Capítulo - XL
A más de mil kilómetros al sur…
- ¿Ha conseguido algo de lo que le he pedido profesor?
- Señor, debe de entender que lo que buscamos no es muy fácil de encontrar.
- Profesor Ravenbaum, conozco muy bien la dificultad de su tarea –incidió la espesa voz- por eso he financiado sus excavaciones y sus estudios durante los últimos diez años, y no he sido demasiado exigente. Hasta le permití desviarse del objetivo y publicar su maldito libro, así que ¡no intente explicarme la dificultad de la situación!
- Por supuesto. Lo lamento mucho señor.
- Bien. Ahora dígame profesor ¿ha encontrado algo?
- Ayer desenterramos una lápida con una inscripción que todavía no he descifrado por completo.
- Continua.
- Hacia el final de la inscripción, aparece una mención sobre un destello de luz en el agua que revela la verdad.
- ¿Y quién era el dueño de la lápida?
- Precisamente es lo que más trabajo me está costando.
- Pues no deje de trabajar en ello profesor –dijo la espesa voz- y llámeme nada más descubrir el nombre de la inscripción.
- Por supuesto señor.
El profesor colgó el teléfono disgustado. ¿Por qué tuve que meterme en esto? –dijo en voz baja-. Hacía tan sólo nueve años lucía una barba brillante y negra que ahora, a causa de las preocupaciones y de los remordimientos, se había transformado en un manojo de pelos rizados, grises y crispados. Sus pobladas cejas casi ocultaban las recientes arrugas de su frente, y su nariz respingona le servía de soporte para las gafas de pasta negra que portaba a todo momento. Estiró el cuello hacia arriba y miró de reojo el teléfono móvil. Deseaba morderlo y hacerlo pedazos, lanzarlo al suelo para que se trizara o coger dos piedras para darle cuatro porrazos y despedazarlo. No pienses en cosas malas que ya es demasiado tarde –se dijo a sí mismo-. Y era cierto. Hacía ya tiempo que había vendido su alma al diablo, y no tenía escapatoria.
- Profesor… profesor… ¿se encuentra usted bien?
- Sí Ahmed. Estoy bien.
El ayudante del profesor había crecido en El Cairo y conocía la ciudad como la palma de su mano. Hacía mucho tiempo que trabajaba para él y le apreciaba mucho. La búsqueda del misterioso amuleto le atormentaba tanto como al profesor. Cuatro años atrás, durante el desplazamiento de una momia de un niño aristócrata, la cuerda de la polea que la sostenía se rompió y le golpeó la rodilla derecha como si de un látigo se tratase. Desde entonces, Ahmed cojeaba y casi simultáneamente y de forma natural, empezó a andar curvado y le apareció una chepa que difícilmente conseguía disimular. El incidente le había convertido en un hombre humilde, sin más ambición que la de servir al profesor. Era el único que no le había dado la espalda.
- Dígame profesor. ¿Por qué seguimos buscando ese amuleto?
- Para eso nos pagan. ¿No te parece suficiente?
- Sí, sí. Pero… lo que quiero decir…
- No me hagas perder el tiempo Ahmed –dijo el profesor y se rascó la barba-.
- ¿Cómo sabemos que el amuleto está aquí? Por lo que me ha contado, debe de tratarse de un objeto extraordinario e incluso mágico. Ya han explorado las pirámides, y El Valle de los Reyes, y La Esfinge, y han descubierto la mayoría de los tesoros de los faraones. ¿Por qué cree que aún está por aquí? No tenemos evidencias, no disponemos de pruebas y nadie sabe qué es lo que buscamos.
- Yo he visto el poder de los amuletos.
- ¿Pero por qué aquí? Sé que llevamos años buscándolo pero nunca le había visto tan disgustado y me gustaría poder ayudarle.
El profesor Ravenbaum siguió rascándose la barba y levantó los hombros; resopló, y fijó la vista hacia las pirámides que se encontraban a uno par de kilómetros de la excavación.
- Amigo mío. Donde hay pirámides, hay un amuleto; o al menos lo hubo durante un tiempo. La lápida que hemos encontrado es la prueba que buscábamos y debemos concentrarnos en descifrar el nombre de su antiguo dueño.