Capítulo - XXXI
Hace casi veinte años atrás…
Los pinos de los alrededores, enmascarados por la nieve y el barro, ocultaban lo que antaño se había denominado como inhumano, aunque siempre sucedía de nuevo. El frío paralizó las máquinas y desanimó a los soldados. El fratricidio estaba durando demasiado y a la mayoría no le importaba ni la bandera que saludaba por las mañanas, cuando los oficiales observaban, y tampoco anhelaban su independencia. Independizarse de sus tíos y sus abuelos, de sus primos y de sus hermanos. Esta guerra se había concebido por los políticos y ninguno de ellos luchaba en ella. Y los estropicios; las descomunales masacres que debían ocultarse bajo la áspera tierra, permanecerían grabadas en los recuerdos de las jóvenes mentes que fueron obligadas a cambiar los libros de texto por un fusil. La larga espera se había acabado y las máquinas volvían a funcionar. El rugido de los motores se asemejaba al grito de batalla de un león que defendía su estatus entre la manada; el arrastre de las orugas de los buldócer granulaba la congelada tierra que se desparramaba sobre los apilados cadáveres. Sin identificar. Sin vestir uniformes. El comandante lo denominó como “un error de cálculo” y utilizó al cuarto cuerpo de ingenieros para “borrar” su pequeño error. Doscientas cincuenta personas se apilaban en aquel montón a punto de ser enterrados. Doscientas cincuenta almas, que su crimen fue… mudarse a la casa equivocada hace casi medio siglo. Un sargento se fumaba un cigarro mientras lloraba. Su prima hermana, de parte de padre, se encontraba ahí dentro. No era capaz de comprender lo que había ocurrido, y tampoco sabía qué les iba a decir a sus familiares.
Los congelados brazos de la madre de Selma la habían protegido de las balas de los fusiles y las pistolas. El pelotón de la muerte no consiguió hacer bien su trabajo y el sargento, enseguida se percató. Miró su reloj y aprovechó la oportunidad. Levantó las manos ordenando a las máquinas detenerse y llamó al cabo. Toca descanso de quince minutos. Ya sabes, para el café. Pero no tardéis demasiado. El cabo se fue contento para transmitir la orden a sus compañeros. Escaquearse del trabajo es la mayor prioridad de un soldado. Al menos extraoficialmente. Sin pensárselo dos veces, el sargento se lanzó a la fosa común y empezó a apartar de su camino los brazos congelados, los torsos ensangrentados y los rostros angustiados por el dolor y el miedo. Con la yema de sus dedos consiguió rozar la piel de la pequeña niña y notó que aún estaba caliente, la rescató de entre la carne desfigurada de su madre y la alzó hacia lo alto. Desde hoy serás mi hija –dijo el sargento y la niña le propinó una sonrisa-. Era como si se conocieran de toda la vida. El destino les condujo a través de la miseria de la guerra y los transformó en familia. Un serbio y una bosnia. Lo que otros intentaban destrozar con un desmesurable esfuerzo, la naturaleza lo había unido en cuestión de segundos. Selma tenía padre.
Durante los siguientes años, el sargento se transformó en granjero analfabeto que mendigaba a los pies de los soldados que antes comandaba unas migajas de pan para él y para su pobre hijita. Cuando un par de despistados les despreciaban y les pataleaban como a perros, sacaba su afilado cuchillo y les cortaba el cuello, luego les despojaba de todo lo que era comestible y proseguían su camino. Selma lo aprendía todo. Como montar una buena guardia con trampas, como disparar, como usar un cuchillo, tanto para untar mantequilla como para rebanar pellejos, también aprendió a pasar desapercibida y a hacerse la loca. Nadie mata a un loco; da demasiada pena –le enseñaba el sargento-. Se convirtió en una meticulosa asesina y en una superviviente nata. Pero lo que más le gustaba era manipular explosivos. Le gustaba su tacto, su olor, su textura y sobre todo, le gustaba saber que era capaz de hacer mucho daño con un aparato muy pequeño. Diminuto pero destructivo.