Capítulo - X
Las campanillas naranjas de la sábila silvestre, silbaban a causa del viento. El calor no suponía ningún impedimento y las tiendas de campaña eran tan frescas, que se podía pensar que estaban equipadas con aparatos de aire acondicionado. Normalmente no se consiguen permisos de acampada con mucha facilidad pero el fuerte carácter de Hiro, junto con la ayuda de su convincente socio “maletín con dinero”, aligeraron los pesados trámites administrativos y el responsable selló los papeles sin más dilaciones. Tres círculos de piedra blanca, creaban tres escalones, y en el centro descansaba el meteorito de sesenta toneladas. La masa metálica, escondía en su corazón un equipaje muy valioso y poco conocido. Amantes se vieron reflejados en él y supieron que permanecerían juntos para siempre. Su embriaguez, causada por el exceso de amor y vino, les indujo a obviar la milagrosa aparición y simplemente terminaban haciendo el amor entre matorrales con pinchos y excrementos de animales. Los nativos también presenciaron apariciones y dijeron que sus antepasados deambulaban por estas tierras. Muchas preguntas y pocos crédulos para investigar los sucesos.
Ahora, tres videocámaras, un espectrómetro, una grabadora de voz de las de antes y siete mentes abiertas a lo que pudiera surgir, observaban el gran trozo de metal y esperaban pacientemente a que la luna se llenase. La noche de mañana se les antojaba muy importante.
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El tartamudo sacudió las migajas de pan de su camisa y se dirigió al puente corriendo. El capitán escupió improperios y saltó la alarma. ¡En marcha sacos de carne podrida! –gritó-. Cabos al agua y a recogerlos. Tripulación preparada, motores en marcha y rumbo a Shanghái. El olor a diesel quemado impregnaba la sala de máquinas. El cocinero, medio borracho, guardaba la fruta que ya no era tan fresca. El timonel obedecía ciegamente la voz de su capitán, o sería azotado y de esa forma, la proa del barco cortaba el mar y se alejaba del muelle mientras la popa seguía pegada a él, una maniobra difícil de ejecutar pero muy efectiva. Bajo el culo respingón del carguero, dos marineros aplicaban una urgentísima mano de pintura, idéntica a la del casco. No hubo botadura ni bebieron champan para celebrar su renacer, y sin pensárselo dos veces, lo llamaron “Murciélago”.
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Selma merodeaba el meteorito en busca de puntos débiles. Acariciaba sus imperfecciones y apoyaba su cabeza sobre él, para escuchar sus grietas y sentir sus huecos. Difícil adversario –pensaba-. El bloque de hierro solido no se partiría fácilmente. Tampoco sabía dónde se escondía el preciado iridio y no quería hacerlo añicos. No se aclaraba las ideas. A Ryo no le gustaba mucho el planteamiento de volar al viajero espacial por los aires, pero era necesario. Debía recoger todo el mineral bendecido con un micro agujero negro y destruirlo. Observaba a Selma. Veía en ella una amante salvaje y fiel durante la batalla, y también un bloque de hielo sin sentimientos durante la calma. Su contoneo le excitaba, pero sólo se movía de esa manera porque intentaba seducir al meteorito y devorarlo, imitando a la mantis religiosa que devora al macho mientras copula y una vez satisfecha, sólo permanece el amargo sabor de su mutilado amante.
- ¡Deja de mirarme el trasero!
- No te lo estaba mirando –contestó Ryo-.
- ¡Pero yo sí! -Exclamó Alejandro-. Sin duda una obra maestra. Por cierto, no resultará muy fácil reventar ese pedrusco. Yo diría que se trata más de una masa de Hierro con algo de níquel y una pizca de cobalto, y eso sin mencionar el iridio que se encuentra por ahí metido. El creador de la receta te quiere fastidiar.
- Ya me había dado cuenta –matizó Selma-.
- Entonces ¿traigo los sopletes? –preguntó Tom-.
- No grandullón. Nadie hará nada hasta que no pase la luna llena. ¿Entendido?
- Tú mandas Ryo –contesto Alejandro- lo que tú digas… no hay prisa.
En la fogata se chamuscaba un antílope que Tom cazó durante la tarde. Las animadas chispas que se confundían con las luciérnagas y el intenso olor a carne asada, se convirtieron en el pretexto perfecto para abrir una botella de whiskey. Si algún guardián despistado decidiera acercarse por ahí, el sabroso pero protegido animal les costaría un ojo de la cara. Resultaría más barato montar un restaurante en pleno desierto; eso sí, el espectáculo fue único y debió ser registrado en el libro Güines. La manada de antílopes fue espantada por un par de perros salvajes que correteaban a su alrededor con la intención de pillar desprevenida alguna de sus crías, pero sin tener suerte. Pasada una hora, la animalesca coreografía alcanzó su fin, con los integrantes de ambos bandos cansados y hambrientos. Tom advirtió un antílope rezagado y no dudó ni un instante, y decidió que él acabaría con el trabajo de los inútiles perros salvajes. Los cuatrocientos metros que le separaban de su objetivo se dividían en dos pasos, disparar y acertar. El viento que soplaba con fuerza y desviaría el proyectil considerablemente, no era ningún impedimento. Mantenerse recto, realizar todos los cálculos necesarios y disparar sin vacilar, no le resultó difícil a pesar de estar de pie sobre los picos de dos rocas, a unos dos metros por encima de los demás. Apenas se oyó el disparo y el silbido de la bala, escupida por el PSG-1, atravesó el fuerte viento, ahuyentó dos camaleones, rozó la oreja de una cebra y atravesó el corazón del antílope, que se desplomó al suelo sin pestañear.
- ¡Estás mal de la cabeza! –exclamó Eva- ¿por qué has hecho eso?
- Tenía hambre –replicó el grandullón-.
- ¿Y para qué tenemos las conservas, los embutidos, la fruta disecada y la compra de supermercado que trajo Hiro esta mañana?
- Tenía hambre –replicó de nuevo Tom y tras saltar de la roca, colgó el fusil en su hombro y se dirigió a recoger su trofeo-.
- Tejano loco –murmuró Hiro y sonrió-.
Los amanerados aromas del whiskey de treinta años, su intenso y amargo sabor, y el alto porcentaje de alcohol, desató las lenguas de los siete que profirieron improperios sin cesar, siendo Alejandro el que más destacaba de entre todos. Se arrimaba a Selma y ella le ignoraba, aunque resultaba imposible no percatarse del hoyuelo que se le formaba en la mejilla derecha cuando ocultaba su sonrisa. Menudo trasero –pensaba Alejandro-. Y seguía contando como una vez descubrió un pasadizo secreto, en una vieja mansión de Zaragoza, que conducía a una sala de torturas. Lo más espeluznante era el diminuto tamaño de las cadenas de ese maldito lugar -contaba medio borracho-. Parecían estar hechas para mujeres y niños, y no para hombres. El hombre es un animal cruel. Todo está en los libros –clamó, y mordisqueó un trozo de carne-.
- Creo que pondré fin a este montón de chorradas y leeré otro de los documentos de mi familia –dijo Ryo-.
El chisporroteo del fuego resonaba con más claridad. Las ridículas carcajadas cesaron de inmediato, Hiro se recostó, Eva tiró el whiskey que le quedaba al fuego y el resto contuvo la respiración. El murmullo de la naturaleza amansó a los aventureros con un canto de sirena semejante al que Homero describió en la Odisea, aunque con el trasfondo de burros amaestrados gritando e improvisadas orquestas de ñus apareándose.
Mi padre me ha pedido que empiece a escribir un diario. Dice que es la voluntad del bisabuelo y que el honor de los Nagato depende de mí. ¿Por qué no habré tenido más hermanos? Ese viejo loco no para de decir sandeces y estaría mejor dándole de comer a los patos, como de costumbre.
El bisabuelo está a punto de morir y quiere que vaya a verle. Yo no tengo ganas de que me cuente la historia de las aguas que hablan y de los cerdos negros, de mala suerte y de patas torcidas, que conciben cerditos de veinte en veinte. Ojala se muera ya y me deje tranquilo de una vez.
Ha muerto y estoy triste. No dejo de llorar y eso que le odiaba. No lo entiendo. Me ha dejado una vieja vasija y quiere que me lave la cara en ella todas las noches.
Mi bisabuelo no estaba loco.
El ejército rival nos supera en tres a uno pero la cara del agua me ha dicho que debo aguardar nueves días y atacar. Debo hacerlo durante la tormenta para que el viento desvíe sus flechas y que los truenos quemen la empalizada. Los oficiales me toman por loco pero no pienso desobedecer a los dioses.
Victoria. Los dioses me aman. Soy invencible.
He triplicado nuestras tierras y nuestro oro pero no me siento satisfecho. Mi hijo requiere mi presencia pero queda mucho por hacer. Quizás haya llegado la hora de que él también pruebe la sangre.
Mi ambición me ha cegado y no pude ver la desgracia. Ruego a los dioses que me perdonen y que salven a mi hijo. Detendré la guerra y habrá paz durante cien años… lo juro.
Ahora recuerdo con claridad las historias de mi bisabuelo. Su paciencia en cuidar lo hermoso y su pasión por cultivar los granos de arroz hasta convertirlos en un arrozal para alimentar a todas las familias del valle. Observo como los capullos se transforman en flores para después marchitarse en otoño y finalmente morir, y renacer. Doy gracias a los dioses por mostrarme el camino de la redención y por salvar a mi hijo.
Mi nieto ha nacido sano y fuerte. Debo enseñarle bien. Las palabras del agua son muy tentadoras y han de ser escuchadas por oídos más puros y más sabios que los míos.
- Este es el último documento de mis primeros antepasados. Los que vienen a continuación empiezan con la forja de la espada que mi padre me legó. Al menos sabemos que en las manos adecuadas, el poder de los amuletos puede utilizarse para obrar el bien.