlo.

Las flores de los cerezos del jardín se marchitaban y se precipitaban hacia el suelo. La primavera acababa de aparecer pero el jardín se entristecía por la inminente pérdida y lloraba desconsolado, y en silencio. La última vez que ocurrió eso, fue cuando la madre de Ryo decidió abandonar la casa familiar para vivir a solas en la pequeña residencia de verano en Okinawa. El muchacho sólo tenía nueve años y no pudo entenderlo hasta que alcanzó los veintidós, pero aun así, no quiso aceptarlo. Hizo una promesa al cielo y la tierra. No volveré a cortarme el flequillo hasta que mi madre regrese con nosotros –declaró-. A su padre le pareció una fanfarronada y no le dio mucha importancia. No le miraba; sólo le hablaba del honor, el respeto y de lo importante que era la familia Nagato para Japón y para el mundo. Un día, tras un prolongado viaje de negocios por Las Américas, le miró de reojo y se percató del largo flequillo que le llegaba hasta el cuello. ¿Qué es eso que te cuelga de la cabeza?preguntó su padre-. Ryo le recordó su promesa, y calló. Su cabellera morena, siempre bien lavada y recortada, le otorgaba un aspecto señorial. Típico japonés. Sólo su flequillo desentonaba, que a estas alturas de su vida, le alcanzaba la cintura. Se lo recogía para entrenar con su catana, y nada más. Me estorba, pero lo necesito –clamaba durante los entrenamientos-. Aunque hoy también se veía obligado a recogérselo.

- Mucho mejor –denotó Hiro-. Puede que no sea importante para ti, pero eso mitigará su mal carácter y le ayudará a cruzar al otro lado en paz.

Estúpido flequillo –pensó Ryo-.

- ¿Seguro que se muere?

- ¡No te haría llamar si no fuese así!

- Claro… de eso estoy seguro.

Los estampados de margaritas y nenúfares que adornaban el papel de las paredes de aquel lado de la casa, se tornaban grises y anodinos, cada uno era diferente y cada flor tenía un color. El mismo, pero de otra manera. Estaban pintados a mano por doce artistas, procedentes de las prestigiosas academias del sur, durante tres meses seguidos, los de otoño. Lo más hermoso de este mundo para la más bella de todas las mujeres –dijo una vez su padre-. Y unos años más tarde, perdió a su segundo hijo durante el parto y con él, perdió su avidez de amarla. Aquel trocito de la casa se había convertido en su palacio, su santuario, lejos del carácter distante y desagradable de su padre; más cerca de su madre.

- ¿No sé qué hacer?

- ¡Perdonarle! –exclamó Hiro-. Haz las paces con él y permítele marchar aliviado.

- ¿Y si no quiero?

- Quieres –afirmó-.

Miró de reojo a su sirviente y refunfuñó. Hiro era un hombre serio y humilde. Un hombre de honor. Desde el día que renunció a su vida personal para educar a Ryo, se afeitaba la cabeza dos, o tres veces por semana. ¿Por qué no tienes pelo?le preguntó una vez un Ryo de seis años-. El devoto sirviente le miró, sonrió y le golpeó la mano con su vara de ciruelo por no prestar atención a la lección. Dos días más tarde le contestó que se afeitaba la cabeza para airear mejor sus ideas y dos horas más tarde, Ryo se había afeitado la suya. Kokomi, la madre de Ryo que aún no se había marchado, regañó tanto al niño, como al maestro. Y se retiró riéndose. El kimono con estampados de bambú que vestía aquel día, le favorecía mucho. El color verde la rejuvenecía y acentuaba la belleza de su sonrisa, dibujada por unos finos labios pintados con un pintalabios rojo. La madre de Ryo siempre sonreía. El niño nunca volvió a afeitarse la cabeza y nunca más preguntó a Hiro el por qué. Con los años se alegró de que su sabio maestro lo hiciera, ya que recientemente, se percató de las profundas entradas que lucía cuando descuidaba su esquilado ceremonial. Así lo llamaba. Los hombres somos animales –así lo justificaba-.

- No me digas, que quien está fumando como un mono en la puerta del dormitorio de mi padre, es el doctor.

- Sí –contestó Hiro y tragó saliva- ¿Qué importa?

- En realidad nada. Es que no sabía que el doctor fumase.

- Y no fuma.

Dos gorilas trajeados con cara de malas pulgas, un chichipán disecado por la impotencia, que era el abogado de la empresa, y el doctor Takaeto, médico de la familia Nagato de toda la vida, vigilaban la entrada a los aposentos del moribundo magnate.

- Señor Nagato… quiero decir, maestro… quiero decir Ryo… yo… - El doctor se atragantaba-.

- Tranquilízate. Sabía que tarde o temprano tenía que suceder. Sólo dime de cuánto tiempo dispongo.

- Minutos. Puede que ni eso.

Arrojó el cigarro recién encendido al jardín y se metió otro en la boca. Sacudió un mechero rojo, falto de gas, e intentó encenderlo. Se cabreó y lo lanzó al jardín en busca de su hermano gemelo.

- Cálmese doctor. Que me pone nervioso.

Ryo le quitó el paquete de tabaco y se encendió uno con la ayuda de uno de los gorilas.

- ¡Qué asco! –Ryo tosió y le dio otra calada al veneno-.

- No pierdas el tiempo con ñoñerías, maestro. Ni te dará fuerzas, ni alargará la vida de tu padre.

- ¿Ahora vuelvo a ser el maestro? Qué oportuno eres. De verdad.

Durante muchos años, entre su padre y él, se había levantado un muro de granito tan sólido, que ningún artilugio tradicional o futurista era capaz de penetrar. Los días sueltos de verano que pasaba en compañía de su madre en Okinawa, deberían haberle reblandecido el corazón, pero no era el caso. Ahora el inquebrantable muro se había desplomado, convirtiéndose en fragmentos de cristal desperdigados por sus incontables recuerdos, imperceptibles. Era su padre. Sólo una mísera puerta de papel se interponía entre el hombre que lo alzó en sus brazos con orgullo cuando aún se entendían, y el chiquillo que había crecido demasiado deprisa.

Todos se apartaron y Ryo deslizó la puerta que chirrió al frotarse con la guía desgastada del suelo. Una cama de reyes, de color rojo cerezo y con tapices usados como edredones, sustituía el tradicional futón. Órdenes del médico. Ocupaba casi toda la habitación salvo el poco espacio que quedaba para los aparatos médicos, un pasillo para las visitas y una consumida armadura colocada sobre un pedestal improvisado. ¿Qué pinta ese trasto aquí?pensó Ryo-. El ensordecedor e intermitente pitido del electrocardiograma, le recordaba el hecho de que iba a perder a su padre, pero también le indicaba que aún seguía vivo. Ahora se lamentaba porque no sería por mucho tiempo. Le observó desde arriba como un ser superior y se arrodillo avergonzado apoyándose en el cabezal de la cama, listo para disculparse.

- Perdóname hijo mío –susurró su padre-.

Sorprendido. Ryo agachó la cabeza y se echó a llorar.

- Eres tú quien debe perdonarme. He sido una carga para ti y una deshonra para nuestra familia.

Padeciendo de dolor y apunto de exhalar su último aliento, Wataru Nagato alargó la mano buscando el rostro de su hijo.

- No heredarás la vergüenza de nuestra familia. No heredarás las empresas.

- Padre…

- No me interrumpas que no dispongo de mucho tiempo. Ningún Nagato ha sido bendecido con el buen juicio y la fortaleza física para cumplir con su verdadero destino. El dinero sólo es un objeto trivial, vacío y sucio. Jamás pensé que lo odiaría tanto, hasta que tu abuelo me reveló en su lecho de muerte que había sido deshonrado, al igual que él, condenado a batallar por una causa insignificante durante el resto de mi vida.

- No te entiendo.

- Desde el primer momento que te sostuve en mis brazos, supe que eras el elegido. Con el tiempo, mi admiración hacia ti se convirtió en envidia. Envidié a mi propio hijo.

El moribundo respiró con dificultad.

- No importa.

- ¡Sí que importa! Al menos Hiro se mantuvo a tu lado. Te enseñó bien.

- Así es.

El anciano se estiró con fuerza y convulsionó como si un millón de voltios recorrieran sus frágiles carnes. 

- ¡Padre!

- Te lego la armadura de nuestros antepasados. Prométeme que entrenarás con ella en el jardín durante la próxima luna llena.

- Por favor yo…

- ¡Prométemelo!

- Te lo prometo.

- Lo siento hijo mío. Perdóname.

Su voz se apagaba al igual que una vela cuando el agua moja sus labios. Su fuego se extingue hasta que una esquirla de humo desaparece en la oscuridad. No la ves, pero sabes que está ahí. El intermitente pitido se convirtió en constante, y un fuerte tirón del cable lo detuvo por completo. Ryo arrancó los tapices, reventó los aparatos médicos y acarició la frente de su padre. No perderé los nervios, nunca más –susurró, y se sentó a su lado-. Quiso contarle muchas cosas, y lo hizo. Tres horas estuvo hablando con él sin interrupción, ni descanso. Desahogó su alma. Por fin pensó en sus últimas palabras y se sintió confuso, aunque la daba igual. Se acercó a la armadura de sus antepasados que por alguna extraña razón ni le habían limpiado el polvo. La catana le llamó la atención. La desenvainó con maestría y enseguida se dio cuenta de que su filo aún estaba afilado; cortaba hasta el aire. Asombroso; realmente asombroso. La dejó en su sitio y regresó al lado de su padre.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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